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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (12 page)

BOOK: La reina sin nombre
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Intenté evitar la conversación sobre Enol y pregunté a Urna:

—Y tú… ¿De dónde vienes?

—Yo no vengo de ningún sitio —rió ella—, soy de Albión. Mi familia era muy importante, y siempre fue fiel a Nicer. Después de la conquista de Albión por los suevos, Lubbo condenó a muerte a mi padre junto a Nicer. Mi hermano Tibón huyó a las montañas con Aster, yo y mi madre fuimos encerradas aquí, ella falleció cuando yo era pequeña. A veces hablo con Ábato y con sus hijos, que son parientes. Yo he crecido y vivido aquí, Ulge es casi una madre para mí. Se puede decir que no he conocido otro lugar que la casa de las mujeres. Me gusta salir de aquí y a menudo consigo escapar por las noches. Veo a los hombres de la guardia —entonces Urna suspiró—, si consigues casarte con uno de ellos podrías salir de aquí.

—¿Entonces eres feliz en este lugar?

Urna calló pensativa pero después habló en voz alta.

—¿Qué es ser feliz? No lo sé. Supongo que me gustaría casarme e irme; pero aquí no estoy mal, Ulge me cuida y yo no pienso en otra cosa. Ulge parece adusta porque tiene que gobernar este reino de tejedoras, alfareras, cocineras, pescantinas y no es fácil. Afortunadamente Lubbo la respeta y ella nos cuida.

Callamos un tiempo mientras devanábamos la lana. Yo pensé: «Ulge me recuerda a Marforia. ¿Dónde estará Marforia?» Y después seguí especulando tristemente: «Quizás haya muerto.» Me sacó de mis pensamientos la voz de una mujer mayor que nos acercó una saca de lana. Nos dijo:

—¿Qué estáis haciendo? Aquí os traigo trabajo.

Urna dejó de hablar y comenzó a enseñarme a hilar, con un huso al que enrollaba los mechones de lana y una rueca.

—¿Ves?, así, no dejes que se escape la lana.

Me resultaba difícil hilar, la lana se me escapaba y Urna se reía de mí.

—¿Qué hace una mujercita como tú sin saber hilar? ¿No tienes madre?

—No. Te dije que viví siempre con un druida, había un ama, Marforia, pero yo la evitaba. Me gustaba ir con Enol por el bosque, y sé muchas cosas de las plantas.

—Eso le interesaría a Romila, es la curandera de este lugar. La conocerás. Ella también busca plantas.

—¿Hay muchas mujeres aquí?

—El número de las mujeres varía de unas épocas a otras, alguna es solicitada por los guardias o por habitantes del castro y vendida como criada y esposa. Todas tememos a los solsticios y el plenilunio, porque a menudo alguna es sacrificada.

No quise indagar acerca de aquello. Seguimos trabajando toda la mañana, y supe muchas cosas de Albión. Después comimos un potaje bien condimentado aunque pobre. Pasaron las horas, me dolían las manos de devanar la lana. Llegó la noche, una noche sin luna, el cielo encapotado no dejaba pasar el fulgor de las estrellas.

En la mañana, fría y gris, Lubbo me mandó llamar y Ulge vino, pálida, a decírmelo. Me condujo hasta la puerta de la casa de las mujeres y desde allí dos guardias me llevaron ante el hechicero. La visión de la fortaleza me causó pavor, un edificio de piedra de dos plantas grande y alargado, con torreones y una gran terraza desde donde se divisaba el mar. A la planta superior se accedía por unas escaleras no muy amplias; después descendimos hasta el sótano y penetramos en una estancia de ventanas con arcos, apoyados sobre columnas redondas con capiteles corintios. En el centro Lubbo se sentaba sobre un trono elevado. El lugar era tétrico, las ventanas cubiertas por colgaduras de un tejido oscuro no dejaban entrar la luz. El techo abovedado era de piedra.

Lubbo se mostraba así ante las gentes cuando quería infundir miedo, sentado en aquel trono alto y precedido por dos búhos, dos pájaros grandes que comían carne de su mano: un gran búho real negro y otro más pequeño, blanco.

Cuando llegué a la presencia de Lubbo, vi sobre su puño el gran búho negro; tras él, posado en el capitel de hojas de una columna, se posaba el búho blanco. Me asustaron los pájaros. El más grande, de pelaje negruzco y ojos rojos, de un tamaño similar al de un águila, parecía mirarme con odio. El búho blanco, procedente de las islas del norte, movía la cabeza como afirmando, un animal inquietante, de ojos ámbar y con mirada intensa y maliciosa.

Supe después que Lubbo había ligado su poder a aquellas aves, a las que cuidaba con desvelo y alimentaba con carne humana. El aspecto de Lubbo me sobrecogió, sobre todo cuando fijó en mí la cavidad profunda de su único ojo. El cabello rojizo, un tanto erizado, le daba un aspecto demoníaco que se acentuaba por su extraña mirada; Lubbo escudriñaba todo a través de unas cejas espesas e hirsutas y su expresión despedía un fulgor duro como la yesca de un pedernal. Mientras hablaba las palabras salían en un susurro por debajo de su larga barba de color entrecano.

—Me dirás dónde ha ocultado Enol la copa o serás torturada.

—No lo sé —grité—. Enol la llevó con él.

—Puede ser que sí, o puede que no. Ogila, ¡átala!

Me ataron y un siervo me desnudó la espalda, comenzaron a golpearme con látigos y varas, yo empecé a llorar. Lubbo parecía disfrutar con aquello.

Sentí un gran dolor, entonces mi respiración se volvió rápida y una gran luz blanca me inundó. Perdí el sentido.

Al despertar, me habían soltado. Lubbo ya no estaba, oí a los hombres decir:

—Mucha suerte ha tenido al perder el conocimiento. Lubbo se ha puesto furioso.

Con paso vacilante me llevaron de nuevo a la casa de las mujeres, allí me condujeron al lugar donde vivía Romila, la sanadora curó mis heridas y me hizo descansar. Me encontraba mal, en un estado de angustia y de gran agotamiento; Romila mientras me aplicaba un ungüento en la espalda y en las articulaciones habló.

—Te han golpeado brutalmente, pero en medio de todo has tenido suerte. Sí. Mucha suerte.

Interrogué a Romila.

—Suerte, ¿por qué?

—Otros han muerto ante las torturas de Lubbo, y muchos han sido sacrificados a su dios vengativo y carroñero. Han servido de comida para sus pájaros.

—¿Sacrificados? —me asusté—. En mi aldea se intentó sacrificar a un pequeño guerrero del sur pero alguien lo impidió.

—Tuvo suerte. Aquí desde que está Lubbo, muchos mueren.

—¿Desde cuándo ofrecéis sacrificios?

—Los antiguos moradores de este castro en ocasiones muy especiales ofrecían sacrificios y holocaustos a los dioses. Nicer los prohibió. El tiempo de Nicer fue un tiempo feliz, un tiempo de paz. Hubo buenas cosechas. Nicer era un hombre íntegro, valiente, abominaba de las luchas fratricidas y la guerra sin sentido. Cuando Lubbo consiguió el poder, llegaron malos tiempos y Lubbo decretó que se construyese el templo a los dioses de nuestros antepasados; pero ésa no es la tradición, en nuestro pueblo no se adora a los dioses en un templo, sino en el claro de los bosques. A Lubbo le gusta el espectáculo y los altares de piedra, ama la sangre, siente placer al ver sufrir a sus víctimas.

Romila me curó las heridas en mis muñecas y las vendó con cuidado. Todo me dolía, y hablé:

—Cuando intentó torturarme sentí que quería hacerme sufrir. Lubbo disfrutó viéndome padecer, después entré en trance y perdí el conocimiento.

—Quizá por eso no te ha torturado tanto, a ti un dios te hace entrar en la inconsciencia, eso te protege porque dejas de sentir.

Romila me acostó en su lecho y me dejó descansar tranquila. Después tomó hierbas de un saco grande, comenzó a seleccionarlas, a limpiarlas, por último las cortó y las introdujo en una gran olla sobre el fuego. Romila se distraía entre una cosa y otra y hablaba. Yo no quería recordar mi encuentro con Lubbo, me sentía aterrorizada.

—Sigue contando cómo llegaron los sacrificios.

—Al principio eran pequeños animales, aves que entregaba a los pájaros de presa, descuartizándolos y lanzando pequeños trozos de la víctima al aire para que las aves de presa los comieran. Lo hacía delante de todo el mundo. Después comenzó a sacrificar a machos cabríos, y caballos blancos. Tenían que ser de gran envergadura e inmaculados. Él disfruta introduciendo el cuchillo en el bruto, hasta lo más hondo del animal. Después Lubbo bebe su sangre aún caliente y le da carne del sacrificio a los búhos. A menudo entra en trance y con él mucha gente, porque Lubbo reparte una bebida excitante que vuelve loca a la gente.

—Es horrible.

—Lo horrible estaba aún por llegar. Durante algunos años hubo sequía, no llegaba la lluvia a los campos. Lubbo decidió iniciar los sacrificios humanos. Comenzó a sacrificar doncellas y jóvenes en su pubertad. Le gusta matarlos delante de todo el mundo y sentir el miedo y el odio de la plebe. Es verdad que en los tiempos antiguos se hacían sacrificios; pero era distinto, se inmolaban personas mayores que querían descansar de la fatiga de la vida y que morían aceptando el sacrificio, o algún cautivo de guerra. Ahora, los sacrificios cada vez son más frecuentes. Pero él nunca tiene suficiente…

—¿Qué más le queda?

—Le queda encontrar una copa.

Al oír hablar de la copa me sobresalté.

—¿Qué copa?

—La copa de los antiguos druidas, cree que si bebe sangre humana en la copa, su poder será superior al de cualquier otro hombre. Pienso que te guarda aquí porque te reserva para sacrificarte. Tú también eres de cabello claro y blanca, la doncella para el sacrificio.

Me asusté. Romila advirtió mi turbación.

—Creo que él te mantiene viva porque quiere algo de ti, quiere saber algo, por eso te tortura.

Yo callé. Tenía miedo de Romila, parecía amable pero sentí que ella buscaba algo. Entonces dije:

—No sé dónde está esa copa.

—¿Ah, sí? —dijo mirándome a los ojos. Me costó resistir su mirada.

No fui desgraciada en la casa de las mujeres. Sólo temía volver a ser torturada y alguna vez más Lubbo me hizo llamar, ansioso por conocer el paradero de Enol. De nuevo, intentó que hablase pero yo ante el dolor perdía el sentido y entraba en trance. En aquellas crisis veía a Enol que me suplicaba que no revelase el paradero de la copa. Muchas veces soñé con Aster. Me parecía verlo una y otra vez, le contemplaba montado sobre el gran caballo asturcón, despidiéndose de mí.

Me volví pálida y macilenta, asustada por la tortura. Un día supimos que Lubbo se ausentaba de Albión y en el poblado se respiró tranquilidad, mejoró el tiempo y comenzamos a bajar a la playa a recoger moluscos. Ulge, compadecida y deseosa de que el aire del mar curase mis miedos, me envió con las buscadoras de conchas a la costa. Desde la casa de las mujeres cruzábamos el poblado vigiladas por hombres de la guardia, después atravesábamos la muralla por el portillo sur y ascendíamos por el acantilado a través de unas empinadas escaleras bajando a una playa de arenas muy blancas.

A mí me gustaba divisar el mar gris perla que se adentraba hacia el horizonte, techado a menudo por una muralla de nubes azuladas a lo lejos. Más cerca, en la costa, se abría un cielo añil entremezclado con nubes rosáceas.

Todas disfrutábamos sintiendo el agua en los pies, con una cierta sensación de libertad y observando el mar cambiante: terso o embravecido, azul grisáceo o verdoso, adornado por espuma o calmo.

Una mañana, vigiladas por Urna, recogimos crustáceos y moluscos entre las piedras.

—Eres muy joven —oí a mi lado.

Levanté la vista de la arena bañada por las olas y distinguí a Romila, no la había visto desde que cuidó mis heridas tras los tormentos de Lubbo. Ella quería hablar conmigo.

—¡Quién tuviera tus años! —dijo mientras se esforzaba en seguir el paso de las otras.

Sonreí.

—No soy tan joven, ya he cumplido dieciséis.

—Yo también fui joven y no era fea, pero no tan bonita como tú. Tienes un cabello dorado precioso y ser tan hermosa, aquí, no es bueno, siempre sacrifican a las hermosas.

Al ver mi expresión asustada, la vieja me hizo un guiño.

—Por eso yo sobrevivo. —Rió—. No te asustes, puedes sobrevivir si tienes algo que agrade a Lubbo, o bien asustarle con algún tipo de superstición. Yo sobrevivo por eso.

—¿Por qué?

Me hizo un gesto de complicidad.

—Lubbo está convencido de que el día que yo muera, él me seguirá. Estamos bajo las mismas estrellas y su padre y mi padre fueron de la casta de los hechiceros, por eso no se atreve a hacerme nada y puedo decirle todo lo que quiera.

Miré a Romila, su rostro me resultó agradable, con su fina nariz aguileña y la cara surcada de arrugas sin fin. Romila se inclinaba hacia la arena a recoger moluscos y los introducía en un pliegue de su ropa. Detrás de nosotras, faenaban Verecunda y Urna, mis compañeras.

Había llegado a apreciarlas. Verecunda era goda, pero no era una goda de alta alcurnia. Su condición era más bien modesta, procedía de un poblado de campesinos que se había asentado en la meseta. Verecunda no era hermosa, con un pelo rojizo siempre fosco, la cara picada de viruelas y los dientes mellados; pero sus ojos azul apagado eran amigables y leales.

Se situó junto a nosotras.

Yo susurré:

—Romila dice que en el solsticio sacrificarán a una de nosotras.

—No siempre lo hacen —dijo Vereca—, algún año sacrificaron caballos blancos o alguna vaca.

—Pero ahora están en guerra y necesitan todos los animales —dijo Romila.

—No le hagas caso a Romila —me tranquilizó Verecunda—, le gustan los sacrificios humanos más que a Lubbo.

Al oír la acusación Romila enfureció.

—¡Eso es mentira! —chilló con voz destemplada y algo temblona—. ¡A ver! ¿Quién se enfrentó con Lubbo para evitar que mataran a la última si no yo?

—Eso sí que es verdad, eres la única que sabe enfrentarse con Lubbo.

Romila siguió charloteando, y yo me alejé con Verecunda.

—Ten cuidado, Jana —me dijo la goda—, Romila está loca y dicen que juega a dos bandos, es una espía, no le cuentes nunca nada. Sin embargo, escúchala, ella es la que más conoce a Lubbo y las costumbres de los tiempos antiguos.

Entendí que no me convenía fiarme de nadie, aunque por sus expresiones Romila pareciera benigna hacia mí, podía ser peligrosa. Callé e intenté escaparme del mar. Las olas me arrastraban. Reí con las mujeres más jóvenes, jugábamos a escapar de la marea y siempre nos alcanzaba. Las olas estallaban sobre la playa y el oleaje era intenso. A lo lejos divisamos un navío de velas blancas.

Aceleré el paso y me puse a correr con las otras chicas. El tacto del agua fría me hizo recordar la fuente en Arán, pensé en mi secreto, y de pronto recordé que al depositar la copa había notado el frío de un metal y la sensación de tocar piedras preciosas. Me detuve al recordar aquello pero pronto seguí corriendo, y empujé a Verecunda, que se asustó. Siempre se asustaba ante lo imprevisto.

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