LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (41 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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Calvi esbozó una fría sonrisa muy especial. Entonces todos bailarían a un son muy distinto, pensó, cuando llegara ese día. Ya no sería Calvi el chiquillo, Calvi el chico inexperto e imberbe, Alto Margrave sólo de nombre, al que todos trataban como si fuera poco más que un estorbo que debía ser soportado en aras del protocolo. Tendría poder; poder verdadero y no sólo las galas sin valor de un título antiguo. Lo usaría, desde luego. ¡Dioses, cómo lo usaría! Tirand Lin, Shaill Falada, Karuth Piadar y todos los demás —la lista se hacía cada día más larga en su cabeza— que lo habían despreciado, insultado, o llevado la contraria de la manera más insignificante: se ocuparía de ellos, y su imaginación ya trabajaba febrilmente ante aquella perspectiva. Sobre todo disfrutaría con la humillación de Tarod del Caos. Porque aquella noche en el Salón de Mármol, cuando Karuth lo había desafiado y había invocado a los dioses del Caos, Tarod había sido el artífice de una amarga humillación que Calvi no olvidaría jamás, y Calvi lo odiaba por eso. La verdad era que él se lo había buscado, y desde el punto de vista de Tarod no había sido nada más que una reprimenda ligera aunque necesaria. Pero nada conseguiría que Calvi viera las cosas de esa manera. Ansiaba vengarse del dios de negros cabellos, e Ygorla le había prometido concederle ese deseo.

Pero, mientras permanecía echado en la cama a su lado, acariciándole ociosamente con una mano la espesa cabellera, se dio cuenta de que incluso entonces, incluso cuando Tarod y sus antiguos compañeros hubieran pagado su arrogancia y hubieran sido hundidos, quedaría una cuenta por ajustar. De pronto frunció el entrecejo y se sentó; su cuerpo se puso tenso involuntariamente y su buen humor se vio turbado por una punzada de frustración. Por mucho que odiara a Tarod, había alguien a quien odiaba todavía más: Ailind del Orden, y con él todo lo que representaba. Ni se le pasó por la cabeza preguntarse por el hecho de que tan sólo hacía unos días era un firme aliado de la causa del Orden. Aquello pertenecía a otra vida y era del todo irrelevante. Si pudiera satisfacer una ambición, una sola, pensó Calvi, escogería ver roto el poder de Ailind y ver su arrogante suficiencia hecha pedazos sin remedio. Pero los señores del Orden estaban fuera del alcance incluso de Ygorla…

¿O no lo estaban?

La idea se le ocurrió de forma tan repentina que lo asustó. Durante varios segundos, mientras la extraordinaria idea calaba en él, no movió ni un músculo sino que permaneció sentado contemplando las colgaduras de terciopelo que envolvían los pilares de la cama. Entonces, bruscamente, saltó de la cama y se acercó a la adornada mesilla de noche de Ygorla, donde había una jarra de hidromiel y otra de vino, junto a dos copas cargadas de joyas. Llenó con las dos jarras una de las copas —el vino y la hidromiel eran un cóctel terrible que desde hacía poco le gustaba mucho— y, dejándose caer en el taburete con asiento forrado de seda, bebió varios tragos en rápida sucesión. Su reflejo lo contemplaba desde el gran espejo de Ygorla: un rostro joven y atractivo pero con nuevos rasgos duros que le conferían un aire cruel, y sombras de depravación bajo los ojos azules, que parecían contener inhumanas y frías profundidades. Tras su imagen, el espejo mostraba también la figura yacente de Ygorla, voluptuosa y de piel blanca, con el cabello como una cascada negra, y Calvi sintió un arrogante orgullo nacer dentro de sí a medida que la idea, la increíble suposición, comenzaba a cobrar forma en su mente. Y, cuanto más lo pensaba, y cuanto más vino e hidromiel bebía, y cuanto más contemplaba a su amante dormida en el espejo, menos increíble le iba pareciendo la suposición. Al fin y al cabo, ¿no era Ygorla invencible? Había conquistado un mundo entero sin utilizar más que una cantidad nimia de su poder. Había atrapado a los señores del Caos y los tenía impotentes, en sus garras, o casi tan impotentes que no existía diferencia. ¿Cómo iba a desafiarla cualquier fuerza del universo si ella decidía tomar el último bastión y realizar la conquista definitiva…, la conquista del mismísimo reino del Orden?

Calvi vació su copa y la llenó de nuevo, el rostro ansioso y con una extraña y codiciosa luz en los ojos.

No recordaba sus sueños. No sabía nada de las fuerzas elementales que se le habían acercado mientras dormía y que hábil pero sutilmente habían manipulado los niveles más profundos de su mente inconsciente. Nada sabía del titánico poder que había motivado a aquellos elementales, prometiéndoles la oportunidad de vengarse de su mayor torturadora si renunciaban a su existencia independiente durante un cierto tiempo y cumplían las órdenes de los dioses. Pero las semillas que Ailind y Aeoris habían sembrado en el fértil terreno de su imaginación estaban arraigando, y sus pensamientos comenzaban a desbocarse. Ygorla hablaba de una nueva era del Caos, pero ¿por qué detenerse ahí? El Caos constituía sólo la mitad de los dominios de los dioses. Y, mientras Aeoris y los suyos gobernaran en el reino del Orden, la supremacía de Ygorla no sería completa. Pero si el Orden también cayera aplastado bajo sus pies… Calvi soltó una áspera risotada de placer ante la idea de semejante cambio de situación, ante una venganza soberbia y adecuada contra Ailind y sus hermanos.

—¿Calvi? —La voz de Ygorla lo sobresaltó, y al volverse la vio despierta y sentada en la cama. Sus ojos mostraban una mirada penetrante y casi desconfiada, aunque sus labios sonreían con dulzura, como siempre—. ¿Qué haces ahí, hombre dorado?

Calvi se levantó, satisfecho al ver cómo ella paseaba su mirada, apreciativamente, por su cuerpo desnudo. Cogió la copa, se acercó a la cama y se entregaron a un largo y ardiente beso, antes de que ella lo apartara y lo mirara de nuevo, inquisitivamente.

—Estás tramando algo, querido. No intentes engañarme. Te conozco demasiado bien.

—Es verdad —reconoció él y, girando la cabeza, le lamió la muñeca y subió por el brazo hasta el codo—. Y estoy tramando algo. Una idea…, una idea increíble, magnífica, que te encantará. ¿Quieres saber de qué se trata o prefieres que me la guarde para más tarde?

Ygorla enredó sus dedos en el cabello de Calvi. Aflojó los brazos lo suficiente para permitirle que se inclinara y la besara otra vez, y entonces le mordisqueó el labio inferior cuando sus bocas se encontraron.

—Te advierto, querido, que no me gusta esperar —le susurró al oído—. Si continúas burlándote, tendré que morderte. Así que será mejor que me lo cuentes todo ahora, ¿no crees?

Calvi se rió por lo bajo, acariciando sus cabellos con la nariz. Luego, fríamente y sin rodeos, se lo contó.

Ella se sentó sobre los talones y lo miró sorprendida. Durante casi un minuto reinó el silencio. Entonces entrecerró los ojos y dijo en un tono de voz peculiarmente grave:

—¿Apoderarme del reino del Orden…?

—Sí.

Ygorla se pasó la lengua por el labio inferior.

—¿Y para qué querría hacer una cosa semejante…?

Calvi esbozó una sonrisa lobuna.

—Sencillamente, amor, porque podría ser tuyo si quisieras —respondió, cogiéndole las manos—. ¿Por qué habría de contentarse tu ambición con el dominio del Caos? Eres invencible. Lo sabes, lo has demostrado. ¿Por qué, entonces, contentarte con gobernar el Caos, sabiendo que queda un poder que se te opone? ¡Tu supremacía debería ser total!

Ygorla lo miró, mientras su mente se movía rápidamente por aquel territorio nuevo e inexplorado. Se preguntó cómo se le había ocurrido esa idea. La respuesta le vino enseguida y soltó una suave risa.

—Mi dulce Calvi, ¿realmente odias tanto a Ailind?

—¡Sí! —Sintiéndose picado por lo que tomó como un reproche, quiso justificarse—. ¡Odio a Ailind del Orden tanto como odio a Tarod del Caos! Es tu enemigo, mi preciosidad; él y sus hermanos, y su señor miserable, Aeoris. Eso ya es suficiente para que desee verlos pisoteados, y cuando pienso…

—Y cuando piensas en cómo se ha atrevido a tratarte Ailind desde que vino a este mundo, quieres vengarte todavía más —concluyó sonriente—. Oh, no pienses ni por un instante que ése es un motivo insignificante. ¡Es una razón espléndida y la admiro!

La verdad es que no sólo lo admiraba, estaba muy impresionada. Sabía que, bajo su tutela, Calvi estaba librándose con rapidez de las cadenas del pensamiento y la acción convencionales, que tanto lo habían estorbado en el pasado. Pero aquello… Ni siquiera a ella se le había ocurrido semejante posibilidad. Su mente corría desbocada, construía visiones, y de pronto sus ojos comenzaron a brillar codiciosamente a medida que las visiones se hacían claras. Controlar no sólo el Caos, sino también el Orden; hacer que el arrogante Aeoris y su hermano presumido y bobalicón, Ailind, cayeran de rodillas ante ella… sería un triunfo mayor incluso que la conquista del Caos, porque, como le había recordado Calvi, los señores del Orden eran sus enemigos de una manera en que Yandros y los suyos no lo eran. Podía subyugar a los dioses del Caos y manipularlos a voluntad, pero en el reino del Orden podría poner en práctica un juego bien distinto.

—No es sólo el odio hacia Ailind lo que me impulsa. —Calvi le apretó las manos con más fuerza y su voz adquirió un tono apremiante—. Piensa, amor mío…, piensa en lo que podría suceder si los dioses del Orden no son subyugados. Vas a iniciar una nueva era del Caos. Pero, cuando nazca esa nueva era, ¿qué harán Aeoris y sus hermanos? No se contentarán con permanecer temblando en su reino. Reunirán a todas las fuerzas del Orden contra ti.

Ella se rió.

—Querido, veo que tienes madera de excelente estratega. Pero voy por delante de ti. Claro que Aeoris hará eso. Lo sé desde el principio. Pero él y sus débiles hermanos no pueden abrigar esperanzas de derrotarme. Si controlo este mundo y el mundo del Caos, ¡se verán impotentes frente a mí!

—Sí. Pero piensa en lo que ocurrió en los días antiguos, los días anteriores al Equilibrio. —La boca de Calvi se torció cínicamente—. ¿No nos vimos obligados durante largos y terribles años a aprender el catecismo? Los señores del Caos fueron desterrados, pero regresaron, desafiaron al Orden y salieron triunfantes. Sin el control del reino del Orden, podrías desterrar a Aeoris, igual que él desterró a Yandros, en un abrir y cerrar de ojos. Pero sólo podrías hacer eso. Pero, si además del Caos hubieras conquistado el Orden, no tendrías que pensar en la posibilidad de su regreso, ¡porque podrías aniquilarlos!

Ygorla hizo una pausa y cayó súbitamente en la cuenta de que, al menos en eso, los pensamientos de Calvi habían ido por delante de los suyos. De niña, ¿no había pasado día tras día sentada en la odiada clase de la residencia de la Matriarca, escuchando las áridas y aparentemente interminables lecciones de la hermana Corelm Simik? Calvi tenía razón. Aunque Aeoris y sus hermanos fueran expulsados muy lejos del mundo mortal, usarían todos sus trucos en un intento de regresar, tal y como había hecho Yandros un siglo atrás. Sus intentos fracasarían, claro está —desechaba con desprecio cualquier otra posibilidad—, pero sería mucho mejor eliminarlos completamente. Si pudiera derribar a Aeoris y aplastar su poder de una vez por todas, el reino del Orden incluso dejaría de existir.

Pero entonces una corriente de frío realismo atravesó su mente como si fuera la hoja de una espada. Deseaba aquello. Sentía el ansia cosquilleante de aquella nueva ambición, como un animal hambriento en su interior. Pero no era posible. Tenía los medios para doblegar al Caos, pero no tenía poder semejante sobre los señores del Orden. Aunque la idea era espléndida, no podía llevarse a cabo.

Se sintió sumida en la frustración, y, soltándose de Calvi, saltó de la cama para pasear por la habitación. Su voz sonó dura e irritada.

—¡No puede hacerse! ¡No puede hacerse!

En otra dimensión, sin que ninguno de los dos lo supiera, las fuerzas elementales se movieron y alteraron, y la sutil influencia que había dado forma a los sueños de Calvi tocó de nuevo su mente desprevenida. Calvi aspiró aire con fuerza y dijo:

—Creo que sí se puede.

Ygorla se paró en seco. Daba la espalda a Calvi y su actitud era tensa.

—¿Cómo? —Esa única palabra iba cargada de explosiva tensión. Hubo una pausa antes de que Calvi hablara.

—Haciéndoles chantaje, igual que has hecho con el Caos. ¡Apoderándote del alma de un señor del Orden!

Absorta por su hirviente frustración, Ygorla estuvo a punto de interrumpirlo y desechar sus argumentos, pero de repente lo comprendió. El alma de uno de los hermanos de Aeoris, o incluso la del mismo Aeoris… ¿Sería posible? Su pulso se aceleró y se lamió los labios en un gesto nervioso, sintiendo casi temor de desengañarse al poner a prueba la idea.

—Yo… —Se calló y reflexionó. ¿Tenían sus almas la misma forma que las de los señores del Caos? No lo sabía. Pero podía descubrirlo. Podía usar a sus esclavos elementales. Los elementales escapaban a la jurisdicción de los dioses y podían moverse en sus mundos sin despertar sospechas. Podía enviarlos al reino del Orden so pena de destruirlos, y ordenarles que hicieran lo que su progenitor había hecho en el Caos: descubrir dónde se ocultaban las almas de los grandes señores y volver con esa información. Podían hacerlo y no se atreverían a traicionarla.

Pero, incluso si lo conseguía (no, dijo una parte de ella, no «si lo conseguía» sino «cuando lo consiguiera»), ¿cómo podía tener esperanzas de poner las manos sobre semejante gema? Los elementales ya no le servirían. No tenían el poder para transportar objetos físicos entre dimensiones. Ygorla frunció el entrecejo, consciente de que Calvi seguía mirándola, tenso y aguardando. Calvi creía que podía hacerlo y quería que lo hiciera, que llevara a cabo la demostración definitiva de su poder y su supremacía. Ygorla también quería. Pensó en su padre acobardado y asustado, Narid-na-Gost, y pensó en Ailind con su arrogante y fingido desinterés, y pensó en todos los despreciables mortales que correteaban como ratas intentando morderse sus propias colas en sus esfuerzos por vencerla, y de pronto se percató de que nunca había deseado algo en la vida con tantas fuerzas como aquello. El Caos y el Orden. El poder absoluto, sin nada ni nadie que se le opusiera. Oh, sí, pensó. Oh, sí. Pero ¿cómo conseguir la gema…?

Y entonces, como la luz surgiendo en un horizonte oscuro, Ygorla se acordó de la Puerta del Caos.

Capítulo XX

E
l elemental comenzó a chillar en un tono agudo y suplicante.

—¡Señora, perdonadme la vida! ¡Perdonadme la vida y os serviré fielmente para toda la eternidad, del mismo modo que intento serviros ahora! ¡No puedo hacer nada más! ¡No puedo hacer nada más!

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