Su mirada se cruzó con la de Ailind, al otro lado de la estancia, durante un momento. La breve alianza entre los dos ya era cosa del pasado. Surgida de la necesidad, había cumplido su cometido y ahora era redundante, y las relaciones entre ambos señores habían vuelto al estado acostumbrado de distanciamiento y desconfianza cargada de desprecio. Por un momento, Tarod estuvo a punto de lamentarlo, porque no cabía duda de que las fuerzas combinadas del Caos y el Orden resultaban formidables, y que, mientras se mantenían en un estado de pugna constante, se malgastaba una enorme cantidad de energía potencial. Eso resultaba doblemente irónico cuando pensaba en la naturaleza del problema que los había obligado a cooperar, pero el pequeño impulso de compañerismo hacia Ailind no duró. Ailind, se recordó Tarod, estaba sujeto a la voluntad de su gran hermano Aeoris, y el objetivo de Aeoris era acabar con las restricciones que le habían sido impuestas con el Equilibrio y recuperar su antigua supremacía sobre el Caos.
Eso llevó a Tarod a especular acerca de cuál sería el siguiente movimiento de Ailind. No se hacía ilusiones en el sentido de que los acontecimientos de la noche anterior hubieran hecho vacilar la lealtad de Tirand Lin para con sus señores del Orden, y el Sumo Iniciado probablemente sería un conspirador dispuesto, si no totalmente informado, en el intento del Orden de arrancar la gema del Caos a Ygorla y utilizarla para sus propios fines. Habría que vigilar a Tirand, pensó Tarod. Era una lástima que él y Karuth siguieran sin apenas dirigirse la palabra, porque la influencia de ella sobre su hermano podría haber resultado útil. Pero existían otros medios y otros caminos. Y una idea en particular, que se le había ocurrido anoche, al ver entrar juntos en el Castillo a Strann y Karuth, podría resultar muy valiosa…
Aunque los acontecimientos de las últimas horas habían acabado con la amenaza de guerra abierta entre los habitantes del Castillo, no podían borrar las profundas divisiones esenciales que existían entre los seguidores del Caos y del Orden. A medida que avanzaba el día, resultó claro que, aunque se habían dejado de lado las diferencias ante el enemigo común, existía poco acuerdo entre los dos bandos en la cuestión de cómo debían combatir la amenaza que Ygorla representaba. Y, en cuanto a los siete que habían acompañado a los dioses en su viaje a la provincia de Han, existían otras dificultades, más personales, con las que tenían que cargar.
El más afectado de todos ellos era Calvi. Cuando todavía le faltaban varios meses para cumplir los 23 años, era, como le dijo la Matriarca a Tirand en privado, demasiado joven e inexperto para el papel que se le había impuesto desde el asesinato de su hermano. Calvi tenía un alma sensible, se emocionaba y se ofendía con facilidad, y, si bien tenía un carácter alegre innato, eso no bastaba para sobreponerse al efecto que en su espíritu había causado cuanto había ocurrido. Shaill decidió que no sería discreto añadir que las penas de Calvi se habían visto empeoradas por el pequeño incidente con Karuth al regresar por el Laberinto. Sabía muy bien que Calvi estaba enamorado de Karuth, que lo había estado desde hacía años. Dudaba que él hubiera llegado a considerar la posibilidad de que pudieran convertirse en amantes, porque no era ese tipo de devoción, pero llevaba largo tiempo albergando un sentido de la posesión hacia ella que iba más allá de la simple amistad. La fidelidad de Karuth al Caos —y en especial a Tarod, por quien Calvi parecía sentir un intenso odio sin razón aparente— ya había expulsado al joven Alto Margrave de lo que a él le parecía su lugar de preferencia en el círculo de Karuth; ahora se enfrentaba con otro rival, mucho más importante en su afecto, en la persona de Strann. Y Calvi era celoso.
Shaill sospechaba que Tirand también era consciente del sentimiento fuera de lugar de Calvi, pero tuvo buen cuidado de no tocar el tema. El Sumo Iniciado no hacía nada por ocultar su desprecio por Strann, y el cariño que por él sentía su hermana lo irritaba claramente. Pero no podía hacer nada. Habiéndola repudiado, tanto como hermano como Sumo Iniciado, ahora no podía abrigar la esperanza de influir en ella, y no era tan estúpido como para intentarlo.
Karuth sabía que era el centro de atención de muchos escrutinios y especulaciones, pero por el momento se negó a pensar en ello. El súbito cambio en su relación con Strann la había dejado sin aliento, confusa, incluso un tanto traumatizada, y necesitaba una oportunidad para asimilar sus sentimientos y también para ganar confianza en los de Strann. Él le había dicho que la amaba, y ella le creía. Pero aun ahora, aun después de la alegría de la primera noche juntos, aun después de que él se mudara de su habitación a los aposentos de ella y que vivieran como pareja, seguía sintiéndose insegura de él e insegura de sí misma. No podía evitar preguntarse si no eran ambos demasiado mundanos, y el esquema de sus vidas particulares demasiado fijo, para que durara aquella felicidad recién descubierta. Pero, fuera cual fuese la verdad, fuera lo que fuese lo que les reservara el futuro, quería aferrarse a aquello, y conservarlo, mientras pudiera.
Aquella noche, Ailind convocó al triunvirato en sus aposentos. Ya era hora, dijo, de hacer los preparativos finales para el recibimiento que el Círculo daría a la usurpadora, y tenía ciertas instrucciones que quería que los tres líderes comunicaran a sus subordinados.
A Tirand no acababa de gustarle la insistencia del señor del Orden en que, aparentemente, se recibiera a Ygorla en el Castillo con los brazos abiertos, y lo que había visto en Hannik no había hecho sino acrecentar sus dudas. Temía que la supuesta trampa, de cuya naturaleza Ailind no había dicho nada todavía, pudiera volverse con demasiada facilidad en su contra y que la situación se tornara ventajosa para Ygorla. Si eso llegara a ocurrir, entonces el Círculo habría entregado el último bastión contra su poder sin ni siquiera una muestra de resistencia. El Sumo Iniciado no era el único en pensar así; muchos adeptos superiores, incluido Sen, compartían sus temores, y hasta Calvi había expuesto su opinión de que el plan suponía un riesgo demasiado grande. Pero a Ailind no le importaban sus opiniones. Había dado unas instrucciones, dijo, y esperaba que se obedecieran. ¿Tenía el Círculo fe en sus dioses o no la tenía?
Tirand se alarmó ante la ominosa pregunta y se apresuró a garantizar a Ailind que su propia fe no había vacilado ni vacilaría jamás. Como Sumo Iniciado, su palabra seguía siendo ley, y se encargaría de que las instrucciones del dios fueran seguidas al pie de la letra. Ahora, sentado incómodamente en el borde de una silla sin almohadillado, en la habitación de Ailind, junto a Shaill y Calvi, escuchó mientras el señor del Orden exponía el curso de la acción que debía seguirse.
Ygorla, tal y como había dicho Tarod, y como el escrutinio de Ailind había confirmado, llegaría a la Península de la Estrella dentro de dos días. Cuando llegara, les dijo Ailind, quería que los tres miembros del triunvirato le dieran la bienvenida con todo el boato que correspondía al título que ella misma se otorgaba; en otras palabras, como si fuera verdaderamente la Alta Margravina.
Al oír aquello, Calvi volvió la cabeza bruscamente y soltó por lo bajo una blasfemia. Los dorados ojos de Ailind lo miraron con fijeza.
—¿Tienes algo que decir, Calvi?
Encorvado en su silla, con los codos descansando sobre las rodillas, Calvi parecía acosado, triste y enfadado.
—Ella asesinó a mi hermano, quien era el verdadero Alto Margrave, y usurpó su puesto en el trono de la Isla de Verano, ¿y ahora decís que debo doblar mi rodilla ante ella como si fuera su verdadera heredera? —Su voz era grave y dura.
—Sí, eso es lo que digo.
Calvi sacudió la cabeza.
—No lo haré, mi señor. ¡No puedo!
Ailind lo miró ceñudo.
—Entonces, ¿además de débil eres estúpido? —Calvi alzó la cabeza, pero, antes de que pudiera protestar, el dios prosiguió—: ¡No tengo tiempo para los idiotas, Calvi Alacar, ni para los chiquillos arrogantes que se atreven a cuestionar la sabiduría de quienes son mejores que ellos! ¡Estás aquí porque las circunstancias te han colocado en un puesto de responsabilidad, pero esas circunstancias me gustan tan poco como a ti! Ya has demostrado ser una carga más que una ayuda. ¡No pongas más a prueba mi paciencia creyendo ni por un instante que tu rango, totalmente teórico, te concede una autoridad que no estás preparado para ejercer!
Shaill se quedó con la boca abierta ante la completa injusticia de aquella afirmación, y Tirand se mostró visiblemente afectado. Calvi miró al señor del Orden durante unos segundos, el rostro helado. Luego, con un movimiento convulso que hizo resbalar su silla sobre el suelo sin alfombrar, se levantó. Sus mejillas estaban rojas como si la piel se hubiera quemado, pero no dijo nada. Las palabras le fallaron, e, incluso si hubiera sido capaz de expresar sus sentimientos, no se habría atrevido a hacerlo delante de Ailind. Sólo en sus ojos se atisbaba algo de su furia y su humillación; se volvió, caminó a ciegas, con paso inseguro, hacia la puerta y salió de la habitación. Shaill se puso en pie, con intención de ir tras él, pero Ailind intervino secamente.
—Siéntate, Matriarca.
Ella se volvió, con expresión de enfado y asombro.
—Mi señor…
—Señora, siéntate. No conseguirás nada para el chico ni para ti si corres tras él para secarle las lágrimas, y nuestro objetivo se conseguirá más rápidamente y sin dilación sin él que nos estorbe.
La Matriarca lanzó una mirada suplicante a Tirand, pero éste se negó a mirarla a la cara. Con algo más de amabilidad, Ailind añadió:
—Calvi tiene que aprender muchas lecciones y una de ellas es la lección de sus propias limitaciones. No podemos permitirnos un eslabón débil en nuestra cadena, Matriarca. —Sus miradas se encontraron, y el dios sonrió tenuemente—. Mímalo después si tu conciencia así te lo pide, pero por el momento tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos.
Shaill no pudo discutir; no habría sabido por dónde empezar. Volvió a sentarse lentamente y Ailind, que la observaba, sintió cierta satisfacción. No cabía duda de que, terminada aquella reunión, Shaill iría a buscar a Calvi, y sin duda las observaciones que acababa de hacer llegarían a oídos del joven. Eso estaba bien. Parecía que las semillas que había sembrado comenzaban a germinar y a echar raíces…
Calvi no se detuvo hasta que alcanzó el ala norte. Entonces, en un pasillo desierto, iluminado únicamente por dos antorchas, que goteaban en sus soportes debido a una ráfaga de aire perdida, aminoró el paso y se detuvo, se volvió de cara a la pared y apretó el rostro contra la fría piedra. Tenía el pulso desbocado y la rabia era hiel amarga y ardiente que le llenaba el pecho.
¿Por qué lo había tratado el señor Ailind de aquella manera? No era la primera vez que probaba el afilado aguijón de la lengua del dios —de hecho, recordaba ahora que la paciencia de Ailind había ido disminuyendo en los últimos días— pero Calvi nunca hubiera imaginado, nunca, que llegara a aquel extremo.
¿Qué había hecho para merecer tan tremendo desprecio? El resentimiento prendió como si fuera fósforo cuando Calvi dio respuesta a su pregunta. No había hecho nada. Había sido un leal servidor del Orden, había apoyado a Tirand y a Shaill; y, si su fuerza era menor, si le faltaba experiencia, dioses, ¿no había hecho todo lo posible? ¿Qué más podían pedirle sino todo lo que pudiera dar?
¿O era eso?, se preguntó furioso. ¿No era más que un crío a los ojos de Ailind, y por lo tanto inútil, sin valor, alguien de quien era mejor deshacerse? Pero, si era así, ¿por qué toda la charada de contar con él al principio? ¿Por qué no se había limitado el dios, que todo lo sabía y al que nada escapaba, a darle unas palmaditas en la cabeza, darle unos juguetes para distraerse, y enviarlo al parvulario para que se sentara junto a los otros niños?
La reacción, combinada con la furia, lo hizo temblar y sentirse físicamente enfermo. Consciente de que con semejante comportamiento no hacía más que alimentar el fuego que Ailind había iniciado, se apartó de la pared, dio un tirón tremendo a su arrugada túnica de lana y se retiró los cabellos de los ojos.
Y vio los gatos.
Estaban sentados a menos de tres pasos, y lo miraban con aquella intensidad inquietante que sus extraños ojos podían expresar de manera tan única. Eran dos, uno gris y el otro negro azabache con las patas blancas.
Calvi se sintió desconcertado, porque siempre había encontrado que los gatos del Castillo se mostraban indiferentes ante él, y, aparte de algún gesto de afecto ocasional, no solía hacerles caso. Pero ahora no cabía duda de que era él, y sólo él, el objeto de su acusado interés. No poseía los talentos extrasensoriales necesarios para comunicarse con ellos, aunque fuera de manera tosca, como podía hacer cierta gente, pero casi podía creer que aquellos dos le tenían simpatía e intentaban hacérselo saber.
Calvi sorbió por las narices, se limpió las mejillas con el dorso de una mano y se agachó.
—Gatitos, gatitos… —dijo en tono engatusador, a la vez que extendía una mano—. Venid. Venid y hablad conmigo. Los dioses saben que me iría bien tener un amigo en este momento.
El gato negro parpadeó, mientras que el gris sacudió la cabeza como si algo lo hubiera irritado. Entonces, bruscamente, ambos giraron las cabezas como si algo nuevo hubiera captado su atención. Calvi alzó la vista y vio que alguien se acercaba. Por un instante no reconoció al recién llegado, pero después el cabello largo y rubio, el rostro anguloso, con la nariz prominente, y el hecho de que llevara la manzón de Karuth, todo eso se le hizo evidente a la vez.
Calvi se enderezó, sintiendo que en su interior algo se endurecía como la piedra. Strann se detuvo.
—Alto Margrave… —Parecía desconcertado. Calvi decidió no hacer caso del hecho de que también parecía preocupado—. ¿Estáis bien?
—Yo… —La voz se le truncó y Calvi se maldijo en silencio. Se recobró y dijo con frialdad—: Sí, gracias. ¿Por qué no habría de estarlo?
Una ligera arruga apareció en el rostro de Strann, pero no discutió. Asintió, hizo una pequeña reverencia y tomó un pasillo lateral que llevaba a la escalera principal. Cuando desapareció, los dos gatos se pusieron en pie y se marcharon en silencio tras él. Calvi los siguió con la vista durante unos instantes. Luego, en voz muy baja, dijo algo duro y furioso, que no sirvió para aliviar las emociones que se agitaban en su interior, y echó a andar en dirección contraria.