Pero la venganza no se había materializado. En vez de eso, de manera típicamente caprichosa, Ygorla decidió de repente no hacer caso de las cobardes quejas de Narid-na-Gost y comportarse como si la última pelea, y todas las demás para el caso, no hubiera ocurrido. Su enfado se apaciguó con su muestra de salvajismo y su sentido del humor volvió con las aterrorizadas reacciones de su corte, y no vio razón para permitir que la amargura de su padre le estropeara el placer que sentía ante la perspectiva de su viaje a la Península de la Estrella y lo que ocurriría después.
Por ello, se había levantado de buen humor para recibir el día de su partida, y, al acercarse a la gran entrada flanqueada por columnas, desechó todos los pensamientos sobre Narid-na-Gost y sus quejas y se concentró con ansia en lo que tenía por delante. Un disgusto nublaba su horizonte, pero era un detalle sin importancia y tan sólo la molestaba superficialmente. Había tenido la esperanza de conjurar un Warp para que la acompañara durante su viaje. Habría sido el toque final perfecto ir montada en su carruaje con el coro de sonidos ululantes resonando a su alrededor como almas condenadas de criaturas inhumanas y las grandes franjas de colores surcando el cielo sobre su cabeza para anunciar su llegada a un acobardado populacho. Pero sus intentos de invocar un Warp habían fracasado, y, tras destruir gran número de elementales en su búsqueda del secreto, reconoció por fin que no podía hacerlo. O, al menos, todavía no. Con el tiempo, pensó. Con el tiempo, y con el control de la Puerta del Caos, y con el dominio sobre otros mundos además de éste, sería un asunto muy distinto.
Salió a la fresca mañana, a la luz del sol que parecía metálica y antinatural, debido a la sombría radiación que caía sobre el palacio. Más sirvientes demoníacos permanecían alineados en la terraza, formando su escolta de honor; tras ellos, hileras de paniaguados la adulaban, haciendo reverencias o aguardando, tal y como se les había dicho, aclamándola al pasar. Su litera, lujosamente adornada, a lomos de cuatro horribles caballos blancos mutantes, estaba lista, con las cortinas de terciopelo azul zafiro recogidas. Ygorla aspiró hondo, absorbiendo la atmósfera, sin importarle lo más mínimo que su esplendor fuera un montaje, alimentado por el terror y no por la alegría. Miró a la estrella de siete puntas, el emblema del Caos del cual se había burlado al engañar con él al mundo, que latía sombríamente sobre las torres del palacio como un presagio.
Cuatro días
, —pensó—.
Sólo cuatro días más. Y entonces, Tirand Lin, ¡veremos si tú y tus hombres del Círculo sois hombres con tripas u hombres de paja!
Al entrar Tarod en el comedor, se escuchó un ruido general de bancos arrastrados y pies en movimiento cuando la gente se puso en pie apresuradamente, en los sitios que ocupaban en las largas mesas. El señor del Caos paseó la mirada por los rostros de los adeptos reunidos para la cena; luego anduvo por el pasillo central en dirección a la chimenea, donde se encontraba sentado Tirand con la Matriarca y con Sen Briaray Olvit.
Tirand se puso en pie al darse cuenta de que era el centro de la atención de Tarod. Su rostro tenía una expresión tensa y agotada, y en sus ojos se advertía una precavida hostilidad. La Matriarca había insistido en llenar su plato de comida, pero casi toda permanecía sin tocar y ya fría; sólo su copa de vino había sido vaciada y vuelta a llenar varias veces. Tarod vio la comida intacta, la botella al lado y, para su propia sorpresa, sintió un leve destello de compasión; pero enseguida éste fue borrado por consideraciones más urgentes. Hizo un breve gesto de cortesía en dirección a Sen y Shaill y habló directamente a Tirand.
—Sumo Iniciado, creo que deberías saber que la usurpadora ha abandonado la Isla de Verano y se dirige hacia el norte.
Los nudillos de Tirand, que con las manos cogía el borde de la mesa, se pusieron blancos.
—Hacia el norte… ¿Viene hacia aquí?
—Sí. No hace falta que preguntes cómo lo sé o si estoy seguro; dalo por hecho.
Tirand estuvo a punto de decir «Dioses…» pero se contuvo rápidamente; ahora nadie utilizaba el viejo juramento, si es que lo recordaban a tiempo. Se humedeció los labios y sostuvo con esfuerzo la mirada de Tarod.
—¿Sabéis cuánto puede tardar en llegar?
—Supongo que cuatro días más o menos. Podría viajar más deprisa si así lo quisiera, pero parece ansiosa por aprovechar al máximo su primera salida al continente.
Tirand frunció el entrecejo.
—Pero no hemos recibido ningún mensaje, ninguna declaración…
—Yo no hubiera esperado otra cosa. Para expresarlo con suavidad, diré que es caprichosa. Es probable que algún tipo de mensajero se presente la víspera de su llegada.
—Sí —asintió Tirand. Sus ojos perdieron concentración y por un instante pareció mental y físicamente paralizado. Después, bruscamente, se enderezó con rigidez—. ¡Debo decírselo a nuestro señor Ailind!
Los labios de Tarod se curvaron en una cínica expresión.
—Creo que descubrirás que ya lo sabe, Sumo Iniciado, pero que ha considerado que no valía la pena informarte. —Hizo una pausa y, transcurridos unos instantes, al ver que Tirand no decía nada, añadió—: Te dejo para que hagas lo que creas conveniente. ¡Oh! Si ves que Ailind no se muestra muy dispuesto a tenerte mejor informado a partir de ahora, tu hermana sabrá casi con toda seguridad dónde encontrarme.
Tirand alzó la cabeza con brusquedad ante aquella última observación, pero Tarod ya se estaba alejando. El Sumo Iniciado cogió su copa y la vació de un trago; luego hizo una rápida reverencia a la Matriarca.
—Por favor, perdonad que os deje tan de repente, Shaill. Debo encontrar enseguida a nuestro señor Ailind… Estoy seguro de que lo comprendéis.
Shaill le lanzó una mirada que, de haber estado Tirand menos preocupado, podría haberlo sorprendido.
—Claro, ve, Tirand, si eso quieres. Pero ¿tiene realmente tanto sentido?
—¿Sentido? —Tirand la miró, asombrado. Sen, que había estado girando un tenedor entre su pulgar e índice, intercambió una mirada con Shaill y movió la cabeza de manera casi imperceptible. La Matriarca lo entendió y dijo:
—No, no tiene importancia. Ve, sí. Me interesará saber qué tiene que decirte el señor Ailind.
El Sumo Iniciado se marchó apresuradamente. Cuando estuvo a una distancia en la que no podía oírlos, Shaill lanzó un profundo suspiro.
—Es joven y sin experiencia, Matriarca —dijo Sen en voz baja.
Ella asintió.
—Lo sé, lo sé. Pero no es sólo eso, ¿verdad?
—Dejadlo en paz un poco más. Debe aceptar esta situación a su manera, igual que hemos de hacerlo todos.
Un destello de humor apareció en la expresión de Shaill, que lo miró penetrantemente.
—¿Qué es esto? ¿El fogoso Sen Briaray Olvit aconsejando precaución? ¡Debes de estar haciéndote viejo, amigo mío!
—Es posible. O quizás estoy aprendiendo algunas lecciones que debería haber descubierto en mi perdida juventud —contestó Sen—. Sea como sea, no creo aconsejable fomentar la disensión.
La Matriarca alzó los ojos para contemplar la escena. Tirand ya había salido por las grandes puertas, pero vio que Tarod seguía en la sala. Los comensales lo observaban mientras avanzaba entre las mesas, y, cuando Shaill vio la mezcla de expresiones en sus rostros, sus sospechas y temores se confirmaron. Entonces comprendió adonde iba Tarod. No había advertido antes un pequeño grupo junto a la ventana, y en particular la presencia de cierto individuo la sorprendió.
De manera
—pensó—
que las corrientes cruzadas han comenzado a fluir, y con más fuerza de lo que esperaba
…
Se puso en pie.
—Sen, ¿me perdonarás si te abandono durante unos minutos? Quiero hablar con alguien.
Sen sonrió.
—Desde luego. ¡Siempre y cuando, claro está, que no se trate de una excusa para escapar de mi compañía! —Ella no respondió al chiste, y Sen frunció el entrecejo—. Shaill… —Entonces se dio cuenta de pronto de lo que ella estaba pensando—. Shaill, seguid mi consejo y dejadlo estar.
Shaill lo miró con expresión seria.
—Me gustaría mucho hacer eso. Sen, pero no creo que pueda. No todo va bien. Y creo que no puedo dejarlo estar por más tiempo.
—Strann. Me sorprende verte aquí.
Strann alzó la vista al oír su nombre y palideció.
—Mi señor… —Torpemente se levantó y volcó una jarra. El vino se derramó sobre la mesa, cayó por el borde, y empapó la falda de Karuth antes de que ésta pudiera evitarlo. Tarod contempló los cuatro rostros afligidos y, sin hacer caso del charco que se estaba formando en el suelo, se sentó en un extremo del banco. Inmediatamente, los dos compañeros de Strann y de Karuth —una mujer cuya capa marrón indicaba que era una adepto de tercer nivel y un hombre algunos años más joven— comenzaron a apartarse de la mesa. Sus ojos, advirtió Tarod, mostraban asombro y miedo, pero bajo esas dos emociones había una tercera: reverencia. El señor del Caos les sonrió.
—No os marchéis por mí —les dijo—. Como ya sabe Karuth, no tengo tiempo para formalidades.
El hombre tragó saliva.
—Gracias, mi señor —repuso—, pero no deseamos entrometernos. Sencillamente, estábamos pasando el rato. Con vuestro permiso os desearemos a todos buenas noches y nos iremos. —Miró a Strann y a Karuth—. Gracias por vuestra compañía.
Cogió del brazo a la mujer y ambos se alejaron. Tarod los siguió con la mirada durante unos instantes; luego sus oscuras cejas se enarcaron casi imperceptiblemente.
—Resulta un cambio agradable encontrarse con alguien que tiene un cierto grado de serenidad —comentó—. ¿Quién es?
—Se llama Neryon Vargo —contestó Karuth—. Se graduó como maestro hace unos cuantos años y ha permanecido aquí como tutor.
—Y, si no se anda con un poco más de cuidado —intervino de repente Strann—, ¡corre el riesgo de convertirse en el difunto Neryon Vargo dentro de pocos días!
—¡Strann! —siseó Karuth, y Tarod fijó su inquietante mirada de ojos verdes en el músico. Advirtió enseguida que Strann estaba borracho, lo bastante borracho para perder algunas de sus inhibiciones y con ello decir lo que pensaba incluso delante de un dios.
—¿Qué quieres decir con eso, Strann
Narrador de Historias
? —inquirió.
El uso deliberado de su antiguo título, aunque no fuera oficial, paró en seco a Strann. Miró a Tarod a los ojos, y se sentó de golpe.
—Perdonadme —se disculpó, controlando la voz con cierta dificultad—. He hablado fuera de lugar.
—Eso no es nada nuevo, por lo que sé de ti. Dime qué querías decir, Strann.
Strann se apoyó en la mesa y entonces se dio cuenta de que había puesto los antebrazos justo sobre el vino derramado. Maldijo por lo bajo, pero la metedura de pata sirvió para despejar el atontamiento del alcohol y cuando, después de escurrir el vino de sus mangas, miró de nuevo a Tarod a los ojos, su expresión y su mente eran más claras.
—Posiblemente estoy exagerando la amenaza, mi señor, pero tengo la desagradable sensación de que dentro de poco habrá problemas en el Castillo —dijo.
—Entiendo. —La expresión de Tarod no se alteró—. ¿Y cómo serán esos problemas, según tú?
Strann mostró una expresión desgraciada.
—Es difícil encontrar la mejor manera de decirlo, pero… bueno, quizá Neryon Vargo y su amiga adepto hayan sido los primeros en hablar con nosotros, pero no son los únicos. Tanto Karuth como yo estamos encontrándonos con gestos amigables. Quieren que yo les cante canciones y les cuente historias, y quieren hacerle a Karuth un montón de preguntas. No abiertamente, desde luego; todavía son muy cautelosos. Al fin y al cabo, sólo han transcurrido tres días desde… bueno, desde…
—¿Desde que mi llegada les dio la libertad para escoger a quién adoraban?
—Eso, sí… pero hay más. Ahora que la gente ha tenido algo de tiempo para pensar con claridad, cada vez son más los que empiezan a sentir que fueron engañados por Ailind, y que se resienten por ello. No confían en él, y… ya he dicho esto antes delante de Karuth, por lo que lo diré otra vez… no confían en quienes lo apoyan, incluido el Sumo Iniciado. Creen que el Caos ha actuado de manera más honorable que el Orden, y están dispuestos a decirlo.
Dos jóvenes pasaron junto a su mesa en aquel instante. Tenían el aspecto de haber bebido demasiado vino, y uno se apoyaba pesadamente sobre el hombro del otro, mientras se dirigían hacia las puertas con paso vacilante. Estaban demasiado ocupados con el problema de mantenerse en pie, de forma que ni siquiera advirtieron la presencia de Tarod. Karuth los vio pasar tambaleándose; luego se inclinó hacia adelante y habló ansiosamente, sin abandonar el tono quedo de voz.
—Ha habido peleas entre los estudiantes, mi señor Tarod. Se están formando facciones, y un par de los choques han sido ya lo suficientemente importantes como para hacer necesarias medidas disciplinarias. Hasta el momento sólo han sido palabras duras y algún puñetazo, pero, si los ánimos siguen soliviantándose, pronto podría ser peor.
Tarod asintió. Karuth y Strann no hacían más que confirmar las señales que había advertido durante los dos últimos días. La mayoría del Círculo seguía apoyando a Tirand, y los adeptos más conservadores seguirían haciéndolo, aunque sólo fuera porque creían que el deber los obligaba a tomar partido por su Sumo Iniciado y sostener sus decisiones como un asunto de principio. Pero las voces disidentes crecían en número y en volumen, y, a medida que la gente se iba dando cuenta de que los poderes del Orden y del Caos estaban igualados dentro del Castillo y que ninguno llevaba ventaja, las hostilidades entre ambos bandos comenzaban a mostrarse más públicamente. Tarod había escuchado discusiones entre criados, estudiantes y adeptos, había sentido cómo se iba cargando la atmósfera dentro de los muros del Castillo, haciéndose más tensa con cada hora que transcurría, y no pudo evitar un suspiro ante la estupidez de los mortales. ¿Es que no tenían bastante con la amenaza que representaba la usurpadora? ¿Debían buscar también motivos para pelearse entre ellos, en vez de intentar resolver sus diferencias o al menos aprender a aceptarlas y sobrellevarlas?
—Strann ya predijo esto —dijo Karuth—. Pero nunca imaginamos que ocurriría con tanta rapidez, o que las opiniones y actitudes de la gente se volverían tan enconadas.
—La tensión está en la raíz de todo —añadió sombríamente Strann—. El estar a la espera de alguna palabra del sur, o de noticias de cualquiera de las provincias está atacando los nervios de la gente. Es como un gas peligroso que se estuviera concentrando en una mina; si no encuentra salida por donde escapar, entonces, antes de que pase mucho tiempo, bastará con una chispa para provocar una explosión.