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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La princesa de hielo (32 page)

BOOK: La princesa de hielo
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D
udaba de que su nivel de alcoholemia fuese el permitido por la ley, pero a Patrik aquello no lo preocupaba demasiado en aquel momento. Conducía algo más despacio que de costumbre, por si acaso; pero puesto que, mientras gobernaba el volante, iba marcando distintos números de teléfono y hablando por el móvil, resultaba discutible que aquella reducción contribuyese demasiado a la seguridad vial.

Llamó en primer lugar al canal de televisión TV4, donde le confirmaron que la serie
Mundos separados
se había anulado de la programación del viernes 25, a causa del partido de hockey. Después, llamó a Mellberg que, como él ya se esperaba, quedó más que satisfecho ante la noticia y ordenó que volviesen a arrestar a Anders de inmediato. Con la tercera llamada obtuvo la confirmación que necesitaba y, acto seguido, se dirigió a la urbanización donde vivía Anders. Estaba claro que Jenny Rosen debía de haberse confundido de día, error que los testigos solían cometer.

Pese a la excitación que le producía el posible cambio de rumbo del caso, no era capaz de centrarse por completo en su misión. Su pensamiento recalaba constantemente en la persona de Erica y la noche que habían pasado juntos. Se sorprendió con una amplia sonrisa bobalicona mientras los dedos, como con voluntad propia, tamborileaban una cancioncilla sobre el volante. Sintonizó una emisora de radio en la que daban viejos clásicos y enseguida se oyeron las notas de
Respect
, de Aretha Franklin. Aquella alegre melodía se adaptaba perfectamente a su estado de ánimo, así que subió el volumen. Cuando se acercaba el estribillo, él cantaba también a voz en grito al tiempo que intentaba bailar sentado. Pensaba que estaba haciéndolo estupendamente hasta que la radio perdió la señal y se oyó a sí mismo vociferar
Respect
. Un cosquilleo más bien desagradable vapuleó sus tímpanos.

Cada minuto de la noche pasada se le antojaba ahora como un estado onírico de embriaguez. Y no sólo por la cantidad de vino que habían bebido. Era como si un velo, un telón nebuloso compuesto por sentimientos, amor y erotismo, cubriese las horas pasadas.

En contra de su voluntad, tuvo que abandonar aquellos recuerdos cuando llegó al aparcamiento de la urbanización. Los refuerzos se habían presentado con inusitada diligencia, de lo que dedujo que estarían cerca de allí cuando él llamó. Al ver los dos coches de policía con las luces encendidas, frunció el entrecejo. Como siempre, habían malinterpretado las órdenes. Él había pedido
un
coche, no dos. Cuando se acercó, se dio cuenta de que detrás de los coches patrulla había una ambulancia. Algo no iba bien.

Reconoció a Lena, la rubia colega de Uddevalla, y se le acercó. La agente estaba hablando por el móvil, pero cuando llegó a su lado oyó que decía «adiós» antes de guardarse el aparato en una funda que llevaba sujeta al cinturón.

—Hola Patrik.

—Qué tal, Lena. ¿Qué ha pasado?

—Uno de los borrachos del pueblo encontró a Anders Nilsson ahorcado en su apartamento —explicó la mujer al tiempo que señalaba con la cabeza hacia el portal. Patrik sintió que se le helaba la sangre.

—¿No habréis tocado nada, verdad?

—Pues claro que no, ¿qué coño te has creído? Acabo de hablar con la central de Uddevalla y me han dicho que enviarán a un equipo para que examine el lugar. También acabamos de hablar con Mellberg, así que me he figurado que venías porque él te había llamado.

—No, yo venía aquí por otro motivo; en realidad, venía a llevarme a Anders para someterlo a un nuevo interrogatorio.

—Pero me dijeron que tenía una coartada, ¿no?

—Sí, eso creíamos, pero se le fastidió. Así que íbamos a llevárnoslo otra vez.

—Pues vaya mierda, oye. ¿Tú qué coño crees que significa esto? Me refiero a que es prácticamente imposible que, de repente, tengamos dos asesinos en Fjällbacka, así que lo más probable es que haya sido asesinado por la misma persona que acabó con la vida de Alex Wijkner. ¿Tenéis más sospechosos, aparte de Anders?

Patrik se retorcía de rabia. En efecto, aquello echaba por tierra todo su planteamiento, pero él se resistía aún a concluir, como Lena, que Anders hubiese muerto a manos de la misma persona que mató a Alex. Desde luego que, desde el punto de vista estadístico, era casi una imposibilidad que no hubiesen conocido un solo caso de asesinato durante decenios y que ahora, de pronto, tuviesen a dos asesinos distintos andando sueltos por Fjällbacka, pero él no estaba dispuesto a excluir lo imposible.

—Bueno, vamos a subir, que le eche un vistazo mientras me cuentas lo que sabes. Por ejemplo, ¿cómo os llegó el aviso?

Lena echó a andar delante de él en dirección a la escalera.

—Pues, como te decía, fue Bengt Larsson, uno de los colegas de botella de Anders, quien lo encontró. Al parecer, vino esta mañana a su casa para empezar a beber con él desde bien temprano. Por lo general, ni siquiera llama a la puerta, sino que entra, simplemente. Y así lo hizo también esta mañana. Cuando entró en el apartamento, encontró a Anders colgado de una cuerda que estaba amarrada al gancho de la lámpara de la sala de estar.

—¿Dio el aviso enseguida?

—Pues lo cierto es que no. Antes se sentó en el umbral del apartamento para ahogar sus penas en una botella de Explorer y no contó lo sucedido hasta que salió la vecina y le preguntó si se encontraba bien. De hecho, fue la vecina quien nos llamó. Bengt Larsson está demasiado borracho para ser interrogado, así que lo acabo de enviar a vuestro calabozo.

Patrik se preguntaba por qué Mellberg no lo habría llamado para informarlo de aquella actuación, pero se resignó y se dio por satisfecho al responderse que los caminos del comisario eran, por lo general, totalmente inescrutables.

Fue subiendo los peldaños de dos en dos y se adelantó a Lena. Ya en la segunda planta, encontraron la puerta abierta de par en par y el apartamento lleno de gente. Jenny estaba en la puerta de su casa con Max en brazos. Cuando Patrik se les acercó, el pequeño empezó a agitar entusiasmado las manos gordezuelas al tiempo que, a través de su sonrisa, le mostraba la hilera de pequeños dientes.

—¿Qué ha pasado?

Jenny sujetó con más fuerza a Max, que hacía lo posible por liberarse de su brazo.

—Aún no lo sabemos. Anders Nilsson está muerto, y poco más sabemos, la verdad. ¿No has visto ni oído nada raro?

—No, no recuerdo nada especial. Lo primero que oí fue al vecino hablando con alguien en el rellano y, al cabo de un rato, acudieron los coches de policía y la ambulancia y mucho escándalo en la calle.

—Pero ¿nada en particular que te llamase la atención durante la noche o esta mañana temprano?

Patrik seguía intentando sonsacarle algo.

—Pues no, nada.

Pero lo dejó, por el momento.

—Bien, Jenny, gracias por tu ayuda.

Le dedicó a Max una sonrisa y le permitió que le cogiese el dedo índice, algo que a Max le resultó tremendamente divertido, pues el pequeño se echó a reír de modo que a punto estuvo de ahogarse. De mala gana, Patrik retiró el dedo y empezó a retroceder despacio en dirección al apartamento de Anders, sin dejar de despedirse de Max con la mano diciéndole adiós con media lengua infantil.

Lena lo aguardaba ante la puerta con una sonrisa burlona en los labios.

—¿Te entran ganas, verdad?

Patrik notó con horror cómo se sonrojaba, lo que dio aún más alas a la sonrisa de Lena. Murmuró algo inaudible por toda respuesta mientras la seguía. La joven se dio la vuelta y le dijo por encima del hombro:

—Pues para que lo sepas, no tienes más que decírmelo. Yo estoy libre y soltera y el tictac de mi reloj biológico suena con tal estruendo que pronto no podré ni dormir por las noches.

Patrik sabía que Lena estaba bromeando, que ésas eran sus bromas insinuantes de siempre, pero no pudo por menos de sonrojarse aún más. Se abstuvo de responder y, cuando entraron en el apartamento, todo atisbo de sonrisa desapareció del rostro de ambos.

Alguien había cortado la cuerda de la que colgaba Anders, cuyo cuerpo yacía ahora sobre el suelo de la sala de estar. Sobre él colgaba aún el trozo de cuerda cortado a unos diez centímetros del gancho al que lo habían atado. El resto seguía alrededor del cuello de Anders, donde Patrik pudo ver la profunda hendidura que la cuerda había provocado en la enrojecida piel del fallecido. Lo que más le costaba ver era el color antinatural que solía adquirir el rostro de los muertos. El ahorcamiento producía un desagradable tono azul violáceo que le confería a la víctima un aspecto rarísimo. La gruesa lengua que apuntaba inflamada por entre los labios también era un rasgo habitual de las personas que morían ahorcadas o ahogadas. Aunque su experiencia de víctimas de asesinato era, por así decirlo, bastante limitada, la policía se las veía cada año con su porción correspondiente de suicidios lo que, a lo largo de su carrera, lo había llevado a descolgar tres cadáveres.

No obstante, en cuanto echó un vistazo a la sala de estar, detectó que había algo en aquella escena que la distinguía claramente de los casos de suicidio por ahorcamiento que él había visto. No había nada a lo que el propio Anders se hubiese podido subir para meter la cabeza por la cuerda que colgaba del techo. En efecto, no había por allí ninguna silla, ninguna mesa. Anders habría estado flotando libremente en medio de la habitación como un macabro móvil humano.

Poco habituado a ver escenarios de asesinato, Patrik avanzaba cauto describiendo amplios círculos alrededor del cadáver. La víctima tenía los ojos abiertos con la mirada helada perdida en el vacío. Patrik no pudo evitar extender la mano para cerrárselos, antes de que llegase el forense. En realidad, ni siquiera deberían haber bajado el cuerpo; pero había algo en aquella mirada petrificada que le conmovía todos los nervios del cuerpo. Tenía la sensación de que los ojos sin vida de la víctima estuviesen siguiendo su recorrido por la habitación.

Se fijó en que ésta presentaba una desnudez insólita y en que los cuadros habían sido retirados de las paredes. Lo único que quedaba eran las grandes marcas dejadas por ellos en la deslucida pintura. Por lo demás, aquella estancia tenía el mismo aspecto de abandono que recordaba de la vez anterior, aunque entonces los cuadros le conferían cierta brillantez. Las pinturas le otorgaban al hogar de Anders un tono un tanto decadente en su combinación de suciedad y belleza. Ahora sólo quedaban la mugre y el deterioro.

Lena no dejaba de hablar por el móvil. Tras una conversación en la que Patrik sólo la oyó responder con monosílabos, la agente cerró de un golpe la tapa de su pequeño Ericsson antes de volverse hacia él:

—Nos mandarán refuerzos de la unidad forense para la inspección del lugar de los hechos. Salen ahora mismo de Gotemburgo. No debemos tocar nada, así que propongo que esperemos fuera, por si acaso.

Ambos salieron al rellano antes de que Lena cerrase la puerta con cuidado para después echar la llave que había encontrado puesta en la cerradura, en el lado interior. Ya ante el portal sintieron el frío acerado. Lena y Patrik movían los pies para calentarse.

—¿Y dónde te has dejado a Janne?

Patrik preguntaba por el compañero de Lena, que debería haber acudido con ella en el mismo coche patrulla.

—Está de BAPHE.

—¿BAPHE?

Patrik la miraba inquisitivo.

—BAja Por Hijo Enfermo. BAPHE. Gracias a tanto recorte presupuestario, no había nadie que pudiese sustituirlo en tan breve plazo, así que, cuando dieron el aviso, tuve que salir yo sola.

Patrik asintió con gesto ausente. Se sentía inclinado a darle la razón a Lena. No eran pocos los indicios de que buscaban a un solo asesino. Cierto que lo peor que un policía podía hacer era sacar conclusiones precipitadas, pero las probabilidades de dos asesinos en un pueblo tan pequeño eran prácticamente inexistentes. Si, además, se sumaba la circunstancia de la evidente conexión entre las dos víctimas, las probabilidades eran aún menores.

Sabían que el viaje desde Gotemburgo les llevaría a los colegas una hora y media, como mínimo, si no dos y, para aguantar el frío, se sentaron en el coche de Patrik y pusieron una emisora de música pop, en grato contraste con el motivo de la larga espera que tenían por delante. Una hora y cuarenta minutos más tarde, vieron llegar al aparcamiento dos coches de policía, y ambos agentes salieron a recibirlos.


P
or favor, Jan, ¿no podemos tener nuestra propia casa? He visto que venden una de las casas de Badholmen. Podríamos ir a verla, ¿no? Tiene unas vistas fantásticas y un cobertizo. ¡Anda, por favor!

El tono quejumbroso de Lisa incrementaba su irritación. Como casi siempre, últimamente. Sería mucho más agradable estar casado con ella si tuviese el sentido común necesario para cerrar el pico y estar mona. Pero, últimamente, ni siquiera sus grandes y firmes pechos ni su redondo trasero le habían hecho sentir que merecía la pena aguantarla. Cada vez se ponía más pesada y, en momentos como aquél, se arrepentía profundamente de haber cedido cuando insistió en lo de casarse.

Cuando le echó el ojo, Lisa trabajaba como camarera en el Röde Orm de Grebestad. Todos los colegas de su círculo empezaron a babear tan pronto como vieron su gran escote y sus largas piernas, de modo que él decidió en el acto que Lisa sería suya. Desde luego, él solía conseguir cuanto quería y Lisa no resultó una excepción. Él no tenía mal aspecto, aunque lo que resultaba decisivo era cuando se presentaba como Jan Lorentz. La sola mención de aquel apellido solía encender una chispa en los ojos de las mujeres; a partir de ahí, tenía el campo libre.

Al principio se obsesionó con el cuerpo de Lisa. Nunca se cansaba de ella y, con insuperable eficacia, logró hacer oídos sordos a las necias observaciones que la joven emitía constantemente con su voz chillona. Las miradas de envidia que observaba en otros hombres cuando él aparecía con Lisa del brazo también incrementaron la capacidad de atracción de la joven. Al principio, sus sugerencias de que debía convertirla en su legítima esposa caían siempre en saco roto y, a decir verdad, su necedad empezaba a minar el poder de sus atractivos; pero lo que resultó decisivo y convirtió en irresistible la idea de hacerla su esposa fue la inapelable oposición de Nelly. Ella detestaba a Lisa desde el día que la conoció y no perdía ocasión de dar a conocer su parecer. Su infantil deseo de rebelión lo había abocado a la situación actual y ahora no podía por menos que maldecir su estupidez.

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