—El paisaje es bastante romántico, ideal para retozar un poco —me dijo—, y no creas que no me apetece, pero si sigues moviéndote así, no tardaremos en tener visita.
—¿Qué clase de visita?
—Pues cocodrilos hambrientos. Ven, no hay que estar demasiado tiempo en el agua, sólo quería refrescarme un poco. Vamos a secarnos fuera y volvamos a las excavaciones.
Nunca he sabido si la historia de los cocodrilos era verdad o si se trataba de un pretexto que tuvo la delicadeza de inventarse para poder volver a ese trabajo que la obsesionaba más que cualquier otra cosa. Cuando volvimos junto a la fosa, Álvaro nos esperaba o, más bien, esperaba a Keira.
—¿Qué estamos desenterrando? —le dijo en voz baja para que los demás no lo oyeran—, ¿Tienes la menor idea?
—¿Por qué pones esa cara? Estás como preocupado.
—Por esto —contestó Álvaro, y le tendió lo que parecía una canica grande.
—¿Esto es en lo que yo estaba trabajando antes de ir a bañarme? —le preguntó Keira.
—La he encontrado a diez centímetros de las primeras vértebras dorsales.
Keira cogió la canica y le quitó el polvo.
—Dame un poco de agua —dijo, intrigada.
Álvaro quitó el tapón de su cantimplora.
—Espera, aquí no, salgamos de la fosa.
—Nos va a ver todo el mundo… —susurró Álvaro.
Keira saltó fuera del agujero, escondiendo la canica en la palma de la mano. Álvaro la siguió.
—Echa el agua con cuidado —le dijo.
Nadie les prestaba atención. Desde lejos parecían dos compañeros de fatigas lavándose las manos.
Keira frotó con cuidado la canica, quitando los sedimentos que la cubrían.
—Otro poco más —le dijo a Álvaro.
—¿Qué es esto? —preguntó el arqueólogo, tan perplejo como Keira.
—Bajemos otra vez.
Al amparo de miradas indiscretas, Keira limpió la superficie de la canica y la observó desde más cerca.
—Es translúcida —dijo—, hay algo dentro.
—¡Déjame ver! —le suplicó Álvaro.
Cogió la canica entre el pulgar y el índice y la miró a contraluz.
—Así se ve mucho mejor —dijo—, parece como una resina. ¿Crees que era un pendiente o algo así? Estoy desconcertado, nunca había visto nada igual. Joder, Keira, ¿qué edad tiene nuestro esqueleto?
Keira recuperó el objeto e imitó el gesto de Álvaro para verlo mejor.
—Este objeto quizá pueda aportarnos la respuesta a tu pregunta —dijo, sonriendo a su compañero—. ¿Recuerdas el santuario de San Genaro, en Italia?
—Refréscame la memoria, anda —le pidió Álvaro.
—San Genaro era obispo de Benevento, murió como mártir en el año trescientos y pico, cerca de Pozzuoli, durante la gran persecución de Diocleciano. Te ahorro los detalles que alimentan la leyenda de este santo. El caso es que Genaro fue condenado a muerte por Timoteo, procónsul de Campania. Tras salir indemne de la hoguera y resistir a los leones, que no quisieron devorarlo, Genaro fue decapitado. El verdugo le cortó la cabeza y un dedo. Como mandaba la tradición en aquella época, una pariente recogió su sangre y llenó con ella las dos ampollas para los santos óleos con las que el santo había celebrado su última misa. El cuerpo de san Genaro se trasladó de sepultura muchas veces. Al principio del siglo IV, cuando la reliquia del santo llegó a Antignano, la pariente que había conservado las ampollas las acercó a los despojos del santo. La sangre seca que contenían se licuó. El fenómeno se reprodujo en 1492 cuando se trasladó el cuerpo al Duomo de san Genaro, la capilla dedicada a este santo. Desde entonces, la licuefacción de la sangre de san Genaro da pie, cada año, a la celebración de una ceremonia en presencia del arzobispo de Nápoles. Los napolitanos celebran el aniversario de su martirio en el mundo entero. La sangre seca preservada en dos ampollas herméticas se presenta ante miles de fieles, ésta se licúa y a veces hasta entra en ebullición.
—¿Cómo sabes eso? —le pregunté a Keira.
—Mientras tú leías a Shakespeare, yo leía a Alejandro Dumas.
—Y, según tú, como en el caso de san Genaro, ¿esta canica translúcida que habéis encontrado en la fosa contiene la sangre de la persona que en ella descansa?
—Es posible que la materia roja solidificada que vemos en el interior de la canica sea sangre, y, de ser así, para nosotros también sería un milagro. Podríamos saberlo casi todo de la vida de este hombre, su edad y sus particularidades biológicas. Si podemos hacer hablar a su ADN, ya no tendrá secretos para nosotros. Ahora hay que llevar este objeto a un lugar seguro, y que un laboratorio especializado lo analice.
—¿A quién piensas encargarle esa misión? —le pregunté.
Keira me miró con una intensidad que delataba sus intenciones.
—¡No me iré sin ti! —contesté yo, sin darle tiempo siquiera a decir nada—. Ni hablar.
—Adrian, no puedo encargársela a Éric, y si abandono a mi equipo por segunda vez, no me lo perdonarán.
—¡Me traen sin cuidado tus colegas, tus excavaciones, este esqueleto y hasta la maldita canica! ¡Si te ocurriera algo, yo tampoco me lo perdonaría! Incluso si se tratara del descubrimiento científico más importante del mundo, no me iré de aquí sin ti.
—¡Adrian, por favor!
—Escúchame bien, Keira, lo que tengo que decirte es muy difícil para mí y no pienso repetirlo. He dedicado la mayor parte de mi vida a escrutar las galaxias, a buscar los rastros más ínfimos de los primeros instantes del Universo. Pensaba ser el mejor en mi campo, el más vanguardista, el más audaz; me creía imbatible, y estaba orgulloso de serlo. Cuando pensé haberte perdido, me pasaba las noches mirando el cielo, incapaz de recordar el nombre de una sola estrella. Me da igual la edad de este esqueleto, me trae sin cuidado lo que pueda decirnos sobre la especie humana; que tenga cien años o cuatrocientos millones de años me da completamente igual si tú ya no estás aquí.
Me había olvidado por completo de la presencia de Álvaro, que carraspeó, algo incómodo.
—No quiero meterme en vuestra vida —dijo—, pero con el hallazgo que acabas de ofrecernos, puedes volver dentro de seis meses y pedirnos que subamos a Machu Pichu a la pata coja. Estoy seguro de que todo el mundo te seguiría, yo el primero.
Noté que Keira dudaba, miró el esqueleto en el suelo.
—¡Virgen santa! —exclamó Álvaro—, después de lo que acaba de decirte este hombre, ¿prefieres pasar las noches al lado de este esqueleto? ¡Vete de aquí y vuelve pronto a decirme lo que hay dentro de esta canica de resina!
Keira me tendió la mano para que la ayudara a salir de su agujero y le dio las gracias a Álvaro.
—¡Vete, te digo! Pídele a Normand que te lleve a Jinka, puedes confiar en él, es discreto. Se lo explicaré todo a los demás cuando te hayas ido.
Mientras yo recogía nuestro equipaje, Keira fue a hablar con Normand. Por suerte, el resto del grupo había abandonado el campamento para ir a bañarse al río. Volvimos a cruzar los tres él sotobosque y, cuando llegamos al 4 x 4, Harry nos estaba esperando, apoyado en el todoterreno, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Otra vez te ibas a marchar sin despedirte de mí? —dijo mirando a Keira con un aire desafiante.
—No, esta vez serán sólo unas pocas semanas. Pronto estaré de vuelta.
—Esta vez ya no iré a esperarte a Jinka, porque no volverás, lo sé —contestó Harry.
—Te prometo que sí, Harry; nunca te abandonaré. La próxima vez te llevaré conmigo.
—No tengo nada que hacer en tu país. Tú que te pasas el tiempo buscando muertos deberías saber que mi lugar está allí donde están enterrados mis verdaderos padres; ésta es mi tierra. Y ahora vete.
Keira se acercó a Harry.
—¿Me odias?
—No, estoy triste, y no quiero que me veas triste, así que vete.
—Yo también estoy triste, Harry. Tienes que creerme, ya has visto que he vuelto, así que aunque ahora me marche, también volveré.
—Entonces puede que vaya a Jinka, pero sólo de vez en cuando.
—¿Me das un beso?
—¿En la boca?
—No, Harry, en la boca no —contestó Keira, echándose a reír.
—Ya soy mayor, pero aun así quiero que me abraces.
Keira abrazó a Harry y le dio un beso en la frente. El niño corrió hacia el bosque sin mirar atrás.
—Si todo va bien —dijo Normand—, llegaremos a Jinka antes que la avioneta del correo. Podréis viajar a bordo, conozco al piloto. Deberíais aterrizar a tiempo en Adís Abeba para coger el vuelo de París, y si no, está el vuelo de Frankfurt, que sale el último, ése lo cogéis seguro.
De camino a Jinka, me volví hacia Keira porque llevaba tiempo dándole vueltas a una pregunta.
—¿Qué habrías hecho si Álvaro no te llega a animar a marcharte?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque cuando te he visto mirarme a mí, y luego mirar a ese esqueleto, me he preguntado cuál te gustaba más de los dos.
—Estoy en este coche, eso debería responder a tu pregunta.
—Sí, bueno, bah… —mascullé yo, volviéndome para mirar por la ventanilla.
—¿Cómo que «sí, bueno, bah…»? ¿Es que lo dudabas?
—No, no.
—Si Álvaro no me hubiera dicho eso, a lo mejor me habría hecho la dura y me habría quedado, pero diez minutos después de que te fueras, le habría pedido a alguien que me llevara en el otro 4x4 para alcanzarte. ¿Qué, ya estás contento?
Todo fueron carreras para conseguir subir a bordo del avión con destino a París. Cuando nos presentamos en el mostrador de Air France, el embarque casi había terminado. Por suerte quedaba una decena de plazas, y una azafata muy amable aceptó ayudarnos a pasar por todos los controles de seguridad sin respetar la larga cola que ya se había formado. Antes de que el avión saliera de la terminal tuve tiempo de hacer dos breves llamadas: una a Walter, al que desperté en mitad de la noche, y la otra a Ivory, que no dormía. A la vez que les anunciaba nuestro regreso a Europa, a ambos les hice la misma pregunta: ¿dónde podíamos encontrar el mejor laboratorio para realizar unos complejos análisis de ADN?
Ivory nos pidió que nos reuniéramos con él en su casa en cuanto llegáramos. A las seis de la mañana, un taxi nos llevó del aeropuerto Charles de Gaulle a la isla de Saint-Louis. El viejo profesor nos abrió la puerta vestido con su batín.
—No sabía cuándo llegarían exactamente —nos dijo—, el sueño me venció muy tarde.
Se retiró a la cocina para prepararnos un café y nos invitó a esperarlo en el salón. Volvió con una bandeja de desayuno y se sentó en una butaca frente a nosotros.
—Y bien, ¿qué han encontrado en África? Si he dormido tan mal ha sido por ustedes, su llamada me dejó muy alterado.
Keira se sacó la canica del bolsillo y se la presentó. Ivory se ajustó las gafas y examinó atentamente el objeto.
—¿Es ámbar?
—Todavía no lo sé, no sé nada en realidad, pero las manchas rojas de dentro es probable que sean de sangre.
—¡Qué maravilla! ¿Dónde la han encontrado?
—En el lugar preciso que indicaban los fragmentos —intervine yo.
—En medio del tórax de un esqueleto que hemos exhumado —añadió Keira.
—¡Pero esto es un hallazgo de enorme importancia! —exclamó Ivory.
Se dirigió a su secreter, abrió un cajón y sacó una hoja de papel.
—Ésta es la última traducción, la definitiva, que he hecho del texto en lengua gueze, léanla.
Cogí el documento que Ivory me agitaba delante de la cara y lo leí en voz alta:
He disociado el disco de las memorias, he confiado a los maestros de las colonias las partes que conjuga. Bajo los trígonos estrellados, que permanezcan ocultas las sombras de lo infinito. Que nadie sepa dónde se halla el apogeo. La noche del uno custodia el origen. Que nadie lo despierte, en la reunión de los tiempos imaginarios se dibujará el fin del área.
—Creo que este enigma va adquiriendo sentido, ¿no les parece? —dijo el viejo profesor—, Gracias a las manualidades de Adrian, en Virje hicimos hablar al disco, que nos indicó la posición de una tumba. El famoso hipogeo donde probablemente fuera descubierto en el IV milenio. Aquellos que entonces comprendieron su importancia disociaron los fragmentos del mismo y fueron a diseminarlos por todo el mundo.
—¿Para qué? —pregunté yo—. ¿Por qué emprender un viaje así?
—Pues para que nadie hallara el cuerpo que han sacado a la luz ustedes, aquel en el que encontraron el disco de las memorias.
La noche del uno custodia el origen
—dijo Ivory en voz baja, con una mueca.
El rostro del viejo profesor había palidecido y un fino sudor perlaba su frente.
—¿Se encuentra bien? —se interesó Keira.
—Le he dedicado toda mi vida, y ustedes por fin lo han encontrado, nadie quería creerme… Me encuentro muy bien, nunca había estado tan bien en toda mi vida —dijo con un rictus en los labios.
Pero el viejo profesor se llevó una mano al pecho y volvió a sentarse en su butaca, estaba pálido como un muerto.
—No es nada, sólo estoy cansado —dijo—. Bueno, qué, ¿cómo es?
—¿El qué? —pregunté yo.
—¡Pues el esqueleto, qué va a ser!
—Está fosilizado por completo y extrañamente intacto —contestó Keira, a quien le preocupaba el estado de Ivory.
El profesor gimió y se dobló en dos.
—Voy a llamar a una ambulancia —dijo Keira.
—No llame a nadie —ordenó Ivory—, ya le he dicho que no es nada. Escúchenme, no nos queda mucho tiempo. El laboratorio que buscan se encuentra en Londres, les he apuntado la dirección en el bloc de notas que hay en el vestíbulo. Sean más prudentes que nunca, si se enteran de lo que han descubierto no les dejarán llegar hasta el final de esta historia, no retrocederán ante nada. Siento mucho haberlos puesto en peligro, pero ya es demasiado tarde.
—¿Quién es esa gente? —pregunté yo.
—No tengo tiempo de explicárselo, hay cosas más urgentes. En el cajoncito de mi secreter, cojan el otro texto, por favor.
Ivory se desplomó sobre la alfombra.
Keira echó mano al teléfono que había en la mesita baja y marcó el número de la ambulancia, pero Ivory tiró del cable y lo arrancó de la pared.
—¡Márchense de aquí, se lo ruego!
Keira se arrodilló junto a él y le puso un cojín debajo de la cabeza.
—No vamos a dejarlo aquí solo de ninguna manera, ¿me ha oído?
—La adoro, es más cabezota que yo todavía. No tienen más que dejar la puerta abierta, llamen a una ambulancia cuando ya se hayan marchado. Dios mío, qué dolor —dijo, abrazándose el pecho—. Por favor, se lo suplico, prosigan con lo que yo ya no puedo hacer, están muy cerca de su objetivo.