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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

La pasión según Carmela (4 page)

BOOK: La pasión según Carmela
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No quedó ahí, sino que trató de descubrir qué opinaban los trabajadores de la vasta hacienda. Tenía que preguntar con cuidado para que se animasen a soltar la lengua. Lucas sabía cómo llegar a la gente y pronto obtuvo algunas confesiones de la adhesión secreta que se había extendido entre los guajiros. Observó que a varios se les iluminaban los ojos al referirse a los guerreros invisibles. Se conmovió al charlar con uno de los nombres dedicados al tambo, de nombre Orestes y con orejas propias de Dumbo, quien también conocía a Camilo. Hizo unos rodeos y al fin le contó que Camilo en persona, con riesgo de su vida, había salvado a su hermana de la violación que iban a cometer dos soldados. Después de mucha insistencia Lucas logró sonsacarle que el comandante Cienfuegos le había prometido darle su propia hermana por esposa en cuanto tomaran el gobierno, pero después se había enterado de que no tenía hermanas. ¿Cienfuegos era un charlatán, entonces? «Sí, pero un charlatán querible», respondió Orestes; para él, ese hombre de barba y pelo largo era un ídolo y consideró que su falsa promesa era un regalo que no le debía de hacer a cualquiera. Le confió a Lucas que ardía de ganas por echarle una visita al campamento de Sierra Maestra.

—Si te animas a ir —susurró Lucas, muy serio— estoy dispuesto a acompañarte.

—¿Dendeveras? Mire que no es fácil llegar —aclaró Orestes, que apenas sabía leer, pero conocía senderos ocultos, cañadones y bosques. También le advirtió que podían ser agujereados a tiros si los guerrilleros llegaban a sospechar que tenían alguna vinculación con Batista—. Para llegar al campamento, Niño Lucas, hay que conseguir alguien de confianza.

—Está bien, entonces trata de ubicarlo. Iremos juntos.

A Orestes se le agitaron tanto las orejas que casi lo hicieron volar.

Dos semanas después del casamiento de Carmela, el puntual Orestes reptó hacia el dormitorio de Lucas, ubicado en el casco central de la hacienda, y cuchicheó que había llegado el momento. Lucas se vistió con las ropas de paisano que tenía previstas desde tiempo atrás. Orestes le contó que debían llegar a la choza de una mujer que prestaba ayuda a quienes eran perseguidos por las tropas del dictador.

Debían cuidar de que no quedase la menor huella, para que el ejército no los pudiera seguir. Nada de mensajes, nada de pistas. Se deslizaron como ladrones nocturnos, montaron bicicletas y, tras varias horas de penumbroso pedaleo, llegaron a una colina erizada de árboles iluminados parcialmente por la luna y que ocultaban una vivienda desolada. Estaba por romper la aurora y una mujer desafiante se asomó con los brazos cruzados sobre el pecho; su cara pudo vencer la cortina de sombras y dejarles ver que les deseaba la muerte.

—Doña Elvira —saludó Orestes respetuoso—. Le presento al patroncito Lucas. Queremos ir a lo de Fidel.

—Ahá. —Los dejó acercarse sin cambiar de postura; cuando los tuvo casi sobre el umbral gritó—: ¡Qué carajo me importa adonde quieren ir! ¡Vayan nomás!

—Pero tenemos que llegar a Fidel, mamacita, necesitamos que nos guíe. Me explicaron que...

—No conozco a ningún Fidel.

—¿Conoces a Camilo Cienfuegos?

—¿Cienfuegos? ¿Milfuegos? ¿Qué clase de idiotas son ustedes? ¡Vayanse!, es temprano para joder a la gente.

Orestes miró impotente a Lucas. Al rato la mujer dijo con voz descordada:

—Entren, quédense aquí. Los estaba esperando. Tomen café y coman el arroz. Pero no salgan hasta que yo vuelva. No salgan por ninguna causa, ¿entendieron?

Orestes puso sus oscuros ojos en Lucas, Lucas en Orestes, Orestes hizo un gesto de aceptación y ambos se dispusieron a cruzar la desconchada puerta, contra cuya ondulante jamba se apoyaba Elvira sin haber todavía descruzado los brazos y sin que su cara cubierta de sombras transmitiese hospitalidad. Lucas no pudo olvidar ese momento. Ambos la rozaron al entrar y entonces les ladró bajo, como una perra decidida a morderles el culo:

—Si viene el ejército se esconden, ¿escucharon? ¡Se esconden bien escondidos!

Ella partió y los dos hombres se pusieron a investigar el interior de la vivienda, donde el amanecer comenzó a pincelar los humildes objetos. El camastro estaba tendido, cubierto Por una colcha de flores desteñidas. Sobre el fuego de un brasero una cafetera abollada lanzaba vapor; dato que los tranquilizó, mentirosa no era. Se sirvieron en tazones con cachados diagramas de la Virgen. Después Orestes se rascó las grandes orejas, no sabía qué comentar, tal vez le habían dado una dirección errada y esa mujer con cara de asesina fue a denunciarlos. Lucas opinó que entonces convenía hacerse humo antes de que fuera tarde. Orestes se sirvió el arroz y puso a freír unos plátanos en la sartén que colgaba de un clavo. Todo tendrá que salir bien, se consoló.

Pasadas dos horas Lucas vio que alguien se abría paso entre los árboles y chistó a su compañero. Orestes cabeceaba en una silla, se despabiló de golpe y corrió hacia la ventana. El diablo le enganchó el borde del mantel y arrastró los platos amontonados sobre la mesa, que se hicieron añicos con suficiente estruendo como para que hasta los soldados sordos pudieran enterarse de que en esa choza había gente. Se tenían que esconder bajo la cama o entre los animales del corral, pero se dieron cuenta de que ese bulto que asomaba entre los troncos era doña Elvira, quien parecía tan sola como cuando partió, lo cual no era garantía ninguna porque los soldados podían arrastrarse detrás. La espiaron a través de los visillos hasta que llegó a la puerta, que abrió de un empujón.

—¡Vamos! —ordenó sin mirarlos.

Advirtió el estropicio junto a un Orestes desalentado por la culpa, y le gritó: «¡Barre eso, pedazo de bestia!». Enseguida fue al ropero cuya altura obligaba a usar una silla para acceder a los estantes superiores. Extrajo dos hamacas, colchas, jarros, cucharas, platos, bolsitas de sal y de azúcar, toallas y unas latas de leche condensada. Las introdujo en un talego de lona que entregó a Lucas para que lo cargara al hombro. Después anunció que el camino sería más largo que de costumbre «porque primero tendremos que ir a buscar más provisiones en lo de unos amigos; recién a la noche llegaremos a destino».

Elvira era vigorosa y sus rasgos mostraban determinación, características que comenzaron a entusiasmar a Lucas. Ahora sí, pensó, ahora se estaba convirtiendo en un personaje de Conrad o Salgari.

Deambularon como si estuviesen perdidos y la única gente con la que tomaron contacto eran los «amigos» de Elvira, varios de los cuales miraron con curiosidad los rasgos de señorito que tenía Lucas y las descomunales orejas de Orestes. Cuando se acercó la medianoche creían que sus cuerpos rodarían agotados. «¡Falta poco!», los animó la mujer, pero sus palabras sonaban a trampa: quería matarlos o venderlos al ejército.

Una ametralladora salió de los arbustos fantasmales y una voz exclamó: «¡Alto!».

Lucas aferró el brazo de Orestes e intentó arrojarse a tierra. Elvira pronunció una contraseña y la ametralladora dejó de apuntarles; en cambio les indicó hacia dónde seguir.

En el campamento apareció Camilo. Abrazó a Orestes, a Lucas y a Elvira. Orestes estaba tan exhausto y feliz que rompió a llorar. Otro hombre, que seguía la escena desde las sombras, sintió curiosidad y se acercó dando zancadas. Lucas reconoció a Lázaro, que había sido el chofer de su familia y desapareció sin decir esta boca es mía. Le asombró su apostura de combatiente, una maravilla de la metamorfosis que había dejado atrás su inclinada figura de empleado sometido. Ahora estaban iguales, o quizá Lucas estaba por abajo. Sintió un escozor en la espalda. ¿Advertencia?

6

Era lógico que al comienzo me hubiera negado a entender la radical decisión de Lucas. Pero en el fondo lo aceptaba. Como a él, me agotaban las conversaciones que sólo giraban en torno a vestidos, joyas y aventuras de folletín. Cuando supimos que se encontraba en la Sierra sano y salvo, respiramos un contradictorio consuelo. Mis padres estaban desolados por la vergonzosa novedad. Mamá iba a la iglesia todos los días para exigir al cura una explicación de lo sucedido. Papá permanecía encerrado en su estudio lucubrando culpas. Mi suegro evitaba mencionar el rabioso desencanto que le produjo ese joven, en el que había depositado tanta confianza. Mi suegra decía que eso pasó porque Lucas no se había casado. Lo más terrible era la impotencia de no poder comunicarnos con él. No recurrimos al gobierno ni a la policía para no entregarlo a sus potenciales verdugos. Pero Melchor tuvo la mala ocurrencia de afirmar que quien nos había traicionado primero era el mismo Lucas. Yo le tapé la boca con mis uñas; no quería ataques contra mi hermano. Mi suegra movía la cabeza:

«Pobre —decía llorando—, ir a la Sierra es un suicidio, se va a morir.»

Antes de regresar de mi rumboso viaje por las islas supuse con granítica convicción que mi matrimonio seguiría feliz.

Melchor me hacía patinar sobre hielo y sentir el placer de un perpetuo baile. Pero el mejor patinador también sufre caídas.

La primera, desde luego, fue el impacto de que Lucas se hubiese aliado con una banda de idealistas que en cualquier momento iba a ser barrida por los soldados del gobierno. Nunca imaginé a mi hermano abriendo fuego; no estaba hecho para la guerra, sino para el arte, aunque hubiese estudiado economía. La de Lucas era una profunda sublevación incubada en secreto. Fue capaz de romper con la seguridad, rebelarse. De su interior brotó una fuerza desconocida. Enorme. Me pregunté si yo sería capaz de tanto.

La segunda caída fue mudarnos a la otra hacienda que tenían los Gutiérrez, lejos de los ruidos y las tensiones de La Habana. Esa decisión fue tomada sin preguntarme, porque era costumbre que las mujeres bien criadas no opinasen sobre ciertos asuntos. En el contrato matrimonial estaba escrito que la mujer debía seguir al hombre, adondequiera que fuese. El machismo era cosa seria y natural. Papá y mamá percibieron mi desencanto, porque yo era casi una médica especializada en neurocirugía y con esa mudanza condenaba mi carrera. Intentaron convencer a Melchor y a don Calixto Marcial de postergar la mudanza, pero sólo consiguieron expresiones de cariñosa resignación. A los Gutiérrez convenía que el principal heredero se instalase allí porque «el ojo del amo engorda el ganado». Mis padres me consolaron con las imágenes bucólicas de la fabulosa hacienda y la perspectiva de recibir allí gratificaciones de reina, cosa que ellos nunca me hubieran podido ofrecer. Además, mi matrimonio con Melchor tendría la oportunidad de consolidarse lejos de las inevitables presiones que ejercen suegras y cuñadas. Nos despidieron con otra fiesta. Mis imbéciles amigas se derritieron con expresiones de envidia; cada una hubiera querido irse también al campo para disfrutar de las flores, los caballos y la interminable holganza que ofrece un Edén lleno de sirvientes.

Quedé embarazada pronto, demasiado pronto, y ésa fue mi tercera caída. Se organizaron caravanas de parientes que vinieron a la hacienda con sus inútiles regalos. Participaron de brindis picarescos en torno a los juegos del erotismo que terminan en una preñez, mientras sus mandíbulas daban cuenta de comilonas suntuosas que hubieran enloquecido a Gargantúa y Pantagruel. Durante el día abundaron las diversiones en el parque, cerca y lejos del lago poblado por cisnes negros. A la noche practicamos juegos de mesa y amanecíamos con los bailes de moda.

No estaba previsto que Melchor tuviera que ausentarse varios días cada mes y también, de cuando en cuando, cada semana, para reuniones de negocios en La Habana y en Santiago de Cuba. No estaba previsto por mi ingenuidad, pero Melchor era el heredero y debía trabajar. Yo, resignarme. Ésa fue la cuarta caída. Sus ausencias me provocaron algo que no había sentido antes: la angustia de la soledad. A su regreso yo trataba de borrar el enrojecimiento de mis ojos para que no supiese de mis llantos. Melchor se dio cuenta. Pero se dio cuenta mal, porque interpretó que había descubierto sus infidelidades. Me amaba y, al mismo tiempo, no podía privarse de su machismo o lo que consideraba machismo. Un hombre de verdad no se limita a una sola hembra. Supuso que me habían denunciado las orgías que reanudó con sus amigos, en parte para que no lo considerasen un marica, en parte porque le apetecía desbocarse con las putas. Se sintió tan culpable que temió perder el hijo que yo llevaba en mis entrañas. Desfigurado, con el pelo revuelto y la voz atragantada, quiso reparar su delito. Una cosa es el amor puro que sentía por mí, dijo, y algo muy diferente es la diversión sin consecuencias. Imploró disculpas apretándome las manos. Percibí su sinceridad; prometió corregirse.

Pero mis llantos no cedieron, quizá por la suma del embarazo y la soledad. Muda, contemplaba los retratos de Melchor. Cada vez que regresaba él me comprimía en sus brazos fuertes y rogaba que lo insultase, que le dijese degenerado, idiota, que le volase la cabeza con un florerazo. Pero yo lo miraba inmóvil. Era un hombre bello e indigno, que me había fascinado como un diamante. Y de quien me sentía ahora lejos, extraña.

Poco después sobrevino un aborto espontáneo. Última caída. Quizá había hecho cosas para que sucediese, sollozó mi madre sin atreverse a expresarlo para no agravar la situación. Papá agregó que me gustaba cabalgar y seguro que cabalgué más de la cuenta, que me gustaba nadar y seguro que nadé más de la cuenta, que me gustaba jugar al tenis y seguro que jugué más de la cuenta. Yo me cuidé de confesarles que el amado Melchor había pasado a ser el despreciable Malhechor que odiaban sus antiguas novias. Decidimos dormir en camas separadas y nuestros reencuentros perdieron alegría. Los lazos se iban cortando como las hebras de un arco de violín gastado por el uso. Pero mantuvimos la sensatez de tratarnos con cierto respeto. Un día, cerca de un tiesto de begonias marchitas por el calor, le dije que correspondía divorciarnos. Miró las begonias, tocó unos pétalos que se desprendieron al instante y planearon mustios por sus piernas hasta quedar tendidos sobre el empeine de sus zapatos. «No —resistió con voz ahogada—, yo te quiero.»

Lo abandoné. Fui a la casa de mis padres, que no entendieron mi conducta y casi me mandaron de regreso a la hacienda. Melchor vino a pedir perdón también delante de ellos. Su conducta me desagradaba cada vez más: no sólo era infiel, sino también indigno. Un indigno cobarde. Lo saqué de encima prometiéndole reflexionar sobre nuestra situación. Le rogué que nos diésemos una pausa de tres meses. Melchor protestó lastimero y reduje el lapso a dos meses. No aguantó y se arrastró detrás de mí a partir de los quince días. Mi pena se transformó en desprecio. Lo eché de mala forma. Le grité, lo insulté, le dije que no era hombre para aguantarse apenas unos meses. Siguió viniendo y se quedaba hablando con mi madre, porque yo me negaba a verlo. Encerrada en mi antiguo dormitorio, regresé con ímpetu a mis estudios. Avanzaba hacia un horizonte imantado de sorpresas.

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