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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (5 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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En cualquier caso, a esas horas era inútil pensar en ir a comer a Marinella. Ni en la nevera ni en el horno encontraría nada. Adelina, la asistenta, advertida de la presencia de Livia, no volvería a dar señales de vida hasta asegurarse de que se había ido; las dos mujeres no se caían demasiado bien.

Se disponía a levantarse para ir a la
trattoria
Da Enzo, cuando Catarella le anunció que estaba al teléfono el
dottori
Minutolo.

—¿Alguna novedad, Fifì?

—Nada, Salvo. Te llamo a propósito de Fazio.

—Dime.

—¿Puedes prestármelo? Verás, es que el jefe superior no me ha asignado a nadie para esta investigación, sólo técnicos, que se han limitado a pinchar el teléfono y se han ido. Ha dicho que yo basto.

—Porque eres calabrés y, por consiguiente, experto en secuestros; así me lo ha explicado el señor jefe superior.

Minutolo murmuró algo que desde luego no sonó a entusiasta alabanza de su jefe.

—Bueno, ¿qué? ¿Me lo prestas al menos esta tarde?

—Si antes no se derrumba. Oye, ¿no te parece raro que los secuestradores aún no hayan dado señales de vida?

—No, en absoluto. En Cerdeña hubo un caso en que tardaron una semana en enviar un mensaje, y en otra ocasión...

—¿Ves como eres un experto? El jefe superior tiene razón.

—¡Anda ya! ¡Que os den por el culo a los dos!

* * *

Montalbano aprovechó indignamente su día libre y la imposibilidad de localizar a Livia.

—¡Bienvenido,
dottore
! ¡Llega justo el día apropiado! —dijo Enzo.

Con carácter excepcional, Enzo había preparado el cuscús con ocho variedades de pescado, aunque sólo para los clientes que le caían bien, entre los cuales, cómo no, se encontraba el comisario. Éste, en cuanto tuvo el plato delante y aspiró sus efluvios, experimentó un súbito arrebato de emoción. Enzo lo advirtió, pero, por suerte, lo interpretó de manera errónea.

—¡Le brillan los ojos, comisario! ¿No tendrá unas décimas de fiebre?

—Sí —mintió sin tapujos.

Se zampó dos raciones. Después tuvo la caradura de decir que no le irían mal unos salmonetes. Más tarde, el paseo hasta el faro fue una necesidad digestiva.

De vuelta en la comisaría, llamó a Livia, y el móvil repitió una vez más que el abonado no podía atenderlo. Paciencia.

Se presentó Galluzzo para informarle de unos hechos relacionados con el robo de un supermercado.

—Perdona, pero ¿no está el
dottor
Augello?

—Sí,
Dottore
, está por ahí.

—Pues entonces ve por ahí y le cuentas la historia a él antes de que empiece a estar in situ, como dice el señor jefe superior.

* * *

No podía ocultarlo. La desaparición de Susanna estaba empezando a preocuparlo en serio. Su verdadero temor era que la muchacha hubiera sido secuestrada por un maníaco sexual. Y puede que fuese acertado aconsejar a Minutolo que comenzara de inmediato las investigaciones, en lugar de esperar una llamada que probablemente jamás se recibiría.

Sacó del bolsillo la hojita de papel que le había escrito Augello y marcó el número del novio de Susanna.

—¿Oiga? ¿Casa de los Lipari? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con Francesco.

—¡Ah, es usted! Soy yo, comisario. —Su voz reflejaba cierta decepción. Era evidente que esperaba que la llamada fuera de Susanna.

—¿Podría pasarse por aquí? —preguntó Montalbano.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo si quiere.

—¿Hay alguna novedad? —La decepción se trocó en inquietud.

—Ninguna, pero quisiera hablar con usted.

—Voy enseguida.

Cuatro

En efecto, se presentó antes de que hubieran transcurrido diez minutos.

—Es que con el ciclomotor se va muy rápido, ¿sabe?

Era un chico muy guapo, alto, elegante, de mirada clara y sincera. Pero se notaba que la preocupación lo reconcomía. Se sentó en el borde de la silla con los nervios a flor de piel.

—¿Ya lo ha interrogado mi compañero Minutolo?

—No, nadie me ha interrogado. He llamado a última hora de la mañana al padre de Susanna para saber si... pero por desgracia todavía... —Miró a los ojos al comisario—. Este silencio me induce a pensar lo peor.

—¿Como qué?

—Que la haya secuestrado alguien para abusar de ella. Y en ese caso, o está todavía en su poder o ya la ha...

—¿Por qué piensa tal cosa?

—Comisario, aquí todo el mundo sabe que el padre de Susanna no tiene un céntimo. Antes era rico, pero tuvo que venderlo todo.

—¿Por qué razón? ¿Le fueron mal los negocios?

—Desconozco el motivo, pero desde luego no se dedicaba a los negocios, aunque le pagaban muy bien por su trabajo y había ahorrado mucho dinero. Además, creo que la madre de Susanna también había heredado... La verdad es que no lo sé.

—Siga.

—Como le decía, ¿usted se imagina a unos secuestradores que no estén al corriente de la situación económica de la víctima? ¿Que se hayan equivocado? ¡Esos tipos saben más de esas cosas que los inspectores de Hacienda!

El argumento tenía su lógica.

—Además, hay otra cosa —añadió el muchacho—. Unas cuatro o cinco veces fui a esperar a Susanna delante de la casa de Tina. Cuando ella salía, nos dirigíamos a su casa con nuestros ciclomotores. De vez en cuando nos deteníamos y después reanudábamos la marcha. Al llegar a la verja, yo me despedía de ella y me iba. Siempre hacíamos la misma ruta, la más directa, la que Susanna seguía siempre. Anoche, en cambio, tomó otro camino más solitario, escasamente iluminado e impracticable en algunos tramos, más apropiado para un todoterreno que para un ciclomotor. Además, es mucho más largo. Ignoro por qué lo eligió ayer, pero desde luego es ideal para un secuestro. No sé, puede que se tratara de un terrible encuentro casual.

Le funcionaba muy bien la cabeza al chico.

—¿Cuántos años tiene usted, Francesco?

—Veintitrés. Tráteme de tú, si quiere. Podría ser mi padre.

Montalbano sintió una punzada y pensó que, a esas alturas de su vida, jamás podría convertirse en padre de un muchacho como aquél.

—¿Estudios?

—Sí, Derecho. El año que viene obtendré la licenciatura.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó sólo para aliviar la tensión.

—Lo que hace usted.

Creyó no haberlo entendido bien.

—¿Quieres ingresar en la policía?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me gusta.

—Enhorabuena. Oye, volviendo a tu hipótesis de un violador... sólo una hipótesis, que conste...

—En la cual sin duda usted también ha pensado.

—Cierto. ¿Te dijo alguna vez Susanna si había recibido proposiciones deshonestas, llamadas obscenas o cosas por el estilo?

—Ella es muy reservada. Le echaban piropos, eso sí. Dondequiera que fuese. Es una chica muy guapa. Algunas veces me los contaba y nos reíamos. Pero si le hubieran ocurrido cosas que pudiesen preocuparla, me lo habría dicho.

—Su amiga Tina cree que se ha ido voluntariamente.

Francesco lo miró boquiabierto.

—¿Por qué?

—Un derrumbamiento repentino. El dolor, la tensión por la enfermedad de su madre, el cansancio físico de tener que cuidarla, los estudios. ¿Susanna es una muchacha frágil?

—¿Eso piensa Tina? ¡Está claro que no la conoce! Sin duda Susanna acabará por derrumbarse, pero eso no sucederá hasta que haya muerto su madre. Hasta ese momento permanecerá junto a su cabecera. Cuando se le mete algo en la cabeza, su determinación no conoce límites. ¿Frágil? ¡Y un cuerno! No, créame, esa hipótesis es absurda.

—Por cierto, ¿qué tiene la madre de Susanna?

—Comisario, sinceramente no entiendo su dolencia. Hace quince días, Carlo, el tío médico de Susanna, fue a visitarla con dos especialistas, uno de Roma y otro de Milán, que se llevaron las manos a la cabeza. Susanna me dijo que su madre se estaba muriendo de una enfermedad incurable: el rechazo a la vida. Una especie de depresión mortal. Y cuando le pregunté el motivo de esa depresión, porque yo creo que siempre hay un motivo, me contestó con evasivas.

Montalbano volvió a centrar la conversación en la muchacha.

—¿Cómo conociste a Susanna?

—Por casualidad, en un bar. Estaba con una chica con quien yo había salido.

—¿Cuándo fue?

—Hace seis meses.

—¿Y os caísteis bien enseguida?

Francesco esbozó una sonrisa cansada.

—¿Caer bien? Fue un flechazo.

—¿Lo hacíais?

—¿Qué?

—El amor.

—Sí.

—¿Dónde?

—En mi casa.

—¿Vives solo?

—Con mi padre. Pero viaja mucho al extranjero. Es un mayorista de madera. En estos momentos se encuentra en Rusia.

—¿Y tu madre?

—Están divorciados. Mi madre volvió a casarse y vive en Siracusa. —Abrió y cerró la boca como si quisiera añadir algo más.

—Sigue —lo animó Montalbano.

—Pero no... —titubeó. Era evidente que lo molestaba hablar de un tema tan personal.

—Cuando ingreses en la policía, tú también te verás obligado a hacer preguntas indiscretas.

—Lo sé. Quería decir que no lo hacíamos muy a menudo.

—¿Ella no lo deseaba?

—No exactamente, pero siempre era yo el que le pedía que fuese a mi casa. Cada vez la notaba más... no sé, como distante, ausente. Estaba conmigo sólo para complacerme. Comprendí que la enfermedad de su madre la condicionaba. Y me avergonzaba de mí mismo por pretender que... Sólo ayer por la tarde... —Se interrumpió y puso una cara un tanto perpleja—. Qué extraño —murmuró.

El comisario plantó las orejas.

—Sólo ayer por la tarde... —lo apremió.

—Ayer fue ella quien me preguntó si íbamos a mi casa. Y yo le contesté que sí. Disponíamos de poco tiempo, pues ella había pasado por el banco y después tenía que ir a estudiar a casa de Tina. —Aún estaba confuso.

—Quizá quiso recompensarte por la paciencia que habías mostrado con ella —dijo Montalbano.

—Puede que tenga usted razón. Porque se entregó por primera vez. Por entero. A mí. ¿Me entiende?

—Sí. Perdona, has dicho que antes de reunirse contigo había pasado por el banco. ¿Sabes a qué fue?

—Tenía que sacar dinero.

—¿Y lo hizo?

—Sí, claro.

—¿Sabes cuánto sacó?

—No.

Entonces, ¿por qué el padre de Susanna le había dicho que su hija llevaba en el bolsillo treinta euros como máximo? ¿Tal vez ignoraba lo del banco? Se levantó, y el joven lo imitó.

—Muy bien, Francesco, ya puedes irte. Ha sido un placer conocerte. Si te necesito, te llamaré.

Le tendió la mano y el muchacho se la estrechó.

—¿Me permite hacerle una pregunta? —dijo el joven.

—Por supuesto.

—¿Por qué cree usted que el ciclomotor de Susanna estaba colocado de aquella manera?

Francesco Lipari se convertiría en un buen policía, no cabía duda.

Montalbano llamó a Marinella. Livia acababa de regresar a casa y estaba contenta.

—He descubierto un sitio maravilloso, ¿sabes? —dijo—. Se llama Kolymbetra. ¡Imagínate, antes era una piscina gigantesca que había sido excavada por los prisioneros cartagineses!

—¿Dónde está?

—Allí mismo, en los templos. Ahora es una especie de enorme Jardín del Edén. Acaban de inaugurarlo.

—¿Has comido?

—No. Me compré un bocadillo en Kolymbetra. ¿Y tú?

—Yo también he tomado sólo un bocadillo.

La trola le salió espontánea. ¿Por qué no le decía que se había atiborrado de cuscús y salmonetes, transgrediendo aquella especie de dieta que ella lo obligaba a seguir? ¿Por qué? Tal vez por una mezcla de vergüenza, cobardía y deseo de no provocar discusiones.

—¡Pobrecito! ¿Volverás tarde?

—No creo.

—De todos modos, ahora mismo preparo algo.

He ahí el inmediato castigo por la mentira: ahora lo pagaría comiéndose la cena preparada por Livia, que no es que cocinara muy mal, pero más bien tendía a lo insípido, poco aliñado y ligerito, a lo noto y no lo noto. Más que cocinar, lo de Livia era una insinuación culinaria.

Decidió acercarse al chalet de los Mistretta para ver cómo iba todo. Cuando llegó a las inmediaciones, advirtió que había demasiado tráfico. En efecto, delante de la casa había unos diez automóviles estacionados, y seis o siete personas que se apretujaban delante de la verja con cámaras de televisión al hombro para enfocar el sendero particular y el jardín. Montalbano subió el cristal de la ventanilla y siguió adelante haciendo sonar el claxon hasta casi chocar contra la verja.

—¡Comisario! ¡Comisario Montalbano! —lo llamaron unas voces amortiguadas.

Un fotógrafo cabrón lo cegó con una ráfaga de flashes. Por suerte, el agente de Montelusa que estaba de guardia lo reconoció, le abrió y pudo entrar con el coche.

En el salón encontró a Fazio sentado en el sillón de costumbre, con el rostro amarillento y unas profundas ojeras que revelaban cansancio. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo. El teléfono estaba conectado a varios artilugios, una grabadora y unos auriculares. Un agente que no era de la comisaría de Vigàta hojeaba una revista junto a la ventana. Justo en ese momento sonó el teléfono. Fazio se sobresaltó, se ajustó los auriculares en un santiamén, puso en marcha la grabadora y descolgó.

—¿Dígame?... No, el señor Mistretta no está en casa... No, no insista. —Colgó, y al ver al comisario se quitó los auriculares y se levantó—. ¡Ah,
dottore
! ¡Hace tres horas que el teléfono no para de sonar! ¡Tengo la cabeza a punto de estallar! No sé cómo ha ocurrido, pero toda Italia se ha enterado de la desaparición y llaman para entrevistar al pobre padre.

—¿Dónde está el
dottor
Minutolo?

—Ha ido a Montelusa a coger algo de ropa. Esta noche quiere dormir aquí.

—¿Y Mistretta?

—Acaba de subir a ver a su mujer. Se ha despertado hace una hora.

—¿Ha conseguido dormir algo?

—Muy poco, y porque lo han obligado. Al mediodía se ha presentado su hermano el médico con una enfermera que pasará la noche con la paciente. El médico ha insistido en inyectarle un calmante al señor Mistretta y ha habido una especie de discusión entre ambos hermanos.

—¿No quería que le pusiera la inyección?

—Pues no. Pero antes de eso el señor Mistretta ya se había molestado al ver a la enfermera. Le dijo a su hermano que no tenía dinero para pagarla, y el otro le contestó que ya se encargaría él de eso. Entonces el señor Mistretta se echó a llorar. Decía que había llegado al extremo de tener que pedir limosna... Pobrecillo, ¡me da pena!

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