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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (18 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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Su madre se lo leía en voz alta, y Merete se lo leía a Uffe, y ahora estaba en la oscuridad, esforzándose por leérselo a sí misma. Un osito filósofo llamado Winnie era su tabla de salvación, su amparo frente a la locura. El y todos los animales del bosque de los Cien Metros. Y estaba en otro mundo, en el país de la miel, cuando una superficie oscura se colocó de pronto ante la débil luz de los cristales de espejo.

Abrió desmesuradamente los ojos y aspiró el aire hasta el fondo de los pulmones. Aquel centelleo no era fruto de su imaginación. Por primera vez en mucho tiempo sintió que su piel se humedecía. En el patio de la escuela, en callejuelas estrechas y silenciosas de ciudades lejanas, los primeros días en el Parlamento. Había sentido en todas partes aquella humedad que sólo la presencia de otra persona, que podía causarle daño y que la observaba oculta, podía provocar.

Esa sombra me quiere mal, pensó, y se abrazó las costillas mientras miraba fijamente la mancha, que se fue agrandando lentamente en uno de los cristales y al final se quedó quieta. La mancha estaba en la parte superior del cristal, como si fuera de alguien sentado en un taburete alto.

¿Podrán verme?, pensó, y miró fijamente hacia la pared que tenía detrás. Sí, la superficie blanca aparecía con claridad ante ella, tan nítida que también se veía desde fuera, la verían incluso quienes estaban acostumbrados a moverse en la luz. O sea que ellos también la veían.

Hacía sólo un par de horas que le habían pasado el cubo de la comida. Conocía los ritmos de su cuerpo. Todo ocurría con total regularidad, día tras día. Pasarían muchísimas horas hasta que llegara el siguiente cubo. Entonces, ¿por qué estaban allí? ¿Qué querían?

Se levantó con lentitud y avanzó hacia el cristal de espejo, pero la sombra de detrás no se movió lo más mínimo.

Entonces Merete puso la mano sobre el cristal de la sombra oscura y se quedó esperando mientras observaba su propio reflejo desdibujado. Y así se quedó hasta que estuvo segura de que su capacidad de juicio no era digna de confianza. Sombra o no sombra. Podía ser cualquier cosa. ¿Por qué iba a haber alguien tras el cristal? Antes nunca lo había habido.

—¡Iros al infierno! —gritó, y la fuerza del eco provocó en su cuerpo sacudidas eléctricas.

Pero entonces ocurrió. La sombra de detrás del cristal se movió claramente. Un poco a un lado y un poco hacia atrás. Cuanto más se alejaba del cristal más disminuía de tamaño y más se difuminaba.

—¡Sé que estáis ahí! —vociferó, y notó que su piel húmeda se enfriaba a la velocidad del rayo. Sus labios y la piel de su cara temblaban. Habló entre dientes hacia el cristal—: No os acerquéis.

Pero la sombra siguió donde estaba.

Después Merete se sentó en el suelo y dejó caer la cabeza sobre el pecho. La ropa despedía un olor acre, a moho. Llevaba tres años con la misma blusa.

La luz grisácea estaba encendida todo el tiempo, día y noche, pero era mejor que la oscuridad total o la luz eterna. Allí, en aquella nada gris había una posibilidad de elegir. Se podía apartar la mirada de la luz o se podía apartar la mirada de la oscuridad. Ya no cerraba los ojos para poder concentrarse, sino que dejaba que fuera su cerebro quien decidiera en qué estado mental quería permanecer.

Y en aquella luz gris había todo tipo de matices. Casi como en el mundo exterior, donde la luz podía ser invernal, triste en febrero, gris en octubre, saturada de lluvia, radiante y otros mil colores de la paleta. Allí dentro, su paleta se componía de blanco y negro, y ella los mezclaba según le dictaba su humor. Mientras aquella luz gris fuera su lienzo, no estaría a merced de sus captores.

Y Uffe, el oso Winnie y Don Quijote, la Dama de las Camelias y la señorita Smilla irrumpieron en su cabeza, obstruyendo el reloj de arena y las sombras tras los cristales. Eso la alivió mucho mientras esperaba más iniciativas de sus guardianes. De todas formas llegarían. Fueran lo que fuesen. Y la sombra tras los cristales de espejo se convirtió en un acontecimiento diario. Bastante después de haber comido, la mancha aparecía en uno de los cristales de espejo. No fallaba. Las primeras semanas pequeña y sin definir, pero después más enfocada y mayor. Se iba acercando.

Ya sabía que desde fuera la podían ver con total claridad. Un día orientarían los focos directamente hacia ella y exigirían que representara su papel. Podía imaginarse el provecho que sacaban de ello las bestias al otro lado del cristal, pero eso no le interesaba.

Cuando se acercaba el día en que cumpliría treinta y cinco años, de pronto apareció otra sombra más en el cristal. Era algo mayor y no tan clara, y bastante más alta que la otra.

Hay otra persona detrás, pensó Merete, y sintió miedo al comprender que estaba en patente minoría, y que la superioridad numérica de los del otro lado del cristal se había manifestado.

Necesitó un par de días para acostumbrarse a la nueva situación, pero pasado ese tiempo decidió retar a sus guardianes.

Se había tumbado bajo los cristales para esperar a las sombras. Donde no podían verla. Ellos acudían a observarla, pero ella se negaba a dejarlos salirse con la suya. No sabía cuánto tiempo esperarían a que saliera de su madriguera. En eso consistía la maniobra.

Cuando le entraron ganas de orinar por segunda vez aquel día se levantó y miró directamente al cristal de espejo. Como siempre, había un fulgor procedente de la luz del otro lado, pero las sombras habían desaparecido.

Aquella operación la repitió tres días seguidos. Si quieren verme, que lo digan directamente, pensó.

Al cuarto día se preparó. Se tumbó bajo los cristales, repitiendo con paciencia sus libros de memoria, mientras agarraba convulsivamente la linterna con la mano. La había probado la noche anterior, y la luz inundó la celda y la dejó aturdida. Al final llegó el dolor de cabeza. La potencia de la luz era abrumadora.

Cuando llegó el momento en que solía aparecer normalmente la sombra, echó un poco la cabeza hacia atrás para poder mirar a los cristales. En uno de los ojos de buey aparecieron de pronto como dos nubes en forma de hongo, más cerca que nunca. Repararon en ella en el acto, porque se retiraron un poco, y pasado un minuto o dos volvieron a adelantarse.

En aquel momento saltó, encendió la linterna y la apretó contra el cristal.

Los reflejos rebotaron en la pared del fondo, pero una pequeña parte de la luz atravesó el cristal de espejo y se posó de manera traicionera como un débil fulgor lunar en las siluetas de detrás, y las pupilas que la miraban fijamente se contrajeron y volvieron a dilatarse. Se había preparado para el sobresalto que se llevaría si tenía suerte en su plan, pero no había imaginado con qué fuerza iba a quedar marcada en su conciencia la visión de los dos rostros velados.

23

2007

Carl concertó dos citas en Christiansborg y fue recibido por una mujer larguirucha que aparentemente llevaba pisando los suelos encerados desde niña y pudo guiarlo por el dédalo de pasillos hasta el despacho del vicepresidente de los Demócratas con una familiaridad que llenaría de envidia a un caracol en su concha.

Birger Larsen era un político con experiencia que sustituyó a Merete Lynggaard en la vicepresidencia tres días después de su desaparición, y desde entonces se había caracterizado por ser el pegamento que debía mantener las dos alas del partido más o menos en contacto. La desaparición de Merete Lynggaard había dejado un gran vacío en el partido. En su momento el viejo líder señaló casi a ciegas sucesor, un globo aerostático de mujer sonriente que en primera instancia se convirtió en portavoz del partido, aunque nadie, aparte de la nombrada, quedó contento con la elección. No habían pasado ni dos segundos para cuando Carl se dio cuenta de que Birger Larsen prefería hacer carrera en una pequeña empresa de provincias que tener que trabajar a las órdenes de una candidata a primera ministra tan imbuida de sí misma como aquélla.

Ya le llegaría la hora en que no estaría en su mano tomar la decisión.

—A día de hoy sigo sin poder meterme en la cabeza que Merete se suicidara —comenzó, sirviendo a Carl una taza de café tan tibio que no importaba meter el dedo en la taza—. Creo que no he conocido a nadie en esta casa tan vital y rebosante de alegría como ella. —Se alzó de hombros —Pero al fin y al cabo, ¿qué sabemos de nuestros semejantes? ¿Acaso no hemos sufrido todos alguna tragedia irreparable cercana que no vimos llegar a tiempo?

Carl asintió con la cabeza.

—¿Tenía enemigos en el Parlamento?

Birger Larsen trató de sonreír, enseñando una hilera de dientes de lo más irregulares.

—¿Quién carajo no los tiene? Merete era la mujer más peligrosa de la casa para el futuro del Gobierno, para la influencia de Piv Vestergård, para la posibilidad de que los Radicales de Centro llegaran al cargo de primer ministro… para cualquiera que quisiera disputar el puesto que sin duda habría ocupado Merete si le hubieran dado un par de años más.

—¿Cree que recibió amenazas de alguien aquí?

—Vamos, Mørck, los parlamentarios somos demasiado listos para ese tipo de cosas.

—¿Quizá tuviera algunas relaciones personales que pudieron convertirse en celos o en odio? ¿Sabe algo de eso?

—Que yo sepa, Merete no estaba interesada en las relaciones personales. Para ella todo era trabajo, trabajo y trabajo. Ni tan siquiera a mí, que la conozco desde que estudiábamos Ciencias Políticas, me permitía acercarme más de lo que ella quería.

—¿Y ella no quería?

Los dientes volvieron a asomar.

—¿Se refiere a si la cortejaban? Sí, me vienen a la cabeza al menos cinco o diez de esta casa que gustosamente sacrificarían a sus mujeres por diez minutos a solas con Merete Lynggaard.

—¿Tal vez usted incluido? —Carl se permitió sonreír.

—Sí, ¿y quién no? —convino, y los dientes desaparecieron—. Pero Merete y yo éramos amigos. Sabía dónde estaban mis límites.

—Pero ¿había quizá alguien que no lo sabía?

—Eso tendrá que preguntárselo a Marianne Koch.

—¿Su antigua secretaria? —ambos hicieron un gesto afirmativo—. ¿Sabe por qué la sustituyó?

—La verdad es que no. Llevaban un par de años trabajando juntas, pero posiblemente Marianne se comportaba con demasiada camaradería para el gusto de Merete.

—¿Dónde puedo encontrar a esa Marianne Koch hoy en día?

Un brillo jocoso apareció en los ojos de Birger Larsen.

—Supongo que en el mismo sitio en el que la ha saludado hace diez minutos.

—¿Ahora es su secretaria? —se sorprendió Carl, apartando la taza y señalando hacia la puerta—. ¿La que está ahí fuera?

Marianne Koch era muy diferente de la mujer que lo acompañó hasta allí. Menuda y de tupido y rizado pelo negro que olía a tentaciones desde el otro lado de la mesa.

—¿Por qué no seguiste de secretaria de Merete Lynggaard durante la última época antes de que desapareciera? —preguntó tras las frases introductorias de rigor.

La reflexión se dibujó en forma de ondas sobre las cejas vivarachas.

—Tampoco yo lo entendí. En aquel momento, al menos, no; de hecho, me enfadé bastante con ella. Pero después descubrí que tenía un hermano retrasado a quien cuidaba.

—¿Y…?

—Bueno, yo pensaba que tenía un novio, por el secretismo que la rodeaba y por la prisa que tenía siempre por volver a casa.

Carl sonrió.

—¿Y se lo dijiste?

—Sí, fue una tontería, ahora me doy cuenta. Pero pensaba que éramos más íntimas de lo que éramos. Siempre se aprende algo —dijo sonriendo tan irónicamente que los hoyuelos se alinearon. Si Assad la conociera se quedaría paralizado.

—¿Había alguien en el Parlamento que quisiera llevársela al huerto?

—Ya lo creo. De vez en cuando recibía papelitos, pero sólo había uno que se diera a conocer en serio.

—¿Puedes revelarme quién era?

La secretaria sonrió. Era capaz de desvelar cualquier cosa si estaba de humor para ello.

—Sí, era Tage Baggesen.

—El nombre me suena.

—Estoy segura de que eso lo pondría contento. Creo que ha sido portavoz de los Radicales de Centro durante mil años, por lo menos.

—¿Esto se lo has contado a alguien?

—Sí, a la policía, pero no le prestaron demasiada atención.

—¿Tú sí?

La mujer se encogió de hombros.

—¿Hubo otros?

—Muchos otros, pero nada serio. Conseguía lo que buscaba cuando salía de viaje.

—¿Me estás diciendo que era ligera de cascos?

—Bueeeno, interpretarlo así… —replicó, volviéndose y tratando de reprimir una carcajada—. No, desde luego que no lo era. Pero tampoco era ninguna monja. Lo que pasa es que no sé con quién iba al convento, no me lo dijo nunca.

—Pero ¿andaba con hombres?

—Al menos se reía cuando la prensa del corazón sugería otra cosa.

—¿Podría pensarse que Merete Lynggaard pudiera tener razones para dejar el pasado atrás y empezar una nueva vida?

—¿O sea, que en este momento está tostándose al sol en Bombay? —profirió Marianne Koch con expresión indignada.

—En algún lugar donde la vida fuera menos problemática, sí. ¿Podría pensarse eso?

—Es completamente absurdo. Era una mujer de lo más cumplidora. Ya sé que es precisamente ese tipo de gente la que se desploma como un castillo de naipes y un buen día desaparece, pero Merete no era así.

Calló y se quedó pensativa.

—Pero es una idea bonita —convino, sonriendo—. Que Merete aún podría estar viva.

Carl asintió en silencio. Se elaboraron montones de perfiles psicológicos de Merete Lynggaard al poco tiempo de su desaparición, y todos llegaban a la misma conclusión: Merete Lynggaard no había desaparecido voluntariamente. Hasta la prensa del corazón rechazó esa posibilidad.

—¿Has oído hablar de un telegrama que recibió el último día que estuvo aquí, en el Parlamento? —preguntó—. ¿Un telegrama de San Valentín?

La pregunta pareció irritarla. Estaba claro que estaba dolida por no haber sido parte de la vida de Merete Lynggaard en su última etapa.

—No. La policía ya me lo preguntó, y al igual que a ellos tengo que remitirte a Søs Norup, que es quien me reemplazó.

Carl se quedó mirándola con las cejas arqueadas. —¿Estás amargada por ello?

—Por supuesto, ¿tú no lo estarías? Llevábamos dos años trabajando juntas sin problemas.

—Y no sabrás por un casual dónde está Søs Norup ahora, ¿verdad?

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