La muerte lenta de Luciana B. (7 page)

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Authors: Guillermo Martínez

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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—No. Lo vi de lejos, en una de las calles laterales, junto a una de las tumbas, supongo que la de su hija. Estaba en cuclillas, con la mano extendida hacia la lápida y parecía hablarle, o me pareció ver que movía los labios. Pero creo que fue deliberadamente ese día, para que yo lo viera.

—¿No podría ser una coincidencia? Quizá fuera la fecha del cumpleaños de la hija. O el día de la semana que elegía para visitar la tumba.

—No; el cumpleaños de ella era en agosto. Yo creo que estaba ahí con un único propósito: dejarse ver, para que yo supiera que esas muertes también habían sido parte de su venganza. Que no estábamos, como yo había creído, equiparados. En realidad él me lo había advertido desde el principio. Me lo había dicho con todas las letras. Sólo que yo no supe entenderlo.

—¿Te había dicho... qué?

—Lo que me ocurriría. Pero no me creerías si te lo digo. Ya me pasó una vez: mi propio hermano no me creyó. Deberías verlo por vos mismo —y se inclinó un poco hacia delante, como si se decidiera a revelarme una parte—. Tiene que ver con la Biblia que me dio en la audiencia.

Había bajado la voz al decirme esto y quedó en suspenso, con los ojos fijos en mí, como si me hubiera hecho parte de su secreto más celosamente guardado y no confiara del todo en que yo estaría a la altura de la revelación.

—¿La trajiste? —pregunté.

—No, no me decidí a traerla. No quise sacarla de mi casa porque es a la vez la única prueba que tengo contra él. Quería pedirte que me acompañaras ahora, para mostrártela.

—¿Ahora? —pregunté, sin poder evitar consultar mi reloj. Empezaba a anochecer y advertí que la había escuchado durante más de tres horas. Pero Luciana no parecía dispuesta a soltarme.

—Podríamos ir ahora, sí. Es un viaje de subte. En realidad iba a pedirte de todos modos que me acompañaras a casa. Últimamente me da mucho miedo volver sola cuando oscurece.

¿Por qué dije que sí cuando todo adentro de mí decía que no? ¿Por qué no la despedí con cualquier excusa, y puse mil kilómetros de distancia? Hay veces en la vida, pocas veces, en que uno alcanza a percibir la bifurcación vertiginosa, fatal, de un pequeño acto. La propia ruina que acecha detrás de una decisión trivial. Sabía esa tarde, por sobre todas las cosas, que no debía escucharla más. Y sin embargo, como si no pudiera resistirme a la inercia de la compasión, o de los buenos modales, me puse de pie para seguirla a la calle.

Capítulo 3

Caminamos en el frío hacia la boca del subte. Se había hecho casi la hora de la cena y con los negocios cerrados la ciudad se veía desanimada y oscura. La gente desaparecía hacia sus casas y las calles tenían esa cualidad desértica y silenciosa de los domingos cuando se aproxima la noche. En la avenida, que estaba algo más concurrida, tuve que apurarme para seguir los pasos de Luciana. Todos los signos de nerviosismo que yo había espiado en ella mientras conversábamos, ahora en la calle parecían acentuarse, como si se creyera verdaderamente perseguida de cerca por alguien. Cada tres o cuatro pasos giraba la cabeza hacia atrás en un movimiento involuntario y al llegar a las esquinas miraba en las dos direcciones la gente y los autos. Cuando nos deteníamos frente a un semáforo se llevaba la mano furtivamente a la boca para despellejarse los dedos y la vigilancia de sus ojos a uno y otro lado no parecía tener descanso. En el andén del subte se paró muy por detrás de la línea amarilla y miraba por encima de mi hombro cada persona que se nos acercaba. Durante el trayecto, que fue muy corto, apenas cambiamos palabras, como si ella necesitara toda su atención para registrar las caras dentro del vagón y estudiar a los pocos pasajeros nuevos que subían en cada estación. Sólo pareció tranquilizarse otra vez cuando salimos del subte y doblamos en una de las esquinas, desde donde me señaló su edificio en la mitad de la cuadra, como si fuera una fortaleza segura a la que llegábamos después de una peripecia llena de peligros. Vivía, me dijo, en el último piso, y me indicó en lo alto un gran balcón que sobresalía a la calle. Subimos todavía en silencio en el ascensor y salimos a un espacio estrecho con pisos de parquet y puertas con las letras A y B en cada uno de los extremos. Luciana se dirigió hacia la izquierda y abrió la puerta de su departamento con una mano todavía algo temblorosa. La seguí adentro de un living muy grande, que se extendía en L hacia uno de los costados. Ella lo cruzó con pasos rápidos hacia el ventanal por donde entraba la noche y cerró las cortinas con un gesto de fastidio. Me dijo que mil veces le había pedido a su hermana que corriera las cortinas antes de salir a la calle. No le gustaba llegar de noche y ver ese rectángulo negro. Pero su hermana parecía hacérselo a propósito.

—¿Y dónde está ella ahora? —pregunté.

—En la casa de una amiga, con la que hacen la revista del colegio. Tenían que diagramar la tapa. Me dijo que volvería tarde, quizá incluso se quede a dormir allá esta noche.

Lo había dicho sin mirarme, mientras recogía una taza que había quedado sobre un mueble y encendía una lámpara sobre una mesita baja de vidrio. Apagó la luz principal y el cuarto quedó en media penumbra. Yo todavía estaba de pie, sin decidirme a sentarme en el sillón que ella había liberado de papeles, con la sensación cada vez más aguda de haber caído en una trampa cuidadosamente preparada. Luciana me miró de pronto, como si recién ahora reparara en mi inmovilidad.

—Puedo preparar algo de comer, si querés; ¿qué te parece?

—No —dije, y miré mi reloj—. Gracias. Solamente un café. Me tengo que ir en media hora: todavía no preparé mi clase de mañana.

Me miró fijamente, y sostuve como pude su mirada. Parecía herida, y algo humillada, como si se le hubiera cruzado el mismo pensamiento que a mí: cuánto habría dado yo por un ofrecimiento así en otra época.

—Me dijiste que sería sólo un momento —dije, cada vez más incómodo—. Por eso te acompañé. Pero tengo que dar clase mañana temprano.

—Está bien —dijo—: un café. Ya lo traigo. Y podés sentarte de todos modos.

Desapareció en dirección a la cocina y me senté en uno de los sillones solemnes y mullidos que rodeaban la mesita. Miré alrededor: la araña de caireles, los muebles oscuros y pesados, el crucifijo de metal en una de las paredes, los objetos amontonados en una bibliotequita, todo daba la impresión de un lugar detenido en el tiempo, con una decoración anticuada, severa, que habría elegido la madre muchos años antes, quizá con muebles heredados, y que las hijas, ahora solas, no habían tenido fuerzas para cambiar. Había una fotografía con un marco de plata junto a la lámpara. Allí estaban todos. Era un atardecer en la playa, seguramente en Villa Gesell, y las caras se veían enrojecidas por el sol y felices. El padre, de pie, cargaba una sombrilla; la madre alzaba una canasta, y los tres hijos estaban sentados en la arena, como si todavía no quisieran irse. Vi a Luciana, otra vez delgada y jovencísima, detrás de su hermanita. Luciana tal como la había conocido. Casi tuve que cerrar los ojos para apartar la imagen. Escuché sus pasos que volvían de la cocina y traté de volverla a su lugar, pero no logré desplegar a tiempo el soporte detrás del marco. Luciana dejó la bandeja con las tazas sobre la mesa y la alzó para mirarla también por un instante.

—Es la última foto en la que estamos todos juntos —dijo—. Fue el verano antes de que te conociera. Mi hermano Bruno todavía no estaba recibido. Y yo tenía la misma edad que Valentina ahora. Sólo que era un poco más madura, creo —dijo y dejó la foto otra vez bajo la lámpara. Tomó un sorbo de su café y volvió a levantarse, como si se hubiera olvidado lo más importante—. Voy a traer la Biblia —dijo.

Desapareció en el pasillo que conducía a las habitaciones y pasaron dos o tres minutos. Cuando la vi regresar tuve otra vez la sensación de alarma cercana al miedo que provoca la locura ajena. Se había puesto unos guantes de látex que le llegaban más arriba de las muñecas y traía el gran libro sostenido delante del cuerpo, como si fuera la sacerdotisa de un rito propio y portara una reliquia que pudiera desintegrarse. Debajo de uno de los brazos sobresalía una caja de cartón rectangular. Dejó el libro sobre la mesa y me extendió la caja.

—Son los guantes que usaba en la facultad para las pruebas de laboratorio —dijo—. Están las huellas de Kloster en la página y es la única prueba que tengo contra él. No quisiera que se mezclen con otras.

Me los puse con dificultad, porque eran demasiado estrechos, y juré para mis adentros que sería la última concesión que me arrancaría. Recién cuando me vio las dos manos enfundadas deslizó hacia mí el libro, que era verdaderamente imponente y muy hermoso, con tapas de cuero grabadas, el canto de las hojas dorado y un cordoncito rojo como señalador.

—La noche en que murieron mis padres, apenas me llamó Bruno, me acordé de esta Biblia que él me devolvió en la audiencia. Cuando colgué el teléfono, antes de salir para el hospital, la abrí en la página que había quedado señalada. Así como te la doy me la entregó Kloster: con el cordón en esa página.

Abrí el libro donde estaba marcado, no muy lejos del principio. Era el relato del Antiguo Testamento sobre el primer asesinato, la muerte de Abel a manos de su hermano, y el ruego último de Caín, cuando Dios lo castiga al destierro. Leí en voz alta, con un tono de interrogación, sin estar muy seguro si era el párrafo al que ella se refería: «Tú hoy me arrojas de esta tierra y yo iré a esconderme de tu presencia y andaré errante y fugitivo por el mundo; por lo tanto, cualquiera que me halle, me matará».

—Un poco más abajo, la promesa que recibe de Dios.

—«No será así: antes bien, cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor.»

—Un castigo siete veces mayor. ¿Te das cuenta? Esa era la línea que Kloster quería que leyera. La que me estaba destinada. Durante el tiempo que trabajé con él me dictaba una novela que nunca publicó sobre una secta cainita que toma al pie de la letra esta proporción para vengar a los suyos. La ley divina, la que había establecido Dios para ellos, no era ojo por ojo, diente por diente. Era siete por uno.

Su mirada se había clavado otra vez en mí con una fijeza ansiosa, como si vigilara en mi cara la menor aparición de un gesto de incredulidad. Le devolví la Biblia y me quité los guantes.

—Siete por uno... pero no se cumplió exactamente, ¿no es cierto? —dije, sin dejar de estudiarla. Me daba cuenta de que empezaba de verdad a temerle.

—Dios mío, ¿no te das cuenta? Se está cumpliendo paso a paso. Y si nadie se entera, si nadie lo detiene, seguirá y seguirá.

—Todavía ni siquiera veo —dije— cómo podría haber sido él en los dos primeros casos que me contaste.

—Sí, eso era también lo más enloquecedor para mí. Desde que abrí la Biblia y vi esa frase ya no tenía más dudas de que había sido él, pero no podía todavía imaginar cómo lo habría hecho cada vez. Sólo pensaba en esto. Dejé incluso de comer en esos días, sentía como si tuviera una fiebre mental que me impedía hacer cualquier otra cosa. En realidad sí creía saber cómo había hecho en el caso de mis padres. Sólo había tenido que seguirme durante el primer verano hasta mi casa para ubicar el bosquecito de los hongos. Era el único dato que le faltaba. Yo creo que volvió a viajar a Villa Gesell en secreto uno o dos días antes de la fecha del aniversario y dispersó hongos venenosos entre los comestibles, pero sin las volvas, para que no hubiera modo de distinguirlos. Les arrancó las volvas. Y antes de irse se cuidó de dejar dos o tres enterradas con hojas y ramitas, para el caso de que hubiera después un peritaje.

Traté de imaginar a Kloster, el Kloster que aparecía en los diarios y afiches, ocupado en esos desplazamientos jardineriles.

—Supongo que es posible, aunque suena un poco complicado: parece más bien el tipo de crimen que hubiera elegido para una de sus novelas —dije. Pero a la vez, y quizá por eso mismo, tuve que admitir para mis adentros, no me parecía tan irrazonable—. ¿Y cómo se las habría arreglado en el caso de tu novio?

Luciana me miró con ojos brillantes, como si fuera a confiarme una fórmula prodigiosa que ella sola contra el mundo había encontrado.

—La taza de café con leche. Ésa era la clave. Me desperté un día de madrugada, sobresaltada con la solución: recordé de pronto la discusión que había tenido con Ramiro, sobre la camarera y el café con leche que me llegaba frío. Yo había pensado que era una pequeña maldad dedicada a mí para molestarme, pero en realidad, ahora que lo veía a la distancia, no era más que una conducta típica de los mozos: para ahorrarse un trayecto la chica a veces esperaba a que le pusieran en la bandeja, junto con el nuestro, el pedido de alguna otra mesa. Como era la única camarera que atendía afuera, también era muy frecuente que los pedidos quedaran por un minuto o dos sobre la barra, hasta que ella volvía a entrar. Kloster estaba sentado exactamente ahí, en el lugar donde la dueña dejaba las bandejas con las tazas. Y sabía muy bien que yo tomaba café con leche, de manera que sabía también que la taza de café negro tenía que ser la de Ramiro. Sólo tuvo que esperar al primer día de mar dudoso, para que pudiera confundirse con un accidente.

—¿Querés decir que envenenó el café de tu novio?

—No creo que haya sido un veneno: hubiera sido demasiado arriesgado. Él tenía que saber que habría después una autopsia de rutina. Yo creo que eligió una sustancia que los forenses en principio no buscaran, algo que pudiera provocarle una arritmia, o un principio de asfixia, o quizá calambres masivos. Él fue nadador y seguramente sabe, por ejemplo, que el drenaje brusco de potasio provoca calambres. Pudo ser simplemente un diurético poderoso. Al principio, apenas me di cuenta de cómo había ocurrido todo, pensé que debía convencer a los padres de Ramiro para que exhumaran el cadáver, pero ahora creo que sería peor. Estoy segura de que también esto lo calculó bien: no se encontraría nada y él quedaría otra vez fuera de sospechas.

—¿Y le contaste algo de todo esto a alguien?

Su mirada volvió a nublarse.

—A mi hermano. Esa madrugada, cuando todo se aclaró para mí, fui a verlo a su guardia en el hospital. Creo que estaba un poco exaltada: llevaba desde el entierro varios días sin dormir. Me temblaban las manos y tenía una especie de excitación febril. Le mostré la Biblia y le conté del juicio, de la muerte de la hijita de Kloster, de los cainitas y las venganzas de siete por uno. Le expliqué cómo pensaba yo que había planeado las muertes en cada caso. Pero creo que me enredé un poco: no podía contarlo con la misma claridad con que había visto todo. A partir de un momento advertí que había dejado de escucharme y que me estaba estudiando con ojos médicos. Parecía verdaderamente alarmado. Me preguntó cuánto tiempo llevaba sin dormir y se fijó en el temblor de mis manos. Me dijo que esperara allí y salió por unos segundos de la salita. Había dejado el libro que estaba leyendo sobre el escritorio. Lo di vuelta, porque me pareció ver algo horriblemente familiar en la tapa. Era una novela de Kloster. Creo que en ese momento me derrumbé. Mi hermano reapareció con una médica psiquiatra que también estaba de guardia en el hospital, pero yo no quise contestar ninguna pregunta. Me daba cuenta perfectamente de lo que estaban pensando. La médica me explicó que me darían un sedante para dormir. Me hablaba con una vocecita asquerosamente calma, como si le estuviera explicando algo a una criatura. Mi propio hermano me dio la inyección. Mi propio hermano, que durante la guardia leía a Kloster.

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