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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (5 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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A primeros de septiembre, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos presentó una enmienda a un proyecto presidencial de ayuda alimentaría, fijando una línea Plimsoll para las reservas nacionales de alimentos
[3]
. Para ser consumida en los Estados Unidos únicamente, a partir de ahora tendría que guardarse una cierta cantidad mínima de todas las provisiones.

Ann no podía disimular su indignación:

—¡Millones de personas enfrentándose al hambre, y todos esos tíos gordos se niegan a darles comida!

Estaban tomando el té en el jardín de los Buckley. Los niños, cada uno con su ración de pastas, se habían ido a jugar entre los árboles, de donde procedían de vez en cuando chillidos y risas.

—Como quiera que soy uno de los que piensan ser un tío gordo y viejo —dijo Roger—, no estoy seguro de que no deba molestarme por lo que has dicho, Ann.

—Debes admitir que todo esto suena a insensibilidad —replicó John.

—Cualquier acto de defensa propia es así. El problema de los norteamericanos es que sus cartas están siempre sobre la mesa. Los otros países productores de grano se sentarán sobre sus almacenes sin decir esta boca es mía.

—No puedo creerlo —replicó Ann.

—¿No? Cuando los rusos vayan a enviar a Oriente otro barco cargado de grano, me lo dices. Yo tengo un par de viejos sombreros que también pueden comerse.

—Aun así... Está el Canadá, Australia, Nueva Zelanda.

—No moverán un dedo si hacen caso al gobierno inglés.

—¿Y por qué va a decirles nuestro gobierno que no manden ninguna ayuda?

—Porque podríamos necesitarla nosotros. Confiemos seriamente —y quizás podría afirmar que desesperadamente— en que la sangre que nos une sea más fuerte que el agua que nos separa. Sí el virus no está vencido el próximo verano...

—¡Pero esa gente se está muriendo de hambre ahora!

—Cuentan con nuestra más profunda simpatía.

Ella clavó sus ojos en él con evidente disgusto.

—¡Cómo puedes hablar así!

—En una ocasión estuvimos de acuerdo en que yo era un caso de retroceso, ¿recuerdas? —replicó Roger, devolviendo la mirada—. Si yo irrito a las personas que me rodean, no olvides que ellas también pueden fastidiarme a mí a veces. Me molesta el individuo sin ideas claras. Yo creo en el instinto de conservación, y no estoy dispuesto a consentir que me pongan el cuchillo al cuello sin haber luchado antes. Yo no veo bien el dar el último mendrugo de nuestros hijos a un mendigo hambriento.

—El último mendrugo... —dijo Ann, contemplando la mesa, que se hallaba cubierta con los restos de una abundante merienda—. ¿Así llamas tú a esto?

—Si yo mandara en esta nación —respondió Roger—, llevaríamos ya tres meses sin galletas y sin delicados panecillos. Pero aun así no me habría sobrado nada para mandar a los asiáticos. ¡Dios mío! ¿Pero es que no vais a considerar nunca las realidades económicas de este país?

—Si nosotros nos cruzamos de brazos —dijo Ann—, y permitimos que todos esos millones de personas mueran de hambre sin mover un dedo para ayudarles, entonces somos merecedores de que nos pase a nosotros igual.

—¿De verdad? —preguntó Roger—. ¿Y quiénes son «nosotros?» ¿Es que Mary, Davey y Steve tienen que morirse de hambre porque yo estoy endurecido?

—Creo que es mejor no seguir hablando de ello —intervino Olivia—. Parece ser que no hay nada que podamos hacer nosotros, quiero decir por nosotros mismos. Lo único que podemos hacer es confiar en que las cosas no empeoren de ese modo.

—Según las últimas noticias —dijo John—, tienen ya algo que da buenísimos resultados contra la fase cinco.

—¡Exacto! —exclamó Ann—. Y si eso es así, ¿qué justificación hay para no enviar auxilios a Oriente? ¿Que tuviéramos que pasar por el racionamiento durante el próximo verano?

—¡Buenísimos resultados! —repitió irónicamente Roger—. ¿Sabéis acaso que han descubierto tres fases más, aparte de la cinco? Personalmente, yo sólo veo una salida: resistir hasta que el virus se muera por sí solo, de viejo. A veces pasa. Que por entonces haya un tallo de hierba para volver a empezar las cosas desde cero, es otra cuestión.

Agachándose, Olivia se puso a observar el césped sobre el que estaban sus sillas.

—Verdaderamente, cuesta creer que eso mate todas las hierbas sobre las que cae, ¿no es cierto?

Roger arrancó un tallo de hierba y lo sostuvo entre el pulgar y el índice.

—Se me ha acusado de no tener imaginación —dijo—. Eso no es verdad. Soy capaz de visualizar perfectamente la situación de los hambrientos indios. Pero también puedo visualizar a esta tierra marrón y pelada, desnuda y desierta, y a nuestros hijos masticando la corteza de los árboles.

Durante un rato permanecieron todos sentados y en silencio. Un silencio en cuanto a palabras, pero acompañado por el distante canto de un pájaro y los excitados gritos de felicidad de los niños.

—Mejor será que nos vayamos —dijo John—. Tengo que ir a buscar el coche, porque lo he aparcado bastante lejos de aquí.

Después de llamar a Mary y David, continuó:

—Es probable que eso no ocurra jamás, Roger. Tú lo sabes.

—Soy tan débil como vosotros —replicó Roger—. Pero yo debería aprender la lucha sin armas y la manera mejor de trinchar un cuerpo humano para asarlo. Ahora estoy a la expectativa.

De regreso a casa, Ann exclamó de pronto:

—Es una actitud bestial. ¡Bestial!

John movió la cabeza para advertirla de la presencia de los niños.

—Sí, ya lo sé —asintió Ann—. Pero es horrible.

—Habla mucho —dijo John—. Pero en realidad no dice nada.

—A mí me parece lo contrario.

—Olivia tiene razón, ya sabes. No hay nada que podamos hacer individualmente. Sólo esperar y ver, y confiar en lo mejor.

—¿Confiar en lo mejor? ¡No me digas que has empezado a dar crédito a sus lóbregas profecías!

Sin contestar inmediatamente, John miró a las dispersas hojas del otoño y a la limpia hierba del barrio. En su curso, el coche atravesó un espacio de diez o quince metros en donde la hierba había sido arrancada de raíz, quedando la tierra pelada: otra pequeña batalla en la campaña contra la fase cinco.

—No, creo que no —replicó John—. No sería posible, ¿verdad?

Durante la transición del otoño al invierno, las noticias procedentes de la zona oriental siguieron empeorando paulatinamente. Después de la India fueron Birmania e Indochina las que tuvieron que afrontar el hambre y la barbarie. No tardaron en seguirles el Japón y los estados orientales de la Unión Soviética, en tanto que del Pakistán salía una desesperada ola de conquista de Occidente que, aun cuando se componía de vagabundos hambrientos y desarmados, llegó hasta Turquía antes de ser detenida.

Los países que relativamente no habían sido afectados todavía por el virus Chung-Li, contemplaban la escena con un mero horror de credulidad. Las noticias oficiales subrayaban el volumen de este océano de hambre en el que cualquier auxilio no representaría más de una gota, pero eludían la cuestión de si se podía disponer realmente de alimentos para ayudar a las víctimas. Por otro lado, quienes clamaban a favor de enviar provisiones eran una minoría, y una minoría cada vez más impopular a medida que penetraba con más claridad la magnitud del desastre y el mundo occidental vislumbraba con más nitidez su propagación.

No fue hasta casi la Navidad que los barcos cargados de trigo volvieron a poner su rumbo hacia Oriente. Ello se debió a las alentadoras noticias procedentes del hemisferio sur en el sentido de que en Australia y en Nueva Zelanda se estaba siguiendo un cuidadoso sistema de inspección y destrucción del virus que lo mantenía bajo control. Al ser el verano particularmente brillante, las perspectivas eran de una cosecha que sólo sería un poco menor de lo normal.

De la mano de estas noticias llegó una nueva ola de optimismo. Se explicaba que el desastre en el Oriente se había debido sobre todo a la falta de entereza que era esperable en los asiáticos. Aunque era imposible sacar completamente al virus de los campos, los australianos y los habitantes de Nueva Zelanda habían demostrado que podía ser controlado en ellos. Con una vigilancia similar, Occidente podría sobrevivir por tiempo indefinido y sin grandes escaseses. Mientras tanto, en los laboratorios proseguía la lucha contra el virus. Cada día que pasaba estaba más próximo el momento del triunfo sobre el invisible enemigo. Fue en esta atmósfera de moderado optimismo que los Custances realizaron su acostumbrado viaje hacia el norte para pasar las Navidades en Blind Gilí.

La primera mañana, John paseó con su hermano por los alrededores de la granja. El espacio pelado más cercano se hallaba a menos de cien metros del edificio principal. Medía unos tres metros de largo; la tierra, helada y negra, estaba desnuda frente al cielo del invierno.

John, lleno de curiosidad, se acercó a aquel terreno, y David le siguió.

—¿Tenéis muchos de éstos aquí? —preguntó.

—Alrededor de una docena.

La hierba que rodeaba la peladura, si bien se hallaba blanca por la escarcha, era claramente sana.

—Parece que tú vas capeando muy bien el temporal.

—Esto no significa nada —respondió David, moviendo la cabeza—. Hay bastantes evidencias de que el virus sólo se extiende durante la estación de desarrollo, pero nadie sabe si eso quiere decir o no que puede permanecer latente en la planta durante los demás períodos. Dios sabe lo que va a traernos la primavera. Las tres cuartas partes o más de mis pequeñas parcelas de plaga provienen del final de la estación.

—Así que a ti no te impresiona el optimismo oficial...

David señaló con su bastón el suelo desnudo.

—Lo que me impresiona es
eso
.

—Ya verás cómo acabarán con ello. Están seguros de lograrlo.

—Del Consejo salió un decreto —dijo David— por el que se establecía que toda la tierra anteriormente sembrada de grano debía convertirse ahora en cultivo de patatas.

—Ya me enteré —asintió John.

—Acaba de ser cancelado. Lo oí en la radio anoche.

—Por lo visto, confían en que las cosas van a ir bien.

—Ellos pueden confiar en lo que quieran —replicó, sonriendo, David—. Pero la próxima primavera yo planto patatas y remolachas.

—¿Ni trigo ni cebada?

—Ni un acre.

—Si por entonces es vencido el virus —dijo, pensativo, John—, el grano va a ponerse por las nubes.

—¿Y tú crees que no han pensado otros en lo mismo? ¿Por qué te imaginas que han anulado el decreto?

—La cosa es muy compleja, ¿verdad? Si se prohíben los cultivos de grano y el virus llega a ser dominado, este país tendrá que comprar todo su trigo en ultramar, y a precios elevadísimos.

—Es una jugada delicada —intervino David—. La vida de la nación contra impuestos más altos.

—Las probabilidades deben ser muchas.

David meneó la cabeza.

—A mí no me parecen bastantes. Yo plantaré patatas.

La tarde del día de Navidad, David volvió a sacar el tema. Mary y el joven David habían salido al exterior para eliminar los efectos de una copiosa comida navideña. Los tres adultos, que preferían un modo más plácido de digestión, se acomodaron en sus sillones mientras medio escuchaban una sinfonía de Haydn en el tocadiscos.

—¿Cómo te fue con tu monstruosidad, John? —preguntó David—. ¿Lo terminaste a tiempo?

—Me dieron ganas de vomitar cuando lo contemplé en toda su deformidad —contestó John—. Pero en cuanto a absoluta fealdad, aquél no es nada comparado con el que tenemos ahora entre manos.

—¿Y tienes que hacerlo?

—Hay que sacar comisiones de donde sea. Hasta los arquitectos tienen que amoldarse a los caprichos del que tiene el dinero, y yo soy sólo ingeniero.

—Sin embargo, tú no estás atado a nada, ¿no es cierto? Quiero decir personalmente atado.

—Sólo en lo que se refiere al dinero.

—Si quisieras tomarte un año de descanso, ¿podrías hacerlo?

—Desde luego que sí. El único problema sería el de convencer a la familia de que no comiera.

—Es que me gustaría que os vinierais aquí por un año.

John, medio incorporándose por la sorpresa, exclamó:

—¿Qué?

—Me haríais un favor. No tendríais que preocuparos por la cuestión económica. Sólo hay tres cosas que el agricultor pueda hacer con sus ilícitas ganancias: comprar más tierra, gastarlas libertinamente, o acumularlas. Nunca he deseado otras tierras que las del valle, y no sé gastar.

—¿Es por lo del virus? —preguntó lentamente John.

—Quizás parezca estúpido —respondió David—, pero no me gusta el cariz que está tomando esto. Y he visto las fotografías de lo que sucedió en Oriente.

John cruzó su mirada con Ann. Esta dijo:

—Pero eso fue en Oriente, ¿no es verdad? Aunque las cosas se pusieran realmente mal... este país es más disciplinado. Ya hemos padecido otras veces el racionamiento y la escasez. Y en la actualidad no hay signos de ninguna dificultad cierta. Para John sería demasiado tener que dejar sus cosas y venirnos todos aquí, a comer la sopa boba durante un año; y sólo porque ese asunto puede empeorar.

—Ahora estamos aquí —replicó David—, sentados alrededor del fuego, en paz y con la tripa llena. Ya sé que es difícil imaginar un futuro en el que no sea posible vivir así. Pero estoy preocupado.

—Todavía no ha habido una sola enfermedad —afirmó John—, sea en las plantas o en los animales, que no haya desaparecido; mientras que las especies continúan viviendo y resistiendo. Acuérdate de la muerte negra
[4]
.

David meneó la cabeza.

—Sería cuestión de investigarlo. Porque no lo sabemos. ¿Qué fue lo que mató a los grandes reptiles? ¿Las eras glaciales? ¿La competencia? Puede que fuera un virus. ¿Y qué les ocurrió a todas esas plantas que han dejado restos fosilizados pero no descendientes? Es peligroso argumentar partiendo del hecho de que no hemos dado con ese virus en nuestro corto período de observación. Un hombre puede vivir una larga vida sin ver un cometa visible al ojo normal. Pero eso no significa que no haya cometas.

Con aire de resolución, contestó John:

—Es una oferta muy bondadosa por tu parte, Dave, pero yo no puedo aceptarla, ya lo sabes. Me gusta mucho mi trabajo, aunque quizás no me preocupen sus resultados. ¿Cómo te sentirías tú si tuvieras que vivir durante un año en Highgate, y además comiéndote lo ahorrado?

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