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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (32 page)

BOOK: La máscara de Ra
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Amerotke miró al otro lado del estanque. Una abubilla acababa de espantar a otro pájaro de plumas doradas y ahora picoteaba enérgicamente entre la hierba. Recordó el discurso que había pronunciado Senenmut ante los soldados después de la gran victoria sobre los mitanni.

—¿Estabas enterado de todo esto? —preguntó.

—Sí —respondió Senenmut—. Decidí darle la vuelta al asunto: si la divina Hatasu había sido engendrada por un dios, ¿por qué ocultarlo? ¿Por qué no proclamarlo a todo el mundo? —Sonrió—. Al parecer, dio resultado. Desde nuestro regreso a Tebas, la divina señora no ha vuelto a recibir más misivas.

—¡Quiero venganza! —afirmó Hatasu. Su rostro había cambiado: los ojos parecían más grandes y tenía tensa la piel sobre los altos pómulos—. ¡Quiero ver al chantajista colgado de las manos en una cruz! ¡Quiero que entreguen su cuerpo a los perros para que su Ka no llegue nunca al horizonte lejano! —Clavó las uñas en el muslo de Amerotke.

—¿Cómo murió el divino Tutmosis? —preguntó el magistrado.

—Murió de un ataque, delante mismo de la estatua de Amón-Ra. La excitación del momento resultó excesiva para su delicada salud. Cayó al suelo, y lo único que dijo fue: «¡Hatasu, no es más que una máscara!». Murió al cabo de unos instantes. Trasladé el cadáver hasta la cámara mortuoria y allí velé su cuerpo. Entraron otras personas, los miembros del círculo real, no recuerdo quiénes eran. Me entró hambre, pero cuando fui a comer algo de la bandeja que habían dejado junto a la entrada, encontré una pequeña bolsa negra y en su interior una nota. Las amenazas eran muy explícitas: debía cumplir con la orden al pie de la letra. —Exhaló un suspiro—. En la bolsa también había un objeto hecho de marfil con dos dientes y una vejiga de veneno unida a ellos.

—¿Igual que los colmillos de una víbora? —quiso saber Amerotke.

—Así es —asintió Hatasu—. Tenía que clavar los dientes en la pierna de mi marido muerto, justo por encima del talón. Lo hice. A todos los efectos parecía la mordedura de una víbora, pues la piel estaba descolorida. El veneno penetró bien hondo. Después quemé la nota y el objeto que la había acompañado. —Levantó las manos—. Incluso entonces comprendí que algo podría salir mal. La sangre de Tutmosis había dejado de fluir, el veneno no se movía, pero ¿qué hacer? Me aterrorizaba la posibilidad de que el chantajista pudiera susurrarle algo al oído de mi esposo antes de su regreso a Tebas que destruyera mi posición. Después de todo, no le había dado un hijo. Muerto Tutmosis, resultaba todavía más vulnerable; tenía que enfrentarme a la oposición de Rahimere y los demás. Si el chantajista comenzaba a divulgar rumores en ese sentido por toda Tebas, ¿cuánto tiempo más hubiera durado como reina?

—¿Qué me dices de Meneloto? —preguntó Amerotke.

—Dos días después de la muerte de mi marido recibí otro mensaje. Por aquel entonces ya había escuchado que su tumba se había profanado y sabía de los portentos que se vieron a su regreso a Tebas. No podía hacer otra cosa, habían encontrado una víbora a bordo de la nave real, debía presentar cargos contra Meneloto y no decir ni una palabra sobre Sakkara.

—¿Sabes algo de las muertes de los demás?

—No sabemos nada de esos asesinatos —intervino Senenmut.

—¿Qué podía hacer? —repitió Hatasu—. Me amenazaban con la historia de mi padre, tenía que enfrentarme a la oposición de Rahimere; me enviaron al norte para perder una batalla pero los dioses me dieron la victoria. —Levantó la cabeza—. Mi madre tenía razón: fui engendrada por un dios. ¡Soy la amada de Amón-Ra!

—¿Qué pasará con los presuntos culpables?

—Sethos podría tener alguna prueba de la culpabilidad de Rahimere. Quizá sea el responsable de las muertes de Ipuwer y Amenhotep. —La reina sonrió—. Pero eso ya no debe preocuparnos. —Se acercó un poco más a Amerotke—. Hemos revisado los archivos de los mitanni: Rahimere mantenía una comunicación secreta con el rey Tushratta, ¡Ve y díselo, Amerotke! Haz que confiese. ¡No salvará la vida, pero tendrá la ocasión de elegir cómo quiere viajar a los campos de los bienaventurados!

C
APÍTULO
XVI

A
merotke entró en los oscuros pasillos de la Casa de la Muerte debajo del templo de Maat. Los guardias, con los rostros enmascarados, permanecían junto a las antorchas de pino. Un carcelero quitó las trancas de madera y abrió la puerta de un puntapié. El calabozo de Rahimere era pequeño, y casi en el techo, un agujero practicado en la pared encalada dejaba pasar un poco de luz y aire. El antiguo visir estaba irreconocible: tenía la cara cubierta de magulladuras, la piel de un repugnante color gris que se mezclaba con los morados y la sombra de la barba, pero en sus ojos continuaba brillando la malicia. No se molestó en levantarse del jergón verde, y sólo se preocupó de ajustarse el taparrabos mugriento.

—¿Habéis venido a burlaros?

—He venido a preguntar.

—¿Sobre qué?

—Las muertes de Ipuwer y Amenhotep, el atentado criminal contra el general Omendap y el chantaje a la reina. —Amerotke se arrepintió en el acto de su desliz.

—¡Chantaje! —exclamó Rahimere, cruzando las piernas—. ¿A nuestra reina-faraón?

—Me interesan los asesinatos —tartamudeó el juez, todavía un tanto confuso, desconcertado después de su encuentro con Hatasu y Senenmut.

—No soy culpable de ningún asesinato —proclamó Rahimere, que levantó las manos como si quisiera reafirmar su inocencia con el gesto—. ¿La muerte de Ipuwer? ¿Por qué iba a querer matar a Ipuwer? —Inclinó el cuerpo hacia delante—. A Ipuwer le gustaban las adolescentes; le prometí que tendría todas las que quisiera. ¿Qué es eso del chantaje?

Amerotke comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Se volvió hacia la puerta.

—¡No conseguiréis ni una sola prueba en mi contra! —gritó Rahimere—. ¡Si esa perra quiere matarme, tendrá que enviar a sus asesinos aquí abajo!

—No le hará falta —le replicó Amerotke—. Encontraron vuestras cartas al rey mitanni. ¡Ya sabéis cuál es el castigo por traición!

Amerotke dio un portazo y se alejó furioso por el pasillo casi tropezando con los guardias. ¡El lugar apestaba a muerte! Quería salir, pensar, hilvanar el mejor discurso para convencer a la divina Hatasu de que las muertes, los asesinato, el chantaje, quedaran como un misterio. Entró en la Sala de las Dos Verdades; no había nadie a la vista. La corte no se reuniría hasta dentro de cinco días y Amerotke era consciente de que los casos pendientes se habían multiplicado después de los últimos acontecimientos. Se apoyó en uno de los pilares y echó una ojeada a su silla, a las pequeñas mesas y los cojines de los escribas, a los instrumentos de la ley. Desde el patio le llegaron el murmullo de los escribas, los gritos y las risas de los niños.

Cruzó la sala lentamente para contemplar de cerca una de las escenas pintadas en la pared. La diosa Maat, con una pluma de avestruz en el pelo, aparecía en cuclillas delante del señor Osiris, que sostenía la balanza. ¿Cuál sería el veredicto en este caso? se preguntó Amerotke. ¿Cómo lo resolvería? Se dirigió a su capilla privada donde estaba el camarín con la estatua de Maat. El suelo aparecía cubierto con arena limpia, los boles llenos a rebosar con agua sagrada. También habían llenado los pequeños potes de mirra e incienso y habían colocado cojines nuevos delante del camarín. La capilla se veía limpia y olía a fresco.

Amerotke se arrodilló con el propósito de suplicar a la diosa que le guiara, pero entonces se dio cuenta de que no se había purificado la boca ni las manos. ¿Se estaba volviendo igual que Amenhotep? Las imágenes, brillantes como una pintura, aparecieron en su mente. La sangrienta carnicería ante la empalizada del campamento; los hombres que se revolcaban profiriendo los más espantosos alaridos; la sangre que salpicaba las ruedas de los carros de guerra; el galopar de los caballos que destrozaban con los cascos los cuerpos de los caídos. Los gritos de los que pedían misericordia; los guardias de la reina sodomizando a los jóvenes nobles mitanni antes de aplastarles el cráneo contra el suelo. Hatasu resplandeciente en la victoria; Meneloto derrumbado al pie de las escaleras; los
amemet
, como sombras, a su alrededor; la terrible estela de Kéops. Amerotke miró la estatua encerrada en el camarín. ¿Era todo un engaño? ¿No había nadie que escuchara las oraciones? Apareció una sombra que se arrodilló a su lado. El juez miró por encima del hombro.

—Anoche tuve un sueño, mi señor. Soñé que estaba sentado en la copa de una palmera que después se transformó en un sicómoro. Te vi a ti en la sombra, rasgando tus vestiduras.

El rostro del joven reflejaba tanta emoción mientras apretaba un rollo de papiro contra su pecho que Amerotke se tragó la cáustica respuesta que iba a proferir, molesto por la intromisión.

—¿Cuál es el significado, primo?

—Significa que haré el bien, y que tú te verás librado de todo mal. Amo, soy un buen escriba.

—Ya llegará tu ascenso.

—Amo, soy un buen escriba —repitió Prenhoe—. Copio fielmente todo lo que se dice en el tribunal. Mientras tú estabas fuera —añadió con apuro, al ver enfado en los ojos de su pariente—, consulté a colegas.

—Prenhoe, mi mente está…. —El juez exhaló un suspiro al tiempo que hacía un gesto con las manos.

—Shufoy me lo dijo —prosiguió Prenhoe—. Shufoy me habló de tu visita a la cueva del viejo sacerdote de la diosa serpiente, el que se presentó como testigo en el juicio. Me contó lo del rescate.

—¡Ni se te ocurra contárselo a la señora Norfret! —le advirtió Amerotke.

—No, mi señor, pero me pareció que tendrías que leer esto. —Prenhoe quitó el cordel y desenrolló el papiro—. Esto es lo que dijo el viejo sacerdote. ¿No te parece extraño?

Amerotke se agachó sobre el papiro para ver mejor los jeroglíficos en la penumbra.

—No, no, aquí —le indicó Prenhoe, apoyando el dedo.

El juez leyó la declaración. Parpadeó y, olvidándose de todo protocolo, volvió a inclinarse.

—Yo… yo —tartamudeó—. ¿Qué significa, primo?

Prenhoe lo miró con una expresión de felicidad.

—Fui a las tumbas, a la necrópolis. Caminé entre las casas de la Eternidad hasta que encontré la de sus padres. Su madre fue una sacerdotisa al servicio de la diosa Meretseger.

—¡La diosa serpiente! —exclamó Amerotke.

¿Es así como funcionaba la verdad? se preguntó. ¿Había un fuego invisible para iluminar la mente y el alma? Se volvió, y, sujetando el rostro de Prenhoe entre las manos, le dio un sonoro beso en la frente. El joven escriba se ruborizó.

—Eres mi pariente, Prenhoe, y eres mi amigo. Has descubierto aquello que había pasado por alto. Lo que has encontrado, lo había omitido. La próxima vez que me siente en la sala, tú serás mis ojos y oídos. Por lo que a mí respecta, puedes seguir soñando todo lo que te pida el corazón. Ahora, escúchame con atención, esto es lo que debes hacer.

Amerotke pasó la mayor parte del día cerca de la Sala de las Dos Verdades. Fue al estanque y se purificó, lavándose el cuerpo y la cara en las aguas donde había bebido el ibis. Se vistió con prendas limpias que guardaba en una pequeña habitación detrás del santuario. Se purificó la boca con sal y quemó un poco más de incienso ante la diosa. Después se arrodilló, con la frente apoyada en el suelo.

—¡Te pido perdón porque he dudado! —rezó—. Sin embargo, mi corazón es puro y deseo mirar tu rostro. ¡Déjame caminar por la senda de la verdad, permite que le sea fiel!

Estaba tan excitado que se olvidó de comer pero, cuando comenzó a ponerse el sol, salió al patio del templo y compró unos trozos de carne de ganso que uno de los novicios asaba sobre un lecho de brasas. Comió sentado en cuclillas, y sólo bebió un poco de vino. Al otro lado del patio, Asural había reunido a unos cuantos de sus agentes. Prenhoe estaba con ellos y, casi en el momento en que salía del patio, apareció Shufoy. Les ordenó que permanecieran allí y que no lo interrumpieran, aunque tuvo la precaución de pedirle una daga a Asural que ocultó debajo de la túnica antes de entrar en la capilla. Se sentó en un cojín, con la espalda contra la pared. Las puertas del camarín estaban cerradas. Encendió las lámparas de alabastro, y lo tenía todo preparado cuando entró Sethos. El juez le señaló un cojín.

—Mi señor Sethos, me alegro de que hayas venido.

El fiscal del reino se agachó para sentarse en el cojín con las piernas cruzadas. Su rostro afilado mostraba una expresión preocupada, mientras que su mirada se mantenía tan vigilante como siempre. Dejó en el suelo la bolsa que traía.

—¿Qué ha dicho la divina señora? —preguntó.

—Que Rahimere será juzgado por traición.

—¿No por asesinato?

—No, mi señor Sethos. ¡Tú serás el acusado por los crímenes!

Sethos se irguió, con una sonrisa en el rostro.

—Amerotke, Amerotke, ¿acaso el sol te ha trastornado el cerebro? ¿El calor de la batalla…?

Amerotke señaló el camarín.

—Ella te observa, Sethos. Ella, que conoce la verdad, sabe los secretos más oscuros de tu corazón. Sethos, fiscal del reino, ojos y oídos del rey. Amigo íntimo del divino faraón Tutmosis que te contó todo lo que había aprendido en las enormes y tenebrosas salas debajo de la pirámide en Sakkara.

Sethos no movió ni un músculo.

—Sethos —continuó el magistrado—, sumo sacerdote del templo de Amón-Ra, capellán real, antiguo sacerdote privado de la reina Ahmose, madre de la divina Hatasu. ¿Qué pasó, Sethos? ¿Te espantó lo que te dijo Tutmosis? ¿Que los dioses de Egipto no eran más que un montón de ídolos de piedra? ¿Que debías regresar inmediatamente a Tebas, destruir los templos y crear un nuevo orden, dedicado al único que antaño caminó entre los hombres, la primera vez, antes de que estallara la guerra? ¿Antes de que rompieran el espejo de la verdad y nos quedáramos con los fragmentos? —Amerotke se inclinó hacia adelante—. ¿No tienes nada que objetar?

—Una buena historia siempre es digna de aprecio —comentó Sethos.

—Tutmosis te lo contó todo. A ti, Sethos, te envió de regreso a Tebas para preparar su recibimiento, para trazar los planes que lo cambiarían todo. Pero tu alma era un caos: significaría el fin del culto en los templos, la pobreza de los sacerdotes, la incautación de los tesoros. ¡Cuánto debiste rabiar, mientras buscabas frenético una salida! Quizá fingiste escuchar, estuviste de acuerdo, pero en lo más profundo planeabas la venganza. Eres el fiscal del reino, conoces los secretos más siniestros de Tebas. Contrataste al gremio de asesinos, a los
amemet
, pues querías provocar la confusión y el caos. Les pagaste para que fueran a la necrópolis y profanaran la tumba del faraón, pero eso fue una muestra de tu cólera más que obra de tu malicia. Tu cabeza no dejaba de urdir maldades. No podías controlar a Tutmosis, su tozudez era legendaria. Desde niño ya había mostrado su desconfianza por los sacerdotes y los adoradores de los templos de Tebas. Hatasu era diferente: ella era joven y vulnerable, y no le había dado un heredero varón a su marido.

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