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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (16 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—¿Mi señor Amerotke?

El juez levantó la cabeza. Un paje le hacía señas desde la puerta. Amerotke no habría hecho caso de semejante descortesía, pero Rahimere y los demás le miraban, así que tenía que tomar una decisión: si se marchaba sería enemigo de las dos facciones; si se quedaba, Hatasu le rechazaría; y si respondía a la llamada, Rahimere lo señalaría como uno de los partidarios de la reina. Miró a Omendap; y el general desvió la vista por un instante señalándole la puerta. Amerotke apartó la silla y siguió al paje.

C
APÍTULO
VIII

A
merotke siguió al paje por el pasillo. A cada lado, las paredes aparecían decoradas con grandes pinturas de las victorias de Egipto sobre sus enemigos. Los carros de guerra, pintados de color azul y oro, arrollaban a los nubios, libios y los guerreros de la Tierra de Punt. Los asiáticos vencidos miraban con asombro y espanto la gloria del faraón y el poder del ejército egipcio. Todas las pinturas llevaban una leyenda de alabanza.

En una de ellas se leía: «Él ha descargado su brazo. Él, el halcón dorado de Horas, se ha lanzado sobre sus enemigos. Él les ha roto los cuellos, les ha aplastado las cabezas, les ha quitado el oro y los tesoros. Él ha hecho que la tierra tiemble al escuchar su nombre».

Amerotke se preguntó si las inscripciones serían el epitafio de las glorias de Egipto. Con un niño faraón en la Casa de la Adoración, un círculo real dividido, y ahora el odio asesino que había estallado entre quienes gobernaban Tebas.

El paje siguió por el pasillo hasta que dobló a la derecha. Los guardias que custodiaban la puerta vestían el uniforme de gala: tocados rojos y blancos, corseletes de bronce y faldellines de cuero. Los soldados de uno de los regimientos de élite, que colaboraban en la vigilancia, permanecían atentos con los escudos preparados y las espadas desenvainadas. El muchacho se dirigió a uno de los soldados para informarle sobre quién era el visitante. Se abrió la puerta de bronce y Amerotke entró en los aposentos privados de Hatasu, que eran frescos y bien iluminados. Las paredes pintadas de un suave color pastel ofrecían un grato descanso a la vista después de la escenas guerreras en los pasillos. El aire olía a ocasis, a incienso y a los más fragantes perfumes de las flores plantadas en los tiestos y dispuestas en los jarrones que había en la habitación. El mobiliario era escaso: unas cuantas estatuillas de oro y plata, sillas y taburetes de madera pulida taraceada con marfil y ébano.

El paje lo dejó en la antecámara y salió por una pequeña puerta lateral. Amerotke intentó relajarse, contemplando las pinturas de los pescadores en el Nilo que arrojaban las redes y de las bailarinas de sinuosos cuerpos desnudos. Las oscilaciones de la luz parecían moverse graciosamente al tiempo que levantaban los sistros y aplaudían marcando el ritmo de su danza eterna.

—Mi señor.

El paje lo llamaba con ademanes imperiosos. Amerotke lo siguió a la habitación contigua y ahogó una exclamación de asombro. Se trataba de una habitación pequeña, las pinturas de las paredes ocultas porque sólo había dos lámparas encendidas, una a cada lado de una silla de grandes dimensiones con la forma de un trono debajo de un dosel hecho de tela de oro. Hatasu ocupaba la silla, con la manos sujetando los brazos tallados con la forma de leopardos rugientes. Sus pies descansaban sobre un escabel cubierto con una tela de oro que mostraba a la diosa Maat sentada en actitud victoriosa sobre uno de los terribles demonios del mundo subterráneo. Sethos y Senenmut ocupaban sus asientos a cada lado de la reina.

Amerotke estaba seguro de que Hatasu había escogido esta habitación para transmitir la sensación de su poder real. Si se hubiera vestido con la corona o doble corona azul y hubiera empuñado el báculo y el mayal, habría tenido el mismo aspecto del faraón presidiendo la corte. Su rostro había cambiado, ya no parecía suave ni coqueto. Tenía los músculos de las mandíbulas tensos de furia, y le centelleaban los ojos. Amerotke miró a Sethos, y después hizo una reverencia. No le otorgaba más dignidad de la que se merecía, pero recordó la advertencia de Omendap: Hatasu quería dejar bien claro que ella era la regente. Se preguntó en secreto si también querría ser faraón.

—Alteza —Amerotke habló con voz firme—, me habéis mandado venir aquí.

—¡Si no quieres quedarte, mi señor Amerotke, te puedes marchar!

La voz de Hatasu sonó tensa y cortante. Amerotke exhaló un suspiro al tiempo que se levantaba, cruzando los brazos sobre el pecho. La mirada de Sethos se volvió alerta; movió la cabeza en un gesto casi imperceptible, como un aviso a Amerotke para que midiera sus palabras. El juez se sintió dominado por un arranque de rebeldía.

—Soy el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades —manifestó—. Represento la justicia del faraón.

—Siempre has sido tieso como un palo. —Hatasu inclinó el torso hacia adelante, con una sonrisa en el rostro—. ¿Te acuerdas, Amerotke? Eras un po… po… poco —añadió burlonamente—, tar… tar… taaa… mu… do. ¿Te acuerdas de eso?

—Recuerdo las bromas. ¿Cómo podría olvidarlas? Vos y el gato, era gris, ¿no? Con los ojos tiernos y las garras afiladas. Algunas veces era difícil distinguir entre los dos, el gato o su dueña.

El silbido de la brusca inspiración de Sethos se oyó con toda claridad, pero Hatasu lo sorprendió. En sus ojos brilló un destello pícaro.

—Nunca has tenido pelos en la lengua, Amerotke. Has superado la tartamudez pero sigues teniendo el mismo rostro reservado, la misma pasión por la señora Norfret y la misma decisión para hacer lo correcto. ¿No te resulta aburrido?

—Alteza, me educaron en la corte de tu padre, así que si me aburro tengo la cortesía de ocultarlo.

Amerotke rabiaba, se le hacía difícil controlar la respiración. Quería caminar por la habitación, dar rienda suelta a su cólera, pero al mismo tiempo se sentía como un niño. ¿Estaba furioso o sencillamente tenía miedo.

—Algunas personas opinarían que eres un impertinente —intervino Senenmut. Se había reclinado con un brazo apoyado en el trono. Acariciaba la madera con tanto amor que Amerotke se preguntó si el sicario de Hatasu no ambicionaba ser el ocupante.

—¿Qué has dicho? —Amerotke ladeó la cabeza como si no hubiera entendido las palabras de Senenmut.

El supervisor de las obras públicas movió la mano para darse palmaditas en el muslo.

—Mi señor Amerotke —repitió—, algunas personas opinarían que eres un impertinente.

—Si ese es el caso, muchos dirían que ambos tenemos mucho en común.

Hatasu soltó una alegre carcajada y se levantó de un brinco. Fue hasta el juez y lo abrazó, con la mirada fija en el rostro del hombre. En la penumbra, Amerotke sintió como si hubieran retrocedido en el tiempo y él volviera a ser un mozalbete perseguido por una chiquilla traviesa en la casa del faraón. Mientras ella apretaba su cuerpo contra el suyo, él olió su sudor y los caros perfumes y aceites que impregnaban la túnica y el cuerpo. Hatasu le dio un beso en la mejilla para después caminar elegantemente de vuelta al trono donde se acomodó con un gesto petulante.

—¿Qué quieres, Amerotke?

—Que me dejen tranquilo.

—No, como juez supremo.

—Larga vida, salud y prosperidad para el divino faraón. Paz en su casa.

—Amerotke —interrumpió Sethos—. No te hagas el pacato con nosotros. Te lo preguntaré con toda claridad: ¿tú de qué lado estás?

Amerotke enarcó las cejas.

—Mucho me meto, mi señor, que estoy en el mismo lugar donde estaba antes.

—¡Eres un mentiroso! —intervino Senenmut, airado.

Amerotke dio un paso adelante y Senenmut levantó las manos.

—Te pido perdón, retiro lo dicho. Puedes ser muchas cosas, Amerotke, pero no eres un mentiroso. A menos que seas tonto, creo que eres un hombre íntegro. —En su rostro apareció un sonrisa retorcida—. Un poco mojigato, quizá demasiado serio. Pero, ¿qué harías si en el reino estalla una guerra civil?

—Apoyaré al faraón contra sus enemigos —replicó Amerotke.

—¿Quiénes son los enemigos del faraón? —preguntó Hatasu, con una voz estridente. Extendió el brazo y abrió la mano.

Amerotke vio el cartucho real del niño faraón, los inconfundibles jeroglíficos que mostraban a Tot, el dios de la sabiduría, el nombre real del faraón y la doble corona de Egipto.

—Bien, ¿cuál es la ley? —añadió la reina.

—Aquel que tenga el cartucho, el sello de Egipto —respondió el magistrado—, manifiesta el poder divino de Amón-Ra.

—Yo lo tengo —afirmó—. Esos idiotas del consejo creen que mi hijastro me odia y me rechaza. ¡No es verdad!

Amerotke se inclinó para besar el cartucho.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó a Hatasu. Señaló a Sethos—. Allí tienes a quien es ojos y oídos del faraón. Si hay que buscar a los enemigos…

—¡Ah, conque era eso! —Hatasu sonrió—. ¿Creías que te había mandado a llamar para ser el cancerbero del faraón, para ladrar y enseñar los dientes? —La voz de la reina adoptó un tono práctico—. Lo único que quiero es que se investiguen esas muertes.

—¿Porqué?

—Porque el asesino quizá tiene señalados a alguno de los que estamos en esta habitación como su próxima víctima.

—¿Por qué? —insistió Amerotke deliberadamente.

—El faraón todavía es un niño —manifestó Sethos—. Quizás alguno de los miembros del círculo real cree que puede chapotear a través de un mar de sangre para hacerse con el trono de Egipto.

—No lo creo —replicó Amerotke—. Me parece —añadió dirigiéndose a Hatasu—, que las muertes están relacionadas de alguna manera con la muerte del faraón, tu marido. Él fue el primero en morir en cuanto llegó a Tebas y las otras muertes se produjeron inmediatamente después.

—Pero ¿por qué? —preguntó Hatasu.

Amerotke se arrepintió de su anterior hostilidad. Hatasu parecía vulnerable, confusa, con una expresión de miedo en los ojos. Sabe algo, se dijo el juez.

—¿No crees que lo averiguaremos si atrapas al asesino? —señaló Senenmut.

—Si atrapo al asesino tendremos al ejecutor y el motivo. No obstante, será una tarea difícil. Si comienzo por la muerte del divino faraón, entonces mi veredicto será que el capitán Meneloto es inocente.

—¿Aceptas el encargo? —insistió Hatasu.

—Lo acepto.

—¿Me informarás de los progresos directamente a mí?

—Si quieres. Pero una vez más, si acepto el encargo, tendré que comenzar interrogándote.

Hatasu se arrellanó en la silla.

—Pe… pe… pero… —El tartamudeo era auténtico y Hatasu sonrió burlándose de sí misma—. No sé nada. Recibí al divino faraón en las escaleras del templo de Amón-Ra, entramos, se desplomó y murió en mis brazos.

—¿No dijo nada?

—¡Nada! —contestó Hatasu, meneando la cabeza.

Miente, pensó Amerotke. Miró a Senenmut, preguntándose cuánto sabría el supervisor de las obras públicas.

—Yo me encontraba entre la multitud, delante del templo —se apresuró a decir Senenmut—. No era miembro de la comitiva del divino faraón.

—Yo incluso estaba más lejos —bromeó Sethos—. Me encontraba en la ciudad, controlando las multitudes reunidas en los muelles.

—El divino faraón murió al mediodía —prosiguió Amerotke—. ¿Qué pasó entonces?

—El cuerpo del divino faraón fue llevado a un templo mortuorio cercano y se llamó a un médico.

—¿Cuál? ¿Era Peay? —preguntó el magistrado.

—No, no, a un anciano de la Casa de la Vida. Buscó el latido vital en el cuello y el pecho del faraón y acercó un espejo a sus labios. Dijo que su alma se había marchado.

—Después de eso ¿qué ocurrió?

—Comenzaron las muestras de consternación y el caos en el exterior. —Hatasu se encogió hombros—. Habían ejecutado a los príncipes prisioneros, se habían producido señales y portentos en el patio, las palomas comenzaron a desplomarse en pleno vuelo.

—Sí, algo de eso me comentaron. ¿Qué les pasó a las palomas?

—Algunas personas dijeron que era un portento —respondió Hatasu con una mueca incrédula—. Otras, que los cazadores habían herido a las aves. Habían volado a través de toda la ciudad pero el intento de volar por encima de los muros del templo, que son considerablemente altos, fue demasiado para sus fuerzas.

—¿Se ordenó una búsqueda? Me refiero a si buscaron a los cazadores. ¿Murieron más pájaros aparte de las palomas?

Hatasu meneó la cabeza.

—No lo sé, permanecí con el cadáver de mi marido en el templo hasta el anochecer, no podía creer que estuviera muerto. No podía aceptar que hubiera volado al horizonte lejano. Me decía a mí misma que debía tratarse de algún terrible error.

—¿Quiénes vinieron a ver el cadáver?

—Vinieron unas cuantas personas: Rahimere, el general Omendap y otros del círculo real. Me hicieron preguntas, pero ya no recuerdo cuáles.

Amerotke asintió. Hatasu se había limitado a recitarle el protocolo de la corte. Cuando moría el faraón, su reina lo lloraba a solas; el proceso de embalsamamiento y la preparación del cuerpo para los funerales no comenzaba hasta después de la puesta de sol.

—¿Después llamaron a Peay?

—Yo me encargué de desnudar el cuerpo —explicó la reina—. La corona del divino faraón rodó por los suelos pero la trajeron con el cadáver. Le quité el faldellín, las muñequeras, el pectoral, las sandalias, y después lo cubrí con una sábana de lino. Ya era noche cerrada cuando Peay y los embalsamadores se presentaron para retirar el cadáver.

—¿Fue entonces cuando descubrieron la mordedura de la víbora?

—Sí, en la pierna izquierda del divino faraón, apenas por encima del talón.

—¿Quién la vio primero?

—Peay. Insistía en la ridícula idea de que el faraón podía estar sumido en un sopor muy profundo. —Hatasu separó los dedos de las manos y miró cómo la luz se reflejaba en sus anillos tallados con forma de serpientes—. El resto ya lo sabes: llamé a Sethos, que esperaba órdenes, y él se encargó de enviar a los soldados a la embarcación real. Encontraron la víbora, enroscada debajo del trono real; tan pequeña y sin embargo capaz de desencadenar el caos.

—¿Por qué se presentaron cargos contra Meneloto?

—Mi señor Sethos lo desaconsejó —manifestó Hatasu—. Pero estaba desesperada, furiosa. Creía sinceramente, y sigo creyéndolo, que la desidia de Meneloto le costó la vida al divino, faraón.

—Yo hubiera recomendado lo mismo que Sethos —intervino Senenmut con un tono desabrido—, pero en aquel momento nadie me pidió que opinara.

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