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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (6 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Adelante.

Sólo entonces terminó el número que estaba escribiendo en el libro mayor, donde registraba con letra pulcra cada movimiento de su vasto imperio comercial. El grueso volumen encuadernado en piel era el sexto que empleaba aquel año. Sus asientos abarcaban operaciones de todo tipo: hierros de Vizcaya, oro hilado y brocados de Florencia, cochinilla y cacao de Yucatán, azogue para las minas de Taxco y esclavos para amalgamarlo con el mineral de plata. Cada compra y cada venta, incluso cada soborno a oficiales, registradores y funcionarios de aduanas. Estos últimos los apuntaba con claves ingeniosas que sólo él sabía descifrar, permitiéndose cuando estaba a solas una sonrisa de regocijo. Si algo causaba mayor placer a Vargas que el beneficio era el conseguido con artimañas y atajos.

Frunció el ceño mientras contemplaba los últimos números, lo que provocó que los anteojos que usaba para escribir le resbalasen hasta punta de la nariz. La presencia de Groot le recordaba el problema en el que se hallaba sumido. Había manera de solucionarlo, aunque para ello haría falta un instrumento más sutil y preciso que el flamenco.

—Pasad, capitán. Ya conocéis al señor Ludovico Malfini.

El capitán se volvió hacia la pared, donde un rechoncho hombrecillo se frotaba con nerviosismo las manos cargadas de anillos. Reprimió una mueca de asco al reconocer al gordo banquero genovés que no pasó desapercibida a ojos de Vargas. Pocos detalles eran los que aquellos dos pozos negros no absorbían, incluso cuando parecía que apuntaban en otra dirección. Como hombre apuesto y bien parecido a pesar de su edad, la presencia de Malfini a su lado resaltaba su gallardía, algo que Vargas explotaba a menudo, incluso para jugar con el respeto de sus subordinados.

El comerciante tomó un puñado de la finísima arena de Tracia que guardaba en un cofrecillo sobre su atestado escritorio. La esparció con delicadeza sobre la página recién terminada, atento a cómo los gránulos resecaban cualquier resto de tinta negra antes de caer sobre una bandeja. Finalmente cerró el libro mayor y se puso en pie con dificultad. Al borde de la cincuentena, comenzaba a notar los años con más frecuencia de la que le gustaría.

—¿Tenéis algo especial que informarme, capitán?

—No, mi señor. El cargamento de oro de las Indias ha sido registrado a vuestro nombre en la Casa como ordenasteis. El funcionario ha contado las monedas de la ceca de México y los lingotes brutos. Los asientos coinciden con lo estipulado. Tan sólo hubo un incidente menor con una de las cajas, que cayó al suelo y se desparramó rompiendo el sello real, pero su contenido se recuperó intacto. Aquí tenéis los documentos de la transferencia —dijo extrayendo bajo su capa un legajo que dejó sobre el escritorio.

El capitán no dijo nada del incidente con el ladronzuelo, puesto que no quería quedar en ridículo delante de su jefe, que lo miraba impasible a la espera de que añadiera algo más, consciente tal vez de que le estaba ocultando algo.

Finalmente Vargas asintió.

—Gracias, capitán. Un trabajo excelente, como siempre. Podéis dejarnos.

Groot inclinó la cabeza en dirección a su jefe y abandonó la habitación. Vargas aguardó a que se cerrase la puerta antes de recoger el legajo de la mesa y tendérselo a Malfini.

—Leedlo vos mismo.

El genovés desató las cintas que mantenían en su sitio los papeles y recorrió éstos a toda prisa. Sus ojillos porcinos se detuvieron en el último de ellos.

—Aquí está,
signore
Vargas: «En virtud de la prerrogativa real, este cargamento de las Indias podría ser incautado en la próxima evaluación de la Tesorería de Su Majestad…»

Vargas apenas prestó atención a la voz chillona del banquero, pues de sobra conocía el contenido del documento, incluido como por descuido en el registro. Pagaba muy caros a los espías en Madrid que le habían informado de la incautación dos semanas atrás, pero ello le había permitido planear cómo paliar el desastre que se cernía sobre sus negocios.

«La causa de mi fracaso es un exceso de éxito», reflexionó Vargas con amarga ironía. Cada una de las empresas que había emprendido a lo largo de aquellos años, cada escudo de oro ganado, había sido dedicado a nuevos proyectos. Tan sólo comprendió el gran problema en el que se encontraba hacía un año, cuando fue evidente que la descomunal maraña de su imperio era tan interdependiente que el más mínimo desequilibrio podría hacer que se desplomara toda la estructura. Como si ese descubrimiento hubiese sido profético, días después uno de sus barcos negreros se hundió en el océano y una galera sucumbió a un ataque de los piratas a dos días de navegación de la Hispaniola. Había un crédito pedido sobre los beneficios de ambos buques, que el seguro —cuando se cobrase y si se cobraba— no alcanzaría a cubrir. Y el agujero que habían dejado los barcos al hundirse comenzó a agrandarse cada día más.

Vargas no había amasado su inmensa fortuna arrugándose ante el primer contratiempo. Muy al contrario, su propio origen humilde y su infancia en las calles de Sevilla le habían endurecido como el fuego hace con un hierro colocado al borde de la hoguera. Maniobró diestramente para convertir en oro una buena parte de sus negocios. Vendió almacenes en las Indias, talleres en los principados italianos, manufacturas en Flandes. Compró participaciones en minas de metales preciosos y destinó sus buques negreros a proveerlos de esclavos fuertes que arrancasen la riqueza de las entrañas de la tierra. Centenares de barras de oro y plata con el sello de Vargas habían llegado a la ceca de México justo a tiempo para ser fundidas antes de que la flota volviese a España. La Corona reducía los impuestos de acuñación si ésta se llevaba a cabo en las Indias, aunque no todos conseguían turno en la pequeña fábrica de moneda, y muchos se resignaban a enviar el oro en bruto. Vargas logró convertir tres quintas partes de su metal antes del regreso de los barcos usando el soborno y la extorsión. Un esfuerzo ingente que se había llevado a cabo en aquel pequeño despacho mal iluminado, redactando notas e instrucciones a medio centenar de agentes que obedecían sin vacilar a un mundo de distancia.

El cargamento era descomunal. Cincuenta millones de reales de plata llenaban la bodega de los dos mejores galeones de Vargas. Surcaron el océano junto al resto de barcos de la inmensa flota, una ciudad de mástiles y madera sujeta al capricho del viento y de las olas que transportaba la riqueza de toda Europa y parte de Oriente. Ningún pirata osaría acercarse a tiro de aquel enjambre de cañones, aunque muchos acechaban al borde del horizonte a que alguno tuviese un percance, cualquier desperfecto que le impidiese mantener la marcha del resto de los navíos. Entonces se arrojaban sobre él como leones sobre una gacela herida.

Esta vez los barcos de Vargas habían tenido suerte. Habían escapado al mar y a los corsarios, pero su carga iba a caer en manos de un depredador mayor: el rey de las Españas, su majestad Felipe II.

—¡Malditas sean vuestras guerras y vuestros curas! —chilló Malfini, retorciendo los papeles entre los dedos gordezuelos—. Son ellos los que han endeudado a Felipe hasta lo indecible.

—Yo diría que vuestros compatriotas y sus intereses del veintitrés por ciento han tenido algo que ver también, Ludovico —respondió Vargas, hastiado de las quejas del genovés.

La cara del banquero se encendió de ira, como una enorme y redonda sartén recién salida del molde del herrero.

—Es vuestro rey quien pone ejército tras ejército en Flandes, y quien acude a nosotros en busca de créditos para tener con qué pagarles. No es responsabilidad nuestra si su locura es más grande que sus ingresos.

—Calmaos, Ludovico —le interrumpió Vargas, poco dispuesto a discutir—. Sabíamos que esto iba a suceder. Lo que debemos hacer ahora es poner remedio.

Le arrebató el legajo y lo colocó sobre su escritorio, alisando cuidadosamente las hojas mientras trataba de poner en orden sus pensamientos. Ahora no tenía sentido lamentarse: los reyes y las tormentas sucedían, había borrascas que hundían barcos y monarcas que hacían uso de sus prerrogativas. La Corona tenía derecho a incautar cualquier cargamento de oro y plata de las Indias y devolver su contenido al cabo de dos años pagando un interés minúsculo, algo que le salía mucho más barato a Su Majestad que pedir prestado a los genoveses. Por eso los comerciantes rara vez se arriesgaban con cantidades tan enormes como lo había hecho Vargas, impulsado por la desesperación. Preferían asegurarse con especias y esclavos, que pagaban elevados impuestos pero no corrían peligro de esfumarse al llegar a puerto.

—Dos años es un tiempo enorme,
signore
Vargas. Vuestros negocios no subsistirán tanto tiempo sin liquidez.

—No llegaremos a ese punto. La decisión ha sido tomada en Madrid, pero aún tiene que ser ratificada por el funcionario de la Casa de la Contratación. Disponemos de cuatro meses hasta que las cuentas de la flota se cierren, que será el momento en que la incautación será oficial. Y en cuatro meses pueden suceder muchas cosas.

—El funcionario hará lo que le dicte Madrid, si sabe lo que le conviene.

—Tal vez, Ludovico. O tal vez vos averigüéis su nombre y os encarguéis de informarle mejor.

El genovés palideció al comprender el significado de aquellas palabras en boca de alguien como Vargas: soborno, extorsión y asesinato. Nada que colisionase demasiado con las amplias tragaderas morales de Malfini. Lo que le preocupaba era el sujeto de dichas prácticas.

—Amenazar a un funcionario de la Casa de Sevilla es alta traición,
signore
Vargas. Se paga con la muerte —susurró.

—Sólo si os atrapan, Ludovico. Y no lo harán. Sea quien sea, le daremos a escoger entre un saco de oro y un...

El comerciante se detuvo a media frase, con una mueca de dolor en el rostro, el cuerpo rígido y las manos crispadas.

—¿Qué os sucede? —dijo alarmado Malfini. Se puso trabajosamente en pie, pues Vargas no le respondía, y caminó hacia él.

Entonces Vargas cayó al suelo, agarrándose la pierna derecha con ambas manos, y empezó a gritar.

V

D
e pie frente a la taberna a la que le había enviado Fray Lorenzo, Sancho dudó durante unos minutos antes de decidirse a pasar. Por primera vez en su vida iba a desempeñar un trabajo en el que dependía de un extraño, y tenía una sensación rara en la boca del estómago que reconoció a regañadientes como miedo.

El lugar era poco más que un agujero en el suelo, por lo que se podía ver desde fuera. En un rincón oscuro de la estrecha calle de Espaderos, seis escalones desgastados y desiguales desembocaban en un semisótano con puerta de madera. A través de los cristales grasientos, un murmullo de voces animadas indicaba que había empezado ya la hora de comer. Un cartel de vivos colores clavado en la puerta anunciaba que aquello era la taberna del Gallo Rojo. Sancho pensó que el artista, en lugar de pintar el gallo, debía de haberlo degollado sobre el papel.

Finalmente se atrevió a descender la escalera y pasar al interior. Un mostrador cerca de la entrada y siete mesas abarrotadas llenaban el local, por el que se paseaba un hombre calvo y panzón que dedicó a Sancho una mirada airada.

—¡Llegas tarde! —gritó sin dejar de trasegar entre las mesas.

Sancho intentó disculparse, pero la expresión del hombre se lo impidió.

—Ve atrás y ponte a fregar los platos —dijo el tabernero poniéndole una pesada bandeja de madera en las manos, cubierta de platos y escudillas.

Durante más de tres horas, Sancho trabajó en la cocina sin rechistar, a pesar de que el olor proveniente de los fogones le había dado un hambre voraz. Esperaba hacerse con los restos de comida de algún plato, pero el tabernero echaba discretamente las sobras en una cazuela oculta tras el mostrador. Sancho sospechaba que del recipiente saldrían luego unas croquetas.

El tabernero había dejado la piel de una cebolla encima de la tabla de corte mientras preparaba sopa, y Sancho se la metió en la boca, masticando con esfuerzo. Apenas tenía sustancia, pero le sirvió para distraer el hambre durante unos minutos. Ver pasar frente a él un pollo asado aún humeante y gruesas rebanadas de pan untadas en tocino no ayudaron a que la piel de la cebolla supiese mucho mejor. Para darse ánimos intentó recordar lo que siempre decía su madre de las cebollas.

—Son como la vida, Sancho —decía mientras le enseñaba a limpiarlas y pelarlas, con él sobre su regazo—. Te hacen llorar al principio, pero después merecen la pena. Sobre todo fritas.

«Espero que se pueda aplicar también al trabajo en la taberna», pensó Sancho.

Finalmente los parroquianos fueron abandonando el local, dejando tras de sí un leve aroma a sudor, charcos de vino en el suelo de tierra y un puñado de monedas que el tabernero iba guardando cuidadosamente en su faltriquera.

—Ven aquí, rapaz.

Sancho se acercó a una de las mesas, donde su nuevo jefe se acababa de sentar. Allí había dispuestos dos platos y dos cubiertos, una olla con estofado y media hogaza de pan. El muchacho miró todo con avidez, pero el tabernero aún no le había invitado a acompañarle.

—Mi nombre es Castro, y tengo este oficio desde siempre —dijo el tabernero, haciéndolo sonar como si fuera el mismísimo arzobispo—. El fraile que intercedió por ti dijo que eres un buen trabajador, aunque también me avisó de que te atase en corto. Dice que eres rebelde, pero que has trabajado en una venta. ¿Es eso cierto?

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