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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (44 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Jo aún estaba dormido, gracias a Dios. Apenas se había movido en toda la noche, gracias a Dios sin enterarse del apocalipsis que se estaba produciendo a su alrededor. Podía advertir que ahora su sueño no era tan profundo, porque algo en su carita y en el modo de respirar indicaba que pronto despertaría y pediría su desayuno.

Sintió nostalgia de la vieja rutina: levantarse por la mañana, preparar el desayuno, vestir a Jo, hacer cosas simples y tediosas, tareas hogareñas como lavar y limpiar, y quitar las hierbas del jardín y preparar el té… Parecía increíble que se hubiera sentido insatisfecha con la falta de amor de David, con las largas noches aburridas, con el monótono paisaje de pastizales y lluvia…

Esa vida nunca más volvería.

Ella había querido ciudades, música, gente, ideas. Ahora el deseo de todas esas cosas la había abandonado, y no podía comprender cómo era posible que las hubiera deseado alguna vez. Ahora le parecía que la paz era todo lo que un ser humano podía desear.

Se sentó ante la radio y estudió las palancas y diales. Haría este último esfuerzo y luego abandonaría. Con un tremendo esfuerzo, trató de adoptar una actitud analítica. No había tantas combinaciones posibles de palancas o diales. Encontró una con dos juegos de llaves, la movió e intentó el código Morse. No se produjo sonido alguno. Quizás eso significaba que el micrófono estaba conectado. Lo cogió y habló.

—Hola, hola, ¿me escuchan? ¿Hola?

Encima de una de las palancas se leia «transmisor», y debajo «receptor». Estaba en posición de «transmisor». Si alguien en el mundo debía responderle, era evidente que debía llevar la palanca a la posición de «receptor»

—Hola, ¿alguien me está escuchando? —dijo, y empujó la palanca hasta la posición de «receptor».

Nada.

—Adelante, Isla de las Tormentas —se oyó—, le oímos perfectamente.

Era la voz de un hombre. Sonaba a joven y fuerte, capaz, reconfortante, activo y normal.

—Adelante, Isla de las Tormentas, durante toda la noche hemos estado tratando de captarte… ¿Dónde diablos ha estado metido?

Lucy cambió a «transmisor», trató de hablar y empezó a llorar.

36

A causa del mucho fumar y el poco dormir, Percival Godliman tenía dolor de cabeza. Había tomado un poco de whisky para ayudarse a pasar la larga y atribulada noche en la oficina, y eso había sido un error. Todo lo agobiaba: el tiempo, su oficina, el trabajo, la guerra. Por primera vez desde que había iniciado aquel trabajo se encontró añorando las polvorientas bibliotecas, los manucritos ilegibles y el latín medieval.

El coronel Terry entró con dos tazas de té en una bandeja.

—Nadie duerme en este lugar —dijo animadamente. Se sentó—. ¿Quieres bizcochos? —dijo ofreciéndole a Godliman un plato.

Godliman rechazó los bizcochos y se bebió el té, que contribuyó a levantarle momentáneamente el ánimo.

—Acabo de recibir una llamada del gran hombre —dijo Terry—. Esta manteniendo la vigilia junto con nosotros.

—No veo porqué —dijo Godliman con acritud.— Está preocupado.

Sonó el teléfono.

—Godliman.

—El Royal Observer Corps de Aberdeen en línea para usted, señor.

—Sí.

Surgió una voz nueva, de un hombre joven.

—Aquí el Royal Observer Corps de Aberdeen, señor.

—Sí.

—¿Con el señor Godliman?

—Sí. —Dios santo, aquellos tipos de estilo militar eran lentos.

—Hemos sintonizado la Isla de las Tormentas, por fin, señor… No es nuestro observador acostumbrado. Hay una mujer…

—¿Qué ha dicho?

—Aún nada, señor.

—¿Qué significa eso de nada? —Godliman luchaba contra su airada impaciencia.

—Bueno… simplemente está llorando, señor.

Godliman vaciló.

—¿Puede conectarme con ella?

—Sí; no corte —se produjo una pausa puntuada por diversos cliks y un zumbido. Luego, Godliman escuchó el sonido de una mujer que lloraba. Dijo:

—Hola. ¿Puede escucharme?

El llanto continuó.

El joven volvió a la línea para decir:

—Ella no lo podrá escuchar hasta que cambie la palanca a «receptor», señor… Ah, acaba de hacerlo. Adelante. Godliman dijo:

—Hola, señora. Cuando yo acabe de hablar diré «corto y cambio», entonces usted cambie a «transmisor» para hablarme y diga «corto y cambio» cuando haya terminado. ¿Me comprende? Corto y cambio.

La voz de la mujer se oyó.

—Oh, gracias a Dios que alguien en su sano juicio me escucha… Sí, comprendo. Corto y cambio.

—Entonces, ahora —dijo Godliman suavemente—. Dígame qué ha estado sucediendo ahí. Corto y cambio.

—Un hombre naufragó y llegó aquí hace dos, no, tres días. Creo que es el asesino del estilete, de Londres. Asesinó a mi marido y a nuestro pastor y ahora está fuera de la casa. Tengo aquí a mi hijito… He clavado las ventanas y le he disparado con una escopeta, y atrancado la puerta.

Le envié al perro, pero lo asesinó y le golpeé con un hacha cuando trató de entrar por la ventana y yo no puedo hacer ya nada más, de modo que, por el amor de Dios, venga. Corto y cambio.

Godliman puso la mano sobre el receptor. Estaba pálido.

—Santo Dios… —pero cuando le hablaba a ella su tono era animado—. Debe tratar de resistir un poco más —comenzó—. Hay marinos y guardacostas y toda clase de gente en camino hacia ahí, pero no pueden desembarcar hasta que no amaine la tormenta… Ahora bien, hay algo que usted debe hacer, no le puedo decir por qué a causa de la gente que puede estar escuchándonos, pero sí puedo decirle que es absolutamente imprescindible… ¿Me oye bien? Corto y cambio.

—Sí, continúe. Corto y cambio.

—Destruya el aparato transmisor. Corto y cambio. —Oh, no, por favor…

—Sí —dijo Godliman, y luego se dio cuenta de que ella estaba aún transmitiendo.

—No… no puedo… —luego se oyó un grito.

Godliman dijo:

—Hola, Aberdeen, ¿qué sucede?

El joven respondió:

—El aparato está sintonizado, señor, pero ella ya no habla. No podemos oír nada.

—Ha gritado.

—Sí, lo hemos captado.

Godliman dudó un momento.

—¿Cómo está el tiempo ahí?

—Está lloviendo, señor —el joven parecía perplejo.

—No le estoy haciendo un comentario —dijo abruptamente Godliman—. ¿Hay señales de que la tormenta vaya a amainar?

—Ha cedido un poco en los últimos minutos, señor.

—Bien; vuelva a comunicarse conmigo en cuanto la mujer esté de nuevo en línea.

—Muy bien, señor.

—Sólo Dios sabe lo que estará pasando esa muchacha allá —dijo Godliman agitando la horquilla del teléfono.

—Si ella destruyera al menos la radio…

—Entonces, ¿no nos importa si él la asesina?

—No he dicho tal cosa.

—Póngame con Bloggs en Rosyt —le dijo Godliman al operador.

Bloggs despertó con un sobresalto y escuchó. Afuera estaba amaneciendo. Todos los que se encontraban en el lugar también escuchaban. No podían oír nada. Eso era lo que estaba escuchando: el silencio.

La lluvia había dejado de golpear sobre el tejado de cinc.

Bloggs fue hasta la ventana. El cielo estaba gris, con una banda blanca en el horizonte, hacia el Este. El viento se había detenido de golpe y la lluvia se había convertido en una llovizna.

Los pilotos comenzaron a ponerse las chaquetillas y los cascos, a atarse las botas, encender los cigarrillos.

Sonó una llamada, seguida de una voz que se escuchó en todo el campo:

—¡Todos a sus puestos! ¡Todos a sus puestos!

Llamó el teléfono. Los pilotos lo ignoraron y salieron apresuradamente. Bloggs respondió.

—¿Sí?

—Aquí Percy, Fred. Acabamos de sintonizar con la isla. Ha asesinado a los dos hombres. La mujer le está manteniendo afuera por el momento, pero es evidente que no podrá resistir mucho.

—La lluvia ha cesado. Despegamos ahora —dijo Bloggs.— Lo más rápido posible, Fred. Adiós.

Bloggs colgó y miró a su alrededor en busca de su piloto. Charles Calder se había quedado dormido sobre Guerra y Paz. Bloggs le sacudió sin miramientos.

—Vamos, despierta. ¡Diablos, despierta!

Calder abrió los ojos.

Bloggs habría podido pegarle.

—Despierta de una vez. Vamos. Partimos hacia la Isla de las Tormentas.

El piloto se puso inmediatamente de pie.

—Está bien —dijo.

Corrió a la puerta y Bloggs le siguió sacudiendo la cabeza.

El bote salvavidas cayó al agua con un sonido como de una pistola y provocando una gran salpicadura en forma de V. El mar estaba muy lejos de haberse calmado, pero aquí, en la parte más resguardada de la isla, un barco en manos de marineros experimentados no corría riesgos excesivos.

El capitán dijo:

—Número uno, adelante.

El primer piloto con tres soldados de Marina estaba ante la barandilla. Llevaba una pistola en una funda impermeable.

—Vamos —les dijo.

Los cuatro hombres bajaron por las escaleras al bote. El primer piloto se ubicó en la popa y los tres marineros aflojaron los remos y comenzaron a remar.

Durante un momento el capitán observó cómo avanzaban hacia el malecón. Luego volvió al puente de mando e impartió órdenes para que la corbeta siguiera circundando la isla.

Un estridente timbrazo interrumpió el juego de naipes en el cúter.

Slim dijo:

—Me parecía que algo era diferente. Ya no nos zarandeamos tanto. En realidad casi no nos movemos. La quietud me marea espantosamente.

Nadie lo escuchaba: la tripulación se apresuraba a ocupar los puestos correspondiente. Algunos se ajustaban al mismo tiempo los salvavidas.

Las máquinas se pusieron en marcha con un rugido y la embarcación comenzó a trepidar.

Arriba, sobre cubierta, Smith estaba en la proa disfrutando del aire fresco y la humedad en la cara después de haber pasado una noche abajo.

Cuando el cúter dejaba el puerto, Slim se acercó a él. —Bueno, ya estamos en marcha —dijo.

—Yo sabía que el timbre iba a tocar justo en ese momento —dijo Smith—. ¿Sabes por qué?

—No, dímelo.

—Porque tenía un as y un rey. Nadie me podía ganar.

El comandante Werner Heer miró su reloj.

—Treinta minutos.

—¿Qué tal está el tiempo? —preguntó el mayor Wohl sacudiendo la cabeza.

—La tormenta ha amainado —respondió Heer de mala gana. Habría preferido reservarse esa información para sí mismo.

—Entonces tendríamos que salir a la superficie.

—Si su hombre estuviera aquí, nos hubiese enviado alguna señal.

—La guerra no se gana con hipótesis, capitán —dijo Wohl—. Le sugiero firmemente que salgamos a la superficie.

Mientras el submarino había estado en el muelle, se había producido una gran discusión entre los superiores de Heer y Wohl, y había ganado el de este último. En consecuencia, Heer era aún el capitán del barco, pero le dijeron con cierta contundencia que la próxima vez que pasara por alto alguna firme sugerencia del mayor Wohl era mejor que tuviera alguna razón más que importante para ello.

—Exactamente a las seis saldremos a la superficie —dijo.

Wohl asintió y desvió la mirada.

Se oyó el ruido de cristales rotos, y luego una explosión como de una bomba incendiaria.

Lucy dejó caer el micrófono. Algo estaba sucediendo abajo. Cogió la escopeta y corrió.

En el salón había una llamarada. El fuego surgía de una botella rota sobre el suelo. Henry había fabricado una especie de bomba con la gasolina del jeep. Las llamas se estaban expandiendo por la gastada alfombra de Tom y prendían en la tela de sus viejos sillones. Un almohadón relleno con plumas se encendió y las llamas llegaron al cielo raso.

Lucy agarró el almohadón y lo tiró por la ventana rota, chamuscándose la mano. Se quitó la chaqueta, desgarrándola, y la tiró sobre la alfombra, pisoteando encima. La levantó y la echó sobre el canapé, para ahogar el fuego.

Se oyó una rotura de cristales.

El ruido llegaba de arriba.

—¡Jo! —gritó Lucy.

Dejó caer la chaqueta y corrió escaleras arriba, hacia la habitación del frente.

Faber estaba sentado en la cama con Jo sobre las rodillas. El niño estaba despierto, chupándose el pulgar, con su típica mirada de grandes ojos abiertos, como todas las mañanas. Faber le pasaba la mano por el pelo despeinado.

—Tira el arma sobre la cama, Lucy.

Agachó los hombros e hizo lo que él le ordenaba.

—Has trepado por la pared y entrado por la ventana —dijo inexpresivamente.

Faber bajó a Jo de su falda.

—Ve con mamá.

Jo corrió y ella le levantó en brazos.

Él cogió las dos escopetas y se dirigió al aparato de radio. Tenía la mano derecha bajo el sobaco izquierdo, y había una gran mancha roja en su chaqueta. Se sentó.

—Me has hecho mucho daño —dijo. Luego volvió su atención al transmisor.

Súbitamente, se escuchó una voz.

—Responda, Isla de las Tormentas.

Él levantó el micrófono.

—¿Hola?

—Espere un momento.

Se produjo una pausa, y luego se oyó otra voz. Lucy la reconoció como perteneciente al hombre de Londres que le había ordenado destruir la radio. Ahora estaría defraudado con respecto a ella. Dijo:

—Hola; es nuevamente Godliman. ¿Puede oírme? Cambio y corto.

—Sí, puedo oírle, profesor —respondió Faber—. ¿Ha visto alguna catedral interesante últimamente?

—¿Cómo… estoy…?

—Sí —sonrió Faber—. ¿Cómo está usted? —Luego la sonrisa desapareció súbitamente de su rostro, como queriendo decir que el juego había terminado, y manipuló el dial de frecuencia de la radio.

Lucy se volvió y abandonó la habitación. Todo había terminado. Sin pensarlo, desesperada, bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Lo único que podía hacer era esperar a que él la matara. No podía escapar, no tenía bastante energía para hacerlo y evidentemente él lo sabía.

Miró por la ventana. La tormenta había concluido. El viento que antes aullaba se había convertido en una brisa fría y constante, ya no llovía, y el cielo brillaba por el Este anunciando un día de sol. El mar…

Ella frunció el ceño, y volvió a mirar.

Sí, Dios mío, era un submarino.

Destruya la radio, le había dicho el hombre.

La noche anterior Henry había maldecido en lengua extranjera… Lo he hecho por mi país, había dicho.

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