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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (31 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Se estrecharon las manos. Porter tenía una cara rubicunda y un bigote cuidadosamente cultivado. Usaba un sobretodo color pelo de camello.

—Mucho gusto. Yo soy el idiota que recogió al tipo que andan buscando. Lo traje hasta Aberdeen. Es increíble —no tenía el acento de la región.

—Mucho gusto —dijo Bloggs. A primera vista Porter parecía exactamente la clase de estúpido que es capaz de recoger a un espía y llevarlo por todo el país. Sin embargo, Bloggs se dio cuenta que ese aire de tarambana podía ocultar una mente aguda. Trató de ser tolerante… él también había cometido errores deplorables en las últimas horas.

—¿Vio la fotografía?

—Sí, por cierto. No le podía ver bien porque fue de noche durante la mayor parte del trayecto. Pero alcancé a verle bastante a la luz de la linterna cuando estuvimos con el capó levantado, y después cuando entramos a Aberdeen… para ese entonces ya amanecía. Si yo hubiera visto la fotografía, por lo menos habría dicho que posiblemente su aspecto indicaba que podía ser él. Teniendo en cuenta dónde le recogí y la cercanía del «Morris» abandonado, no cabe duda de que era él.

—Estoy de acuerdo —dijo Bloggs, y se quedó pensando un momento qué información útil podría obtener de él—. ¿Qué impresión le causó Faber?

—Me pareció que estaba agotado —respondió inmediatamente Porter—, nervioso y decidido. También advertí que no era escocés.

—¿Cómo describiría su acento?

—Neutral. El acento de las escuelas públicas comunes de algún distrito. Además sus ropas, ¿se da cuenta? Llevaba overall. Otra cosa que no advertí hasta después.

Kincaid interrumpió para ofrecer té. Todos aceptaron. El policía fue hasta la puerta.

—¿Sobre qué hablaron?

—Sobre nada en particular.

—Pero estuvieron juntos durante horas.

—Él durmió la mayor parte del trayecto. Arregló el motor. Se trataba sólo de un cable desconectado, pero me temo de que no sé nada de motores… entonces él me dijo que su coche se le había averiado en Edimburgo y que debía ir a Banff. Dijo que prefería no cruzar Aberdeen porque no tenía permiso para pasar por las zonas de circulación restringida. Y yo, encima, le dije que no se preocupara por eso, que me responsabilizaría por él si nos paraban. Me siento realmente estúpido, ¿se da cuenta? Pero sentía que estaba en deuda con él, pues verdaderamente me había sacado de un apuro.

—Nadie le culpa, señor Kincaid.

Bloggs lo hacía, pero no se lo dijo, y en cambio prosiguió con las preguntas.

—Muy poca gente ha conocido a Faber y puede decirnos cómo es. ¿Podría hacer un esfuerzo y decirme por qué clase de persona le tomó usted?

—Despertó como un soldado —dijo Porter—. Fue cortés, y parecía inteligente. Se despidió con firme apretón de manos. Eso es algo que yo tomo en cuenta.

—¿Algo más?

—Sí, hay algo más; cuando se despertó… —la cara rubicunda de Porter se marcó con las arrugas de entrecejo fruncido—, su mano derecha fue al encuentro de su antebrazo izquierdo, de este modo —ilustró él con el gesto.

—Eso es significativo —dijo Bloggs—. Allí debe de guardar el estilete enfundado en la manga.

—Supongo que sí.

—Y dijo que iba a Banff. Eso significa que no es verdad. Apuesto a que usted le dijo primero adónde iba, y entonces él decidió que llevaba esa dirección.

—Sí; creo que así fue —asintió Porter—. Bien, bien.

—O bien su destino era Aberdeen, o él enfiló hacia el Sur una vez que usted le dejó. Puesto que dijo ir hacia el Norte, lo más probable es que no lo hiciera.

—Ese tipo de razonamiento podría no ser exacto —dijo Kincard—. No siempre funciona, evidentemente Faber no es ningún tonto. ¿Le dijo usted que es juez de paz?

—Sí.

—Por eso no le mató.

—¿Qué? Santo Dios.

—Sabía que se notaría inmediatamente su ausencia. La puerta se volvió a abrir, y el hombre que entró dijo: —Aquí tengo su información y espero que no haya sido para nada.

Bloggs sonrió. Se trataba, evidentemente, del encargado del puerto: un hombre bajo, con abundante pelo blanco,que fumaba una gran pipa y llevaba un chaquetón de botones dorados.

—Adelante, capitán —dijo Kincaid—. ¿Cómo se ha mojado tanto? No tenía que haber salido con semejante lluvia.

—A la mierda —dijo el capitán, produciendo deleite en los demás rostros de la habitación.

—Buenos días, capitán —dijo Porter.

—Buenos días, su señoría.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó Kincaid.

El capitán se quitó la gorra y le sacudió las gotas de lluvia.

—Falta el Marie II —dijo—. Lo vi llegar la tarde que comenzó la tormenta. No lo vi zarpar, pero sé que ese día no hubiera vuelto a salir. Sin embargo, parece que lo hizo.

—¿A quién pertenece?

—A Tam Halfpenny. Le he llamado por teléfono y él lo había dejado en el atracadero ese día, y desde entonces no ha vuelto a verlo.

—¿Qué clase de barco es? —preguntó Bloggs.

—Es un pequeño barco pesquero, con motor interior. No tiene ningún estilo particular. Los pescadores de por aquí no siguen ningún tratado especial de construcción de barcos cuando hacen los suyos.

—Permítame una pregunta —dijo Bloggs—. ¿Ese barco podría haber sobrevivido a la tormenta?

El capitán hizo una pausa para arrimar el fósforo a su pipa, y luego respondió:

—Con un timonel muy hábil… qué sé yo, puede que sí, puede que no.

—¿Cuánto pudo haber navegado antes de que se iniciara

la tormenta?

—Muy poco… unas pocas millas. El Marie II no estuvo amarrado hasta el atardecer.

Bloggs se puso de pie, dio una vuelta en torno a su silla y volvió a sentarse.

—Entonces, ¿dónde puede estar ahora?

—Lo más seguro es que el estúpido esté en el fondo del mar —la afirmación del capitán no carecía de cierto regocijo.

Bloggs no podía encontrar satisfacción en la posibilidad de que Faber estuviera muerto. Era demasiado poco. El descontento se transmitía a su cuerpo y se sintió inquieto, ansioso. Frustrado. Se rascó la barbilla; le hacía falta un afeitado. Comentó:

—Sólo lo creeré cuando lo vea.

—No lo verá.

—Por favor, ahórrese las opiniones —replicó Bloggs—. Queremos su información, no su pesimismo. —Los otros hombres en la habitación recordaron que, pese a su juventud, era el de mayor jerarquía—. A ver, volvamos a considerar las posibilidades. Uno: ha dejado Aberdeen por tierra y es otra persona quien ha robado el Marie II. En ese caso, probablemente ya haya llegado a su destino, pero a causa de la tormenta no puede haber dejado el país. Ya tenemos todas las fuerzas policiales tras él, y eso es todo lo que podemos hacer con respecto a la posibilidad número uno.

»Dos: aún está en Aberdeen. En ese caso estamos a cubierto, pues andamos tras su pista.

»Tres: ha dejado Aberdeen por mar. Creo que estamos de acuerdo en que ésa es la posibilidad mayor. Vemos entonces las posibilidades de esto último. Tres A: halló refugio en alguna parte o naufragó, cerca de tierra firme o de alguna isla. Tres B: murió —no mencionó, por cierto, tres C: que hubiera pasado a otro barco… probablemente un submarino, antes de que comenzara la tormenta… probablemente no tuvo tiempo, pero podría haberlo tenido. Y si había hallado un submarino no había nada que hacer, de modo que mejor era olvidarlo.

»Si halló refugio —continuó Bloggs— o si naufragó, tarde o temprano encontraremos indicios. Ya sea el Marie II, o los restos. Podemos revisar la línea de la costa y también inspeccionar el mar en cuanto el tiempo aclare lo suficiente para que podamos hacer despegar un avión. Si se ha ido al fondo del mar, también encontraremos restos del barco.

»De modo que tenemos tres desarrollos de la acción. Continuaremos las investigaciones comenzadas; organizaremos la búsqueda en la costa hacia el Norte y el Sur partiendo de Aberdeen, y nos prepararemos para volar sobre el mar en cuanto mejore el tiempo.

Bloggs caminaba de un lado al otro mientras hablaba. De pronto se detuvo y miró a su alrededor.

—¿Algún comentario?

Los últimos sucesos los habían animado a todos. El súbito acceso de energía de Bloggs les había sacudido la modorra. Uno se inclinó hacia delante frotándose las manos; otro se ataba los cordones de los zapatos; un tercero se puso la chaqueta. Todos querían empezar el trabajo inmediatamente. No hubo comentarios ni preguntas.

23

Faber estaba despierto. Posiblemente su cuerpo necesitaba sueño; pese al hecho de que se había pasado el día en la cama; pero su mente estaba hiperactiva, barajando posibilidades, esbozando planes de acción… pensando sobre mujeres y sobre su país.

Ya estaba tan próximo a salir de aquello, que los recuerdos domésticos se le volvían casi dolorosamente agradables. Pensaba en cosas tales como salchichas lo suficientemente gruesas como para cortarlas en rodajas, y coches a la derecha de la carretera, y árboles realmente altos, y fundamentalmente su propio idioma… palabras entrañables y precisas, consonantes duras y vocales puras, y el verbo al final de la oración, donde debía estar, con la finalidad y el significado llegando a un mismo clímax.

Y el pensamiento del clímax le trajo el recuerdo de Gertrud una vez más; su cara debajo de la de él, el maquillaje barrido por los besos, los ojos apretadamente cerrados por el placer para abrirse luego y mirarle con deleite, y la boca en un permanente jadeo, diciendo: Ja, Liebling, ja…

Era tonto. Durante varios años había llevado la vida de un monje, pero ella no tenía razón alguna para hacer lo mismo. Habría tenido una docena de hombres después de Faber. Inclusive podría estar muerta, haber sucumbido bajo los bombardeos de la RAF o asesinada por maníacos porque su nariz tenía algún milímetro de más, o atropellada por algún vehículo durante un oscurecimiento. De cualquier modo, casi no se acordaría de él. Probablemente nunca volvería a verla. Pero ella era importante. Significaba algo… en lo cual él podía pensar.

Normalmente, no se permitía sumergirse en lo sentimental. De cualquier modo había en su naturaleza una veta de gran frialdad y la cultivaba. Le protegía. Ahora, sin embargo, estaba tan cerca del éxito que se sentía libre. No de aflojar ni bajar la guardia, pero al menos se permitía fantasear un poco.

Mientras continuara, la tormenta era su salvaguardia. El lunes, simplemente, entraría en contacto con el submarino mediante la radio de Tom, y su capitán enviaría un bote a la bahía en cuanto mejorara el tiempo. Si la tormenta amainaba antes del lunes, habría una ligera complicación: la lancha de las provisiones. David y Lucy, naturalmente, esperarían que él embarcara para volver a tierra firme.

Lucy entraba en sus pensamientos con vívidos colores e imágenes que no podía controlar. Vio sus notables ojos color ámbar que se clavaban en él mientras le vendaba el dedo; su silueta subiendo las escaleras ante él, vestida con simples ropas masculinas; sus pesados senos redondos mientras estaba desnuda en el baño; y a medida que las imágenes se convertían en fantasía, ella se inclinaba sobre el vendaje y le besaba la boca, se volvía hacia él en las escaleras y le abrazaba; salía del baño, le cogía las manos y las colocaba sobre sus senos

Se revolvió inquieto en la cama, maldiciendo la imaginación que le enviaba una clase de sueños que no había tenido desde sus días de estudiante. En aquel entonces, antes de haber experimentado las realidades del sexo, se había construido complicados libretos sexuales, donde entraban la mujeres mayores con quienes él establecía a diario algún contacto: la imponente Matron; la trigueña, delgada e intelectual esposa del profesor Nagel; la dueña de la tienda del pueblo que usaba un lápiz de labios excesivamente rojo y hablaba con desprecio de su marido. A veces las unía a las tres en una fantasía orgiástica. Cuando, a la edad de quince años había seducido, como correspondía, a la hija de la criada durante el crepúsculo, en un bosque de la Prusia occidental, dejó fluir sus orgías imaginarias, pues eran mejores que la frustrante realidad. El joven Heinrich había quedado muy perplejo ante ello. ¿Dónde estaban las sensaciones de éxtasis enceguecedor, de volar por los aires como un pájaro, la mística fusión de dos cuerpos en uno? Las fantasías se volvieron dolorosas al recordarle la imposibilidad de convertirlas en algo real. Más tarde, por cierto, la realidad mejoró, y llegó a la conclusión de que el éxtasis no provenía de disfrutar a una mujer, sino de la capacidad de disfrutarse mutuamente. Le había comunicado esta opinión a su hermano mayor, quien la había considerado una perogrullada en vez de un descubrimiento; y antes de que pasara mucho tiempo, él mismo lo consideró así.

En su momento, llegó a ser un buen amante. Descubrió que el sexo era interesante y también físicamente agradable. Nunca fue un gran seductor… el estremecimiento de la conquista no era lo que buscaba. Pero era un experto en proporcionar y recibir gratificación sexual, sin llegar a la ilusión propia del experto de que la técnica lo era todo. Para algunas mujeres él era un tipo muy atractivo, y el hecho de no ser muy consciente de eso sólo sirvió para hacerle aún más atractivo.

Trataba de recordar cuántas mujeres había tenido: Anna, Gretchen, Ingrid, la chica norteamericana, aquellas dos prostitutas de Stuttgart… no podía recordarlas a todas, pero no podían haber sido más de veinte. Y Gertrud, naturalmente.

Ninguna de ellas había sido tan bella como Lucy. Soltó un suspiro exasperado; había permitido que aquella mujer de algún modo le conmoviera, porque durante demasiado tiempo había sido excesivamente riguroso consigo mismo, y además ahora estaba a un paso de su país. Se sintió fastidiado. Esto constituía una indisciplina; no debía aflojar en ningún sentido hasta que su misión se hubiera cumplido, y éste no era todavía el caso. No, aún no.

Estaba el problema de cómo evitar el regreso a tierra firme en la lancha de las provisiones. Se le ocurrían varias soluciones. Quizá la más viable fuera incapacitar a los habitantes de la isla; ir él mismo al encuentro de la barca y enviar de regreso al piloto con alguna excusa. Podría decirle que estaba de visita en casa de los Rose, que había llegado en otro barco, que era un pariente o un observador de pájaros… en fin, ya vería. El problema era demasiado pequeño para dedicarle totalmente su atención en aquel momento. Más tarde, y si el tiempo mejoraba, consideraría qué historia debía contar.

Realmente, no tenía problemas serios. Estaba en una isla solitaria, a kilómetros de la costa inglesa, había sólo cuatro habitantes… era un escondite ideal. Cuando pensaba en la situación que acababa de atravesar, la gente que había asesinado, los cinco hombres de la Home Guard, el muchacho de Yorkshire en el tren, el mensajero del Abwehr, se consideró en una situación de privilegio.

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