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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (3 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Tendría que fraguar una nueva identidad; siempre mantenía dos por lo menos. Necesitaba un nuevo trabajo, documentos, desde pasaporte, cédula de identidad, libreta de racionamiento, partida de nacimiento. Todo era tan arriesgado. Maldita señora Garden. ¿Por qué no se habría emborrachado hasta quedarse dormida como de costumbre?

Era la una de la mañana. Faber echó una última mirada a la habitación. No le importaba dejar indicios. Sus huellas dactilares, naturalmente, estaban diseminadas por toda la casa, y sin duda a nadie le cabría la menor duda acerca de la identidad del asesino. Tampoco le producía pesar alguno dejar la casa que había constituido su morada durante dos años; nunca había pensado en ella como un hogar. Nunca había pensado en ningún sitio como un hogar.

Siempre pensaría en aquella casa como el lugar donde aprendió a ponerle cerrojo a las puertas.

Apagó la luz, cogió sus maletas y bajó las escaleras para salir al encuentro de la noche.

2

Enrique II fue un rey notable. En una época en que aún no se había acuñado la expresión «una rápida visita», él iba de Inglaterra a Francia con tal rapidez que se le atribuían poderes mágicos; un rumor que, como es comprensible, no hizo nada por negar. En 1173 —en junio o setiembre, según las diversas fuentes de información secundaria que se escojan— llegó a Inglaterra e inmediatamente volvió a partir hacia Francia con tal celeridad que ningún escritor contemporáneo pudo registrar su viaje. Historiadores más tardíos descubrieron constancia de sus gastos en el «Pipe Rolls». Por aquel entonces su reino sufría los ataques de sus hijos en los extremos Norte y Sur; en la frontera con Escocia y en el sur de Francia. Pero, ¿cuál era exactamente el propósito de su visita? ¿A quién vio? ¿Por qué era secreto, cuando el mito de su velocidad mágica equivalía a un ejército? ¿Qué llegó a hacer?

Éste era el problema que aquejaba a Percival Godliman en el verano de 1940, cuando los ejércitos de Hitler arrasaban los campos de Francia como una gran guadaña y los británicos huían del embudo de Dunkerke en un sangriento zafarrancho.

El profesor Godliman sabía más sobre la época medieval que ningún otro ser sobre la Tierra. Su libro sobre la peste negra había respaldado todas las convenciones sobre medievalismo; también había sido un bestseller y se había publicado entre los libros «Penguin». Con este antecedente se había dedicado a un período aún anterior y más difícil de rastrear.

A las doce y media de un espléndido día londinense, una de sus secretarias halló a Godliman inclinado sobre un manuscrito bien iluminado, traduciendo laboriosamente del latín medieval y tomando notas con su letra más indescifrable todavía. La secretaria, entre cuyos planes figuraba almorzar en el jardín de Gordon Square, sentía una manifiesta hostilidad por la sala de los manuscritos, pues olía a muerte. Se necesitaban tantas llaves para llegar a ella, que muy bien podría haber sido una tumba.

Godliman permanecía ante un atril, colgado como un pájaro, con su cara pálidamente iluminada por un foco situado encima de su cabeza. Podría haber sido el fantasma del monje que había escrito el libro, manteniendo su vigilia sobre su preciosa crónica. La muchacha carraspeó y aguardó a que él notara su presencia. Ella vio a un hombre bajo que frisaba los cincuenta años, tenía los hombros redondeados y la vista débil, llevaba un traje de tweed. Ella sabía que una vez que se le arrancaba del medioevo, podía ser un hombre perfectamente sensato. Volvió a toser y dijo:

—¿Profesor Godliman?

Él levantó la vista y sonrió al verla, y entonces ya no pareció un fantasma sino un padre buenazo.

—¡Hola! —dijo en tono de asombro, como si acabara de toparse con su vecino en medio del desierto del Sáhara. —Me pidió que le recordara que tiene un almuerzo en el «Savoy» con el coronel Terry.

—Ah, sí. —Sacó su reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó—. Si pienso ir caminando es mejor que salga ya. —Le he traído su máscara antigás —dijo ella asintiendo con la cabeza.

—Eres precavida. —Volvió a sonreír y ella decidió que era muy simpático. Tomó la máscara y dijo—: ¿Necesitaré el abrigo?

—Esta mañana ha venido sin abrigo. Hace bastante calor. Me ocuparé de cerrar una vez que usted salga.

—Bien, gracias, muchas gracias. —Se metió la libreta de anotaciones en el bolsillo de su chaqueta y partió.

La secretaria echó una mirada al lugar, se estremeció y le siguió.

El coronel Andrew Terry era un escocés de cara colorada, sumamente delgado a causa de una vida de fumador empedernido; su pelo rubio oscuro se veía ralo y pegado a la cabeza. Godliman fue a su encuentro y se estrecharon las manos en la punta de una mesa del «Savoy Grill». El coronel iba de civil y en su cenicero había tres colillas.

Godliman dijo:

—Buenos días, tío Andrew. —Terry era el hermano menor de su madre.

—¿Cómo estás, Percy? ¿Qué tal?

—Bien. Estoy escribiendo un libro sobre los Plantagenet —respondió Godliman tomando asiento.

—¿Están todavía en Londres tus manuscritos? No puedo creerlo.

—¿Por qué?

—Llévatelos al campo, no corras el riesgo de que haya un bombardeo.

—¿Crees que debería hacerlo?

—Media «National Gallery» ha sido trasladada y enterrada en algún lugar de Gales. El joven Kenneth Clark está mucho más enterado que tú. Quizá fuera muy sensato que tú mismo te marcharas de aquí mientras otro sigue tu investigación. No creo que te hayan quedado muchos estudiantes.

—Es verdad. —Godliman tomó el menú que le extendía el camarero—. No quiero tomar aperitivo.

—Verdaderamente, Percy, ¿por qué estás todavía en la ciudad? —dijo Terry sin coger el menú.

Godliman pareció comprender lo que se le decía; su mirada se aclaró como la imagen de la pantalla cuando el proyector es enfocado. Era como si pensara en ello por primera vez desde que había llegado.

—Está bien que se vayan los niños, y los que son una institución como Bertrand Russell. Pero yo; bueno, es un poco como huir y dejar que los otros luchen en el lugar de uno mismo. Sé que no es estrictamente un argumento racional. Es una cuestión de sentimiento, no de lógica.

Terry sonrió con la expresión de aquellos que reciben la respuesta que desean oír. Pero abandonó el tema y recorrió el menú. Pasado un momento, dijo:

—Santo Dios. Le Lord Woolton Pie.

—Estoy seguro que sigue consistiendo en unas simples patatas con verduras —dijo Godliman sonriente.

Una vez que hubieron pedido el almuerzo, Terry preguntó:

—¿Qué piensas de nuestro Primer Ministro?

—Ese tipo es un asno. Pero como Hitler es un idiota, la cosa parece que marcha bien. Y tú, ¿qué piensas?

—Yo creo que con Winston podemos lograrlo. Por lo menos es valiente.

—¿Podemos? —dijo Godliman alzando las cejas—. ¿Has entrado en el juego?

—En realidad nunca lo he abandonado; tú lo sabes. —Pero dijiste…

—¿Y a ti no se te ocurre pensar en un grupo cuyos componentes no digan al unísono que no pertenecen al Ejército?

—Bueno… qué sé yo. Todo este tiempo he…

Les sirvieron en ese momento el primer plato, y para acompañarlo descorcharon una botella de burdeos blanco. Godliman comió su salmón estofado con aire pensativo.

En un momento dado, Terry dijo:

—¿Estás pensando en lo que fue la última guerra?

—Tiempos jóvenes, ya sabes. Una época terrible —dijo Godliman asintiendo con una inclinación de cabeza y hablando casi como si se tratara de algo secreto.

—Esta guerra no tiene nada que ver con aquélla. Mis muchachos no se infiltran en las filas enemigas para contar los campamentos, como hicisteis vosotros. Es decir también lo hacen, pero ese aspecto del asunto es muy secundario. Hoy en día sólo oímos los mensajes que nos envían por radio.

—¿No lo hacen con código cifrado?

—Los códigos se descubren —dijo Terry encogiéndose de hombros—. En nuestros días nos decimos y comunicamos todo lo que necesitamos saber abiertamente.

Godliman echó una mirada a su alrededor, pero advirtió que nadie los estaba escuchando, y no iba a ser él quien tuviera que decirle a Terry que las conversaciones imprudentes cuestan vidas humanas.

—En efecto —continuó éste—, mi trabajo consiste en que ellos no consigan la información que necesitan sobre nosotros.

El segundo plato, para ambos, era pastel de pollo. No había ternera en el menú. Godliman calló, pero Terry continuó hablando:

—Canaris es un tipo absurdo. Sabes quién es, ¿verdad? El almirante Wilhelm Canaris, el jefe del Abwehr. Le conocí antes de que se declarara esta guerra. A él le gusta Inglaterra. Yo diría que no le tiene ninguna simpatía a Hitler. De todos modos, es el encargado de montar un gran Servicio de Inteligencia en contra nuestra y como parte de los preparativos de invasión…, pero no es mucho lo que está haciendo. Ya detuvimos a su brazo derecho en Inglaterra. Lo hicimos al segundo día de haber estallado la guerra. Ahora se encuentra en la prisión de Wandsworth. Son unos espías que no sirven para nada. Unas cuantas viejas que paran en pensiones, fascistas locos, criminales de segunda categoría.

—Mira, muchacho, esto es demasiado —dijo Godliman, temblando levemente con una mezcla de enojo e incomprensión—. ¡Todo lo que estás diciendo es secreto y no quiero saberlo!

—¿Quieres algo más? —prosiguió Terry sin inmutarse—. Yo voy a pedir un helado de chocolate.

Godliman se puso en pie.

—No, no tengo ganas. Voy a seguir con mi trabajo, si no te importa.

—El mundo puede pasarse un rato más sin tu estudio sobre los Plantagenet —dijo Terry, mirándole sin alterarse—. Percy, ¿no te has dado cuenta de que estamos en guerra? Quiero que tú colabores conmigo.

Godliman se quedó mirándole durante un largo rato. —¿Qué diablos podría hacer yo?

Terry sonrió con expresión astuta.

—Descubrir espías.

Pese al buen tiempo, Godliman se sintió deprimido durante el trayecto de regreso a la Universidad. No cabía duda que aceptaría la propuesta de Terry, pues si era demasiado viejo para luchar, no lo era en cambio para colaborar.

Pensó en que debería dejar su trabajo —¿durante cuántos años?—, y eso le deprimía. Era un amante de la Historia, y desde la muerte de su esposa, acaecida diez años atrás, se había sumergido en la Inglaterra medieval. Le encantaba desvelar misterios, descubrir sutiles indicios, resolver contradicciones, desenmascarar embustes y propaganda falsa, y deshacer mitos. Su nuevo libro sería el mejor de cuanto se había escrito sobre el tema en los últimos cien años, y habría que esperar otros cien para que se escribiera otro mejor. Había dispuesto durante tanto tiempo por sí mismo de sus actos, que le resultaba muy extraña la idea de que dejara de ser así, y tan difícil de digerir como si de pronto a uno le dijeran que no significa absolutamente nada para la gente a la que ha estado llamando papá y mamá.

Una estridente alarma antiaérea interrumpió sus pensamientos. Siguió adelante sin hacer caso. Tanta gente seguía indiferente…, y estaba sólo a diez minutos de la Universidad. El camino era corto, podía hacerlo a pie. Pero no tenía una verdadera razón para volver a su despacho…, sabía que hoy ya no volvería al trabajo. Entonces cambió de idea y se apresuró a meterse en una estación de Metro, junto a la multitud que se apiñaba en las escaleras y pasaba a la sucia plataforma. Se ubicó junto a la pared y se quedó mirando el anuncio de «Bovril» mientras pensaba: «No es tan sólo que me duela dejar el trabajo que estoy haciendo.»

Volver a entrar en el juego también le deprimía, aunque ciertas cosas le gustaban, como por ejemplo la importancia de los pequeños detalles, el simple valor de ser inteligente, la minuciosidad, la tarea de deducción. Pero, en cambio, odiaba el chantaje, el engaño, la desesperación y la forma en que uno siempre debía asesinar al enemigo por la espalda.

La plataforma se llenaba cada vez más. Godliman se sentó antes de que se ocuparan todos los lugares, y se encontró apoyándose contra un hombre que vestía uniforme de conductor de autobús. El hombre le sonrió y dijo:

—«Oh, estar en Inglaterra, ahora que se ha instalado aquí el verano.» ¿Sabe quién lo dijo?

—«Ahora que ahí es abril» —corrigió Godliman—. Es de Browning.

—Me dijeron que era de Adolfo Hitler —dijo el conductor. Una mujer que estaba cerca se echó a reír y él se volvió a mirarla.

—¿Sabe usted lo que el evacuado le dijo a la mujer del granjero?

Godliman olvidó las voces y recordó un abril en que él había sentido la nostalgia de Inglaterra.

Estaba subido a las ramas altas de un árbol, escudriñando a través de la fría niebla que cubría el valle francés, hacia las líneas alemanas. Incluso con los prismáticos, sólo podía divisar oscuras sombras, y estaba a punto de bajarse y acercarse un kilómetro más a las líneas enemigas, cuando tres soldados alemanes aparecieron como por arte de magia y se sentaron al pie del árbol a fumar. Pasado un rato, sacaron un mazo de cartas y empezaron a jugar, y el joven Percival Godliman se dio cuenta de que se habían escabullido y se habían llegado hasta allí a pasar el día. Él permaneció en el árbol, casi sin moverse, hasta que empezó a temblar, sus músculos se le acalambraron y se dio cuenta de que le iba a reventar la vejiga. Entonces sacó el revólver y los mató a los tres uno después del otro, apuntando sobre sus tres cabezas unidas. Y así, tres personas que se estaban jugando su paga entre risas y maldiciones, simplemente habían dejado de existir. Era la primera vez que él mataba, y todo lo que se le ocurrió pensar fue que habían muerto porque él necesitaba orinar.

Godliman se desplazó por el frío hormigón de la plataforma y dejó que sus recuerdos se desvanecieran. Llegó una bocanada de aire cálido del túnel y el tren avanzó. Los que debían subir se prepararon para entrar. Godliman oía las diferentes voces:

—¿Has oído a Churchill por radio? Parecía inspirado por el duque de Wellington. El viejo Jack Thornton gritaba. Pedazo de viejo decrépito…

—Hace tanto tiempo que no incluyo carne en el menú que ya he olvidado el sabor que tiene…, el comité del vino se dio cuenta de que se venía la guerra y, gracias a Dios, compró veinte mil docenas de…

—Sí, fue una boda íntima, pero qué sentido tiene esperar cuando no se sabe qué novedades traerá el nuevo día. No, Peter nunca regresó de Dunkerke…

El conductor de autobús le ofreció un cigarrillo, pero él no lo aceptó y en cambio sacó su pipa. Alguien comenzó a cantar.

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