Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Se aburriría usted, joven. Allí no hay nada. No hay absolutamente nada.
Teresa miraba la cara curtida del agricultor. Le resultaba muy simpático. ¡Después de tanto tiempo, por fin alguien volvía a serle simpático! Tenía ante los ojos la imagen del campo: un pueblecito con la torre de la capilla, las tierras, los bosques, el conejo que corre junto a un surco, el cazador con el sombrero verde. Nunca había vivido en el campo. Aquella imagen era de oídas. O de lecturas. O se la habían impreso en la conciencia sus antepasados lejanos. Y sin embargo la imagen era clara y precisa, como una fotografía de la tatarabuela en el álbum familiar o como un grabado antiguo.
—¿Aún siente algún dolor? —preguntó Tomás.
El agricultor indicó un lugar detrás del cuello, allí donde el cráneo se une a la columna:
—A veces me duele aquí.
Sin levantarse de la silla, Tomás le palpó el lugar señalado y estuvo un rato haciéndole pregunt as.
Después le dijo:
—Yo ya no tengo derecho a recetar. Pero cuando llegue a casa, dígale a su médico que habló conmigo y que le recomendé esto.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un bloc y arrancó un papel. Con letras de imprenta escribió el nombre del medicamento.
Volvieron a Praga.
Teresa pensaba en la fotografía en la que su cuerpo desnudo es abrazado por el ingeniero. Se consolaba: Aunque existiese tal fotografía, Tomás no la verá nunca. El único valor que tiene para ellos esa foto es que, gracias a ella, van a poder extorsionar a Teresa. En cuanto se la enviasen a Tomás, la foto perdería para ellos todo su valor.
¿Pero qué sucederá si la policía llega a la conclusión de que Teresa no tiene para ellos ningún interés? En ese caso la foto puede convertirse para ellos en un simple objeto de entretenimiento y nadie podrá impedir que alguien, quizá sólo para divertirse, la meta en un sobre y la envíe a la dirección de Tomás.
¿Qué pasaría si Tomás recibiese semejante fotografía? ¿La echaría de su lado? Es posible que no. Probablemente no. Pero la frágil construcción de su amor se derrumbaría por completo. Porque esa construcción tiene por única columna su fidelidad y los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también.
Tenía ante los ojos una imagen: el conejo corriendo por el surco, el cazador con el sombrero verde y la torre de la capilla por encima del bosque.
Deseaba decirle a Tomás que debían irse de Praga. Dejar a los niños que entierran vivas a las cornejas, dejar a los sociales, dejar a las jóvenes armadas con paraguas. Deseaba decirle que debían irse al campo. Que aquél era el único camino de la salvación.
Volvió la cabeza hacia él. Pero Tomás callaba y miraba la carretera ante él. Teresa no sabía cómo salvar aquel silencio entre ambos. Se sentía como aquella otra vez, al bajar de Petrin. La angustia le oprimía el estómago y tenía ganas de devolver. Tomás le daba miedo. Era demasiado fuerte para ella y ella demasiado débil. Le daba órdenes que ella no comprendía. Procuraba cumplirlas, pero no sabía.
Deseaba regresar a Petrin y pedirle al hombre del fusil que le permitiese atarse la venda ante los ojo s y apoyarse en el tronco del castaño. Deseaba morir.
Se despertó y comprobó que estaba sola en casa.
Salió a la calle y fue andando hasta el río. Quería ver el Vltava. Quería detenerse junto a la orilla y mirar largamente las olas, porque la visión del fluir del agua tranquiliza y cura. El río fluye de una edad a otra y las historias de la gente transcurren en la orilla. Transcurren para ser olvidadas mañana y para que el río siga fluyendo.
Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo. Estaba en la periferia de Praga, el Vltava había atravesado ya la ciudad, había dejado atrás la gloria del castillo de Hrad-cany y de las iglesias, era como una actriz después de la representación, cansada y pensativa. Fluía entre dos orillas sucia s que lindaban con alambradas y muros, tras los cuales había fábricas y campos de juego abandonados.
Estuvo mirando durante mucho tiempo al agua, que allí parecía más triste y oscura y de pronto vio en medio del río una especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un banco. Un banco de madera con las patas de metal, uno de los tantos que se encuentran en los parques praguenses. Navegaba lentamente por el medio del Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y otro, y es ahora cuando Teresa se da cuenta de que los bancos de los parques de Praga se van de la ciudad río abajo, son muchos, son cada vez más, flotan en el agua como en otoño las hojas que el agua se lleva del bosque, son rojos, son amarillos, son azules.
Miró a su alrededor como si quisiera preguntarle a la gente qué quería decir aquello. ¿Por qué se van río abajo los bancos de los parques de Praga? Pero todos pasaban a su lado indiferentes y les daba exactamente lo mismo que hubiera un río fluyendo de una edad a otra por en medio de su efímera ciudad.
Volvió a mirar el río. Se sentía inmensamente triste. Comprendía que lo que estaba viendo era una despedida.
La mayor parte de los bancos desapareció de su vista, aún aparecieron algunos más, los últimos rezagados, otro banco amarillo más y después otro más, azul, el último.
Cuando Teresa llegó inesperadamente a ver a Tomás a Praga, hizo el amor con él, como ya he escrito en la primera parte, ese mismo día o esa misma hora, pero inmediatamente después le dio fiebre. Ella estaba en cama y él de pie a su lado, con la intensa sensación de que ella era un niño al que alguien había colocado en un cesto y lo había enviado río abajo.
Por eso, la imagen del niño abandonado se convirtió en algo precioso para él y le hizo pensar frecuentemente en los viejos mitos en los que aparecía. Ese fue seguramente el motivo por el cual un día cogió una traducción del Edipo de Sófocles.
La historia de Edipo es conocida: un pastor lo encontró abandonado cuando era un niño de pecho, se lo llevó a su rey Pólibo y éste lo educó. Cuando Edipo era ya adolescente, se cruzó en un camino de montaña con una carroza en la que iba un dignatario desconocido. Surgió una disputa, Edipo mató al dignatario. Más tarde se convirtió en esposo de la reina Yocasta y en señor de Tebas. No sospechaba que el hombre a quien había matado en las montañas era su padre y que la mujer con la que dormía era su madre. Mientras tanto, la desgracia se cebó en sus súbditos y los castigaba con enfermedades. Cuando Edipo comprendió que él mismo era el culpable de sus padecimientos, se hirió los ojos con dos broches y, ciego, abandonó Tebas.
A los que creen que los regímenes comunistas en Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales, se les escapa una cuestión esencial: los que crearon estos regímenes criminales no fueron los criminales, sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente. Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía paraíso alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos.
En aquel momento todos empezaron a gritarles a los comunistas: ¡Sois los responsables de la desgracia del país (empobrecido y despoblado), de la pérdida de su independencia (cayó en poder de Rusia), de los asesinatos judiciales!
Los acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma, somos inocentes!
La polémica se redujo por lo tanto a la siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían? ¿O sólo aparentaban no saber?
Tomás seguía atentamente esta polémica (la seguían los diez millones de habitantes de la nación checa) y opinaba que había comunistas que no eran del todo inocentes (inevitablemente tenían que haber sabido algo de los horrores que habían ocurrido y no cesaban de ocurrir en la Rusia posrevolucionaria). Sin embargo, es probable que la mayoría de ellos, en efecto, no supiera nada.
Y llegó a la conclusión de que la cuestión fundamental no es: ¿sabían o no sabían?, sino: ¿es inocente el hombre cuando no sabe?, ¿un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa sólo por ser idiota?
Supongamos que un fiscal checo que a comienzos de los años cincuenta pidió la pena de muerte para un inocente fue engañado por la policía secreta rusa y por el gobierno de su país. Pero ¿cómo es posible que hoy, cuando sabemos ya que las acusaciones eran absurdas y los ejecutados inocentes, ese mismo fiscal defienda la limpieza de su alma y se dé golpes de pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no sabía, creía de buena fe! ¿No reside precisamente su irremediable culpa en ese «¡no sabía!, ¡creía de buena fe!»?
Y fue entonces cuando Tomás recordó la historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se sintió inocente. Fue incapaz de soportar la visión de lo que había causado con su desconocimiento, se perforó los ojos y se marchó de Tebas ciego.
Tomás oía los gritos de todos los comunistas que defendían su limpieza interior y se decía: Por culpa de vuestro desconocimiento este país ha perdido quizá por siglos su libertad, ¿y vosotros gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois capaces de seguir presenciándolo? ¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que conserváis la vista? ¡Si tuvieseis ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de Tebas!
Aquella comparación le gustaba tanto que la utilizaba con frecuencia en las conversaciones con sus amigos y, con el paso del tiempo, iba expresándola con formulaciones cada vez más precisas y elegantes.
Leía entonces, como todos los intelectuales, el semanario editado por la Unión de Escritores Checos, con una tirada de alrededor de 300.000 ejemplares, que habla logrado una considerable autonomía dentro del régimen y hablaba de cosas de las que otros no podían hablar públicamente. Por eso en el periódico de los escritores se hablaba también de quién y cómo era culpable de los asesinatos judiciales durante los procesos políticos al comienzo del régimen comunista.
En todas estas polémicas se repetía siempre la misma pregunta: ¿sabían o no sabían? Tomás creía que esta cuestión era secundaria y por eso escribió un día sus ideas sobre Edipo y las envió al semanario. Al cabo de un mes recibió respuesta. Le invitaron a que pasara por la redacción. Cuando llegó, lo recibió un redactor de escasa estatura, erguido como una regla, y le propuso que modificase la sintaxis en una frase. El texto se publicó en la penúltima página, en la sección de cartas de los lectores.
Tomás no quedó satisfecho. Se habían tomado la molestia de invitarle a visitar la redacción para que les autorizase a modificar la sintaxis, pero después, sin preguntarle nada, recortaron notablemente su texto, de modo que sus ideas se vieron reducidas exclusivamente a la tesis básica (considerablemente esquemática y agresiva) y dejaron de gustarle.
Eso sucedió en 1968. En el poder estaba Alexander Dubcek y con él los comunistas que se sentían culpables y estaban dispuestos a reparar de algún modo las culpas contraídas. Pero los otros comunistas, los que gritaban que eran inocentes, tenían miedo de que la nación indignada los juzgara. Por eso iban diariamente a quejarse a la embajada rusa y a pedir ayuda. Cuando se publicó la carta de Tomás, gritaron: ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Ya se escribe públicamente que nos tienen que arrancar los ojos!
Y dos o tres meses más tarde los rusos decidieron que en su virreinato las discusiones libres eran intolerables, y una noche su ejército ocupó la patria de Tomás.
Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, volvió a trabajar en su hospital como antes. Pero un buen día lo, llamó el director.
—Al fin y al cabo, colega —le dijo—, usted no es un escritor ni un periodista, ni un salvador de la nación, sino un médico y un científico. No me gustaría perderlo y haré todo lo posible por mantenerlo aquí. Pero es necesario que retire lo que ha dicho en el artículo sobre Edipo. ¿Tiene usted mucho interés en ese artículo?
—Señor director —dijo Tomás recordando cómo le habían amputado una tercera parte del texto—, jamás ha habido nada que me importase menos.
—Ya sabe de qué se trata —dijo el director. Lo sabía: en la balanza había dos cosas: por una parte su honor (que consistía en no retirar las afirmaciones que había hecho), por la otra aquello que se había acostumbrado a considerar como el sentido de su vida (su trabajo científico y médico). El director continuó:
—Esto de exigir que la gente reniegue públicamente de lo que ha dicho tiene algo de medieval. ¿Qué significa «renegar»? En nuestra época una idea sólo puede ser refutada y no tiene sentido renegar de ella. Y dado que, estimado colega, renegar de una idea es algo imposible, sencillamente verbal, formal, mágico, no encuentro ningún motivo para que no haga usted lo que desean. En una sociedad gobernada por el terror, no hay ninguna declaración que sea vinculante, son declaraciones forzadas y las personas honradas están obligadas a no tomarlas en cuenta, a no oírlas. Tal como le digo, colega, es importante para mí, y lo es para sus pacientes, que continúe usted trabajando.
—Creo que tiene razón —dijo Tomás con cara de infelicidad.
—¿Pero? —preguntó el director tratando de adivinar su pensamiento.
—Temo que me daría vergüenza.
—¿Tiene usted una opinión tan elevada de la gente que le rodea como para que le importe lo que vayan a pensar?
—No, la opinión que tengo de ellos no es demasiado elevada.
—Además —añadió el director—, me han asegurado que no se trata de una declaración pública. Son unos burócratas. Lo que necesitan es tener en sus expedientes constancia de que usted no está en contra del régimen para poder defenderse en caso de que alguien los atacase por haberle dejado trabajar en su puesto. Me han dado garantías de que la declaración será una cuestión privada entre usted y ellos y de que no está previsto hacerla pública.
—Déjeme una semana para pensarlo — dijo Tomás para terminar la conversación.
Tomás estaba considerado como el mejor cirujano del hospital. Se decía que el director, al que ya le faltaba poco para jubilarse, le dejaría pronto su puesto. Cuando se supo la noticia de que los organismos directivos le habían pedido una declaración autocrítica, nadie puso en duda que Tomás fuera a obedecer.
Eso fue lo primero que le sorprendió: pese a que nunca había dado motivo para ello, la gente se sentía más inclinada a apostar por su inmoralidad que por su moralidad.