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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (49 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Ya no falta mucho —dijo Kharas, que oteaba el panorama a través de unas rendijas excavadas en la roca con tan absoluta minuciosidad que permitían divisar el exterior a los que se agazapaban en la estructura sin ser vistos desde fuera del montículo—. ¿Has calculado la distancia?

El interpelado era un enano viejo, de innoble apariencia, el cual, tras asomarse a una hendidura con aire tedioso y estimar también de una ojeada la longitud del túnel, dictaminó:

—Doscientos cincuenta y tres pasos y te hallarás en el punto justo.

Kharas volvió a examinar el llano y, con especial atención, el enclave donde se alzaba la tienda de Caramon, alejada de las fogatas. Se le antojó prodigioso que el anciano pudiera medir tan exactamente la distancia que les separaba de su objetivo. Habría expresado sus dudas de tratarse de otro, pero Smash, el antiguo ladrón al que había sacado de su retiro para esta empresa, gozaba de gran predicamento como artífice de hechos extraordinarios, de un renombre parangonable al del héroe mismo.

—El sol se pone —informó el cabecilla, si bien era innecesario pues las postreras sombras del día, que se filtraban a través de las grietas, se proyectaban en largos hilillos sobre las paredes de roca del túnel—. El general regresa, entra en su tienda. Por la barba de Reorx —rezongó—, espero que no decida mudar sus costumbres esta noche.

—No lo hará —lo tranquilizó Smash. Acurrucado en un confortable rincón, el enano hablaba con la certeza de quien, durante largo tiempo, ha vivido de sus dotes para observar las idas y venidas, sobre todo las idas, de su congéneres—. Lo primero que uno aprende cuando se dedica a asaltar las casas ajenas es que todo el mundo se crea una rutina y procura no cambiarla. El tiempo es apacible, no han surgido imprevistos y lo único que se ha impreso en su retina es arena y más arena. No, no alterará sus hábitos.

Kharas frunció el entrecejo, disgustado por la alusión que había hecho su secuaz a su turbulento pasado. Consciente de sus limitaciones, el consejero había elegido a Smash para esta misión porque necesitaba a un experto en el arte del sigilo, avezado a moverse deprisa y en silencio, a atacar en plena noche y fundirse luego en la negrura.

El recto y ahora barbilampiño enano, que tanto había admirado los Caballeros de Solamnia por su alto sentido del honor, no era inmune al aguijón de la conciencia. Serenó su alma diciéndose en su fuero interno que Smash había pagado el precio de sus crímenes años atrás y que, incluso, había prestado ciertos servicios al soberano que le habían convertido, si no en un personaje respetable, sí al menos en un héroe de segunda categoría.

«Además —recapacitó—, son muchas las vidas que va a salvar.»

Al pensar en su encomiable proyecto exhaló un suspiro de alivio. En voz alta, concedió:

—Tenías razón, Smash. El mago y la bruja acaban de salir de sus tiendas.

Tras estudiar el mazo, que había depositado junto al muro, Kharas se valió de una mano para colocar la daga que había embutido en su cinto en una postura más cómoda, mientras, con la otra, hurgaba en su saquillo y extraía un pergamino. Impregnada su faz desnuda de una expresión entre solemne y meditabunda, guardó el rollo en un bolsillo que quedaba oculto bajo su pectoral de cuero.

Volvióse entonces hacia los cuatro enanos apostados a su espalda, a fin de hacerles las últimas puntualizaciones:

—Insisto en que no debéis lastimar a la mujer ni al general más de lo imprescindible para someterlos. El hechicero, en cambio, ha de morir. No olvidéis que es muy peligroso; conviene actuar con la máxima celeridad.

Smash esbozó una mueca de satisfacción y se arrellanó en su improvisado asiento de roca. El no les acompañaría; era demasiado viejo. Si en otro tiempo le hubieran excluido, se lo habría tomado como un insulto, mas a su edad lo consideró una deferencia y, además, sufría últimamente un molesto crujir en sus rodillas.

—Dejad que se aposenten —les recomendó—, que inicien relajados su cena. Una vez se hayan reunido en torno a su ágape —continuó, llevándose la mano a la garganta en un expresivo gesto—, contad doscientos cincuenta y tres pasos...

Garic, que montaba guardia en la entrada de la tienda del general, no oía sino silencio en su interior. Aquella quietud le angustiaba, parecía dimanar ecos más sonoros que una violencia trifulca.

Aguzó la vista para entrever lo que ocurría en la estancia a través de la cortinilla, que no estaba corrida del todo, y distinguió a sus tres ocupantes sentados como cada noche, absortos en sus respectivas cábalas y sin romper apenas el tenso mutismo.

El mago había reemprendido sus estudios con renovado ahínco, y corría el rumor de que estaba preparando un poderoso hechizo destinado a abrir de un arcano estallido las puertas de Thorbardin. En cuanto a la bruja, ¿quién era capaz de imaginar sus pensamientos? Garic se alegró al comprobar que Cararnon no la perdía de vista.

Los hombres hablaban sin cesar de aquella enigmática mujer. El caballero les había oído comentar en incontables ocasiones los supuestos milagros que obró en Pax Tharkas restituyendo la vida a los muertos mediante el simple contacto de su mano o haciendo crecer miembros sanos sobre los supurantes muñones de los heridos. No daba crédito a tales cuchicheos, desde luego, pero había algo en el talante de la sacerdotisa, especialmente en los últimos días, que le incitaba a preguntarse si no sería acertada la impresión que le había causado en un principio.

Él joven se agitó desazonado bajo el frío viento que cruzaba el desierto. De las tres personas que había en la tienda quien más le inquietaba era su general, un humano al que había llegado a reverenciar, a idolatrar, en el curso de sus campañas. Tan leales sentimientos le habían inducido a observarle, razón por la que había detectado la profunda depresión en que se hallaba inmerso, pese a la máscara de compostura tras la que intentaba cobijarse. Para el caballero, su nuevo adalid reemplazaba a la familia perdida, de tal suerte que se identificaba con su infelicidad como si la sufriera un hermano mayor, de su misma sangre.

—Son esos condenados enanos dewar —masculló, a la vez que pateaba el suelo para cortar el cosquilleo de sus ateridas piernas—. No confío en ellos. Desearía desembarazarme de su presencia, y estoy seguro de que el general ya lo habría hecho de no interponerse su gemelo...

Se interrumpió y contuvo el resuello, alerta todos sus sentidos. Nada percibió y, no obstante, habría jurado que alguien merodeaba por los alrededores.

Cerrada la mano en torno a la empuñadura de su espada, el joven centinela escrutó el paraje. Aunque durante el día el calor se hacía sofocante, por la noche aquellas yermas extensiones se tornaban gélidas y amenazadoras. Columbró en la distancia las fogatas y las sombras de los soldados que pasaban frente a ellas, nada fuera de lo normal.

Empezaba a relajarse, cuando oyó un ruido más preciso que el que le había sobresaltado segundos antes. Era un repiqueteo metálico que resonaba a su espalda, acaso el estampido amortiguado de unos pares de botas pesadas, recubiertas de hierro.

—¿Qué ha sido eso? —se alarmó Caramon, alzando la cabeza.

—El vendaval —aventuró Crysania, fijos sus ojos en las paredes de la tienda y sin atinar a refrenar un escalofrío al tropezarse con aquella urdimbre que se rizaba y abultaba cual los pulmones de una criatura viva—. Su embate parece ser perenne en este horrible lugar.

—No ha sido el viento —replicó el guerrero, quien se había incorporado y asido su arma—. Su ulular es monótono y lo que yo he oído producía unos retumbos más materiales.

—¡Siéntate, te lo ruego! —lo urgió Raistlin en un siseo ribeteado de furia—. Termina de cenar, no puedo entretenerme en fruslerías cuando me aguardan en mi refugio menesteres de suma importancia.

El archimago se hallaba atareado en descifrar las incógnitas de un complicado cántico arcano. Había pasado jornadas enteras tratando de descubrir el ritmo exacto, la inflexión necesaria para desvelar el misterio de las frases, pero el hechizo se obstinaba en eludirle. No lograba pronunciar sino incongruencias sin sentido.

Apartó el plato todavía lleno e hizo ademán de levantarse, mas no pudo completar su acción porque, en aquel mismo instante, el mundo se hundió literalmente bajo sus pies.

Como la cubierta de una nave que se deslizase por la pendiente de una ola embravecida, el arenoso terreno escoró hacia el abismo. Al bajar la mirada, el nigromante reparó perplejo en el vasto agujero que se había abierto delante de él. Una de las estacas que soportaban la tienda se zambulló en el insondable vacío, desarticulando toda la estructura, y el candil del techo comenzó a balancearse en su argolla en un enloquecido vaivén que deformó las sombras de los objetos hasta convertirlas en seres animados, en saltarines demonios.

En un impulso instintivo, Raistlin se agarró a la mesa y evitó así que lo tragase el torbellino. Pero, mientras se debatía para afianzarse a su tabla de salvación, atisbo unas figuras que se encaramaban por el borde de la ancha fisura, unos entes achaparrados y barbudos. Durante unos breves segundos, la danzante luz alumbró unos filos acerados, brilló en varios pares de pupilas que despedían chispas feroces. Luego, de repente, los aparecidos se desvanecieron en la penumbra.

—¡Caramon! —gritó el hechicero, necesitado de auxilio.

No persistió en su llamada, pues un cavernoso reniego y el chirriar de una hoja de espada al abandonar la vaina le revelaron que su gemelo era consciente del peligro.

También asaltó los tímpanos de Raistlin el timbre de una voz femenina que invocaba a Paladine, al mismo tiempo que se recortaba en su flanco el espectro de una luz blanca, prístina. Supo que Crysania se aprestaba a la defensa, pero no tuvo opción de ocuparse de la sacerdotisa porque un enorme mazo enanil, moldeado en una esfera astral, resplandeció bajo la llama del farolillo y se equilibró sobre su cabeza.

Formulando el primer encantamiento que acudió a su mente, el mago permaneció inmóvil y comprobó satisfecho que una fuerza invisible arrancaba el pertrecho de las manos de su portador. Obediente a su mandato, el fantasma de ultratumba transportó el mazo a través de la estancia y lo arrojó con un baque sordo en un lóbrego rincón.

Aunque al principio quedara aturdido por la sorpresa del ataque, tras esta victoria inicial, el cerebro del hechicero entró en una febril actividad. Tal era el dominio que ejercía sobre sus emociones, que juzgó la escaramuza una simple interrupción de sus estudios y resolvió ponerle fin cuanto antes, en lugar de ceder al pánico. Se enfrentó sin tardanza a su enemigo, una criatura que, plantada a escasa distancia, lo miraba con firme determinación.

Sabedor de que no podía matarle, dado que semejante evento no figuraba en los anales de la Historia, Raistlin entonó su conjuro sin precipitarse. Sintió cómo una poderosa energía se acumulaba en sus entrañas, experimentó el éxtasis, el placer sensual que siempre le invadía al discurrir aquella por sus venas. Decidió que, después de todo, no resultaba desagradable que le distrajeran de sus cuitas y que se le ofrecía la oportunidad de practicar un ejercicio interesante. Estiró parsimonioso las manos, dispuesto a pronunciar los versículos que debían de lanzar relámpagos de luz azulada contra el retorcido cuerpo de su rival.

No llegó a completar la primera sílaba. Con la sobrecogedora virulencia de un fragor de trueno, otras dos figuras se materializaron ante él, como si hubieran surgido de la nada o caído de una estrella.

Una de las nuevas apariciones, que había tropezado y yacía a los pies del archimago, irguió el rostro hacia él y vociferó, presa de una indecible excitación:

—¡Pero si es Raistlin! ¡Gnimsh, lo hemos conseguido! ¿Cómo estás, amigo? —saludó al hechicero—. Sin duda asombrado, ya que no esperabas verme. Tengo que relatarte mis aventuras, he vivido una experiencia curiosísima y ardo en deseos de explicártela. Yo estaba muerto o, mejor dicho, en otro plano...

—¡Tasslehoff! —lo reconoció al fin el nigromante.

Una serie de pensamientos surcaron su mente, con la misma velocidad con que los rayos arcanos que nunca creó habrían cruzado el recinto de la tienda. El primero fue que, si el kender estaba allí, era posible alterar el curso de los acontecimientos, una lógica secuencia de ideas que le indujo a concluir que, de ser ciertas tales asunciones, él podía morir, puesto que ya no le protegía la Historia.

El impacto de tales cavilaciones desestabilizó por completo su mente, arrebatándole la serenidad que tanto precisaba para realizar sus sortilegios.

Al comprobar que su mayor problema se había solventado sin que participase su voluntad y también, que este hecho podía acarrearle un conflicto todavía más irreversible, Raistlin perdió el control. Se desdibujaron las palabras del hechizo destinado a destruir a su rival, quien, sin embargo, avanzaba impertérrito hacia él.

En una reacción instintiva, con mano trémula, el archimago extendió la palma, a fin de recibir la pequeña daga plateada de su manga.

Su gesto fue tardío; su arma, insignificante.

9

La señal de los dioses

Kharas estaba plenamente concentrado en el hombre al que había prometido matar, adaptado su cerebro a asumir la mentalidad del guerrero y fijarse tan sólo en su objetivo, sin dispersarse en conceptos más abstractos. Hasta tal extremo se había imbuido de su misión que no hizo el menor caso a los dos aparecidos, suponiendo que se trataba de espectros invocados por el archimago.

Vio el enano que los centelleantes ojos de su rival se vaciaban de expresión, que sus labios abiertos para recitar el mortífero encantamiento se separaban en fláccida postura, y supo que durante unos segundos el enemigo estaría a su merced. Arremetió presto, y su daga atravesó los holgados ropajes negros para hender la carne.

Acercándose más aún a su víctima, el consejero enanil acabó de hundir su pertrecho en el enteco cuerpo del humano, y el calor extraño, abrasador de su adversario le envolvió cual un infierno llameante. Tal era la ira, el odio que dimanaba aquel ser, que Kharas sintió que le asestaba un golpe físico, una embestida que lo lanzó hacia atrás y dio con sus huesos en el suelo.

No importaba. Raistlin había recibido una herida de la que no había de recuperarse. Alzando la vista desde donde yacía, los ojos de Kharas toparon con los de su oponente y, además de su furia, advirtió en las desencajadas cuencas el estigma de un dolor lacerante. Bajo la incierta luz del candil, distinguió asimismo la empuñadura de su daga incrustada en el vientre del hechicero. Las delgadas manos del agonizante se retorcían sobre ella, como si tratara de arrancarla, y en los tímpanos del enano resonó un alarido agónico. Comprendió que no tenía nada que temer, que aquel ser perverso no volvería a lastimar a nadie.

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