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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (31 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Mientras se concedían unos instantes en los que acostumbrar sus ojos a la súbita penumbra, ambos hermanos se mantuvieron inmóviles, atentos a cualquier indicio de peligro.

El riachuelo junto al que habían acampado saltaba susurrante entre las rocas, las ramas de los árboles crujían y las hojas se agitaban al son de la brisa que, recién levantada, ululaba en la noche otoñal. Pero lo que los dos hombres escuchaban no eran los elementos, ni el viento a su paso por el bosque, ni el arrullo del agua.

—Viene de ahí —anunció Raistlin a su vecino—. De la arboleda, pasado el torrente.

Eran unos ecos discordantes; parecían los arañazos de alguien que quisiera abrirse camino en un territorio ignoto. Se prolongaron unos segundos, murieron y volvieron a reanudarse. O bien, como habían supuesto, los provocaba una criatura poco familiarizada con la región, o bien se trataba del torpe andar de un par de botas.

— ¡Goblins! —sugirió Caramon.

Enarbolada su arma, intercambió una fugaz mirada con su hermano. Los años de oscuridad, de alejamiento entre ellos, los celos, el odio, todo se difuminó en aquel instante. Al reaccionar ante una amenaza se fundieron en uno al igual que en las entrañas maternas.

Moviéndose con suma cautela, el aguerrido hombretón empezó a cruzar el curso fluvial. Lunitari, la luna encarnada, destellaba a través del ramaje, aunque por hallarse en su primera fase, se asemejaba al pabilo de una vela agotada y apenas proyectaba luz. Temeroso de tropezar con un guijarro, Caramon tanteaba el lecho del río antes de apoyarse con todo su peso. El nigromante lo siguió en la travesía, apoyada una mano en el bastón arcano y la otra en el hombro de su compañero a fin de conservar el equilibrio.

Atravesaron el río, tan silenciosos como el aire, y llegaron a la otra orilla. Oyeron de nuevo el singular murmullo, sin duda procedente de un ser animado pues persistía incluso cuando cesaba la brisa.

—La retaguardia de unos salteadores —aventuró el fornido luchador, girando la cabeza hacia su gemelo y vocalizando lo mejor que supo.

Raistlin asintió. Las bandas de ladrones goblins solían designar exploradores para que vigilasen el camino y rastrearan a posibles espías mientras los otros atacaban los poblados. Como era una tarea aburrida, y significaba además que los elegidos no tomarían parte en los asesinatos ni en el reparto del botín, lo más habitual era que tal cometido recayera sobre los menos dotados, los miembros del grupo de los que mejor podía prescindirse.

De repente, el mago cerró la mano sobre el ancho hombro del guerrero al fin de imponer una pausa.

—¡Crysania! —masculló—. ¡La aldea! Tenemos que averiguar dónde está esa cuadrilla de maleantes.

—Lo apresaré vivo —prometió Caramon, a la vez que indicaba con un significativo gesto que atenazaría la garganta del primer globin que encontrase.

—Y yo le interrogaré —apostilló el mago, satisfecho, con una sonrisa de complicidad y un ademán que no denotaba menor fiereza.

Juntos se internaron en la senda mas sin alejarse de las sombras, de tal manera que los intermitentes haces lunares no pudieran reverberar en el escudo ni en la espada. Aunque irregulares, los susurros renacían siempre poco después de interrumpirse y no sugerían el menor desplazamiento, como si quien los emitía no tuviera idea de la proximidad de los expedicionarios. Los gemelos caminaron un corto tramo por la linde del sendero hasta hallarse, según sus cálculos, frente al enemigo.

Ahora distinguían con perfecta claridad el ruido, que surgía del bosque a escasa distancia del lugar donde se habían apostado. Tras dar un rápido vistazo a su entorno, Raistlin atisbo con sus penetrantes ojos una angosta trocha. Apenas discernible bajo la pálida luz de la luna y las estrellas, constituía una ramificación del trazado principal y, como las innumerables veredas que desbrozaban los pobladores animales de la espesura, conducía al torrente. Era un excelente escondrijo para los centinelas de las bandas de forajidos, ya que les facilitaba el acceso a la senda si decidían arrojarse contra un rival y si, por el contrario, este último se les antojaba invencible, les proporcionaba una espléndida vía de escape.

—Aguarda aquí —ordenó el corpulento luchador.

El nigromante respondió mediante un mudo asentimiento y Caramon, complacido de no enfrentarse a una réplica, estiró la mano para apartar una rama colgante antes de jalonar entre la maleza el sendero animal, que se perdía en el corazón de la espesura.

El hechicero se situó junto a un grueso tronco arbóreo, hundidos sus delgados dedos en uno de sus incontables bolsillos secretos. Extrajo una pelotita de heces de murciélago, espolvoreó un puñado de azufre y repitió mentalmente la fórmula de un sortilegio. Sin embargo, pese a estar concentrado en este quehacer no dejó de percibir el estrépito que hacía Caramon en sus evoluciones.

En efecto, los denodados intentos del humano para preservar la quietud no impidieron que retumbasen en el aire los chasquidos de su coraza de cuero, el tintineo de sus hebillas metálicas y los quiebros de la pinaza bajo sus rotundos pies. Por fortuna, pensó el mago, su proyectada presa organizaba también tal estruendo que existía la posibilidad de que no le oyese.

Un alarido espeluznante rasgó el aire, sucedido por un zumbido y una retahíla de gritos que hacía suponer que un centenar de hombre habían irrumpido en el agreste paraje.

—¡Raist, ayúdame! —vociferó alguien, Caramon a juzgar por su timbre.

Era innegable que se estaba debatiendo con todas sus fuerzas, así lo confirmaban el ajetreo, los ruidos sordos de la hojarasca y el matraqueo de los leñosos miembros de la espesura. Tras recoger su holgada túnica, Raistlin echó a correr por la vereda, olvidada la necesidad de camuflarse. Lo curioso del caso era que los gritos de su hermano, aunque amortiguados, no expresaban ahogo ni dolor.

En su desenfrenada marcha, el archimago se desentendió de los latigazos que le infligían en el rostro las ramas bajas y las desgarraduras que los arbustos de espino producían en sus vestiduras. Al salir, de modo tan imprevisto como repentino, a un claro, se detuvo al lado de unos matorrales y se acuclilló. Vio delante de él un impreciso movimiento, una sombra gigantesca que parecía suspendida en el aire. Contra ella, también flotando en el aire, luchaba Caramon, si bien su figura se había desdibujado y tan sólo sus enfurecidos reniegos delataban su presencia.


Ast kiranann Soth-aran, suh kali Jalaran
.

El hechicero entonó esta esotérica frase y lanzó sobre su cabeza la bola rebozada de azufre, en dirección a las frondosas copas. Hubo un instantáneo estallido de luz en la vegetación, festoneado por una aureola flamígera. Prendió acto seguido un fuego en las verdes alturas que iluminó la escena.

Sin previa reflexión, Raistlin cargó contra la imponente criatura armado con sus encantamientos y unas lenguas ígneas en las puntas de sus dedos. No obstante, sofocó su arranque un espectáculo que lo privó del resuello.

En medio del claro, colgado por una cuerda de un macizo árbol, estaba Caramon. A su lado, enloquecido a causa de las llamas, gemía un conejo en idéntica situación.

El nigromante contempló perplejo a su gemelo quien, sujeto por una pierna, daba incesantes vueltas en medio de una lluvia de cortezas chamuscadas.

— ¡Raist! —seguía suplicando—. ¡Bájame de aquí!

Un giro completo colocó su faz a la vista del recién llegado. Enrojecido, con la sangre agolpada en los pómulos, hizo una mueca avergonzada.

—Una trampa para lobos —se disculpó.

Teñía la espesura un resplandor anaranjado. El fuego se reflejaba en la espada del hombretón, que yacía en el suelo allí donde la había soltado, y arrancaba fulgores de las piezas de su armadura en sus continuadas rotaciones. También en las pupilas del conejo, de pequeño tamaño ahora que las sombras no lo magnificaban, se recortaban los contornos de las copas incendiadas.

Raistlin no pudo contener la risa y este hecho hirió en su amor propio al guerrero, quien, en su posición invertida, se dio impulso a fin de encararse con él y torció el cuello en un vano afán de reprenderle en igualdad de condiciones.

—¡Vamos, Raist, no tiene gracia! ¡Desátame!

Se ensanchó la mueca divertida del mago; los hombros le temblaban en su esfuerzo de no prorrumpir en carcajadas.

— ¡Maldita sea, hermano! ¡Haz algo de una vez! —insistió el general.

Encolerizado como estaba, hizo unos bruscos aspavientos con los brazos que alteraron su trayectoria. En lugar de trazar una órbita circular, ahora comenzó a balancearse como un péndulo y el espantado animal, afianzada su pata en el otro extremo, quedó sometido a un vaivén similar en el que arañaba el aire en frenéticas convulsiones. Pronto se cruzaron los infortunados danzantes, enredándose sus cabos de cuerda o chocando sus cuerpos.

—¡Bájame! —rugió Caramon, coreado por un chillón alarido de su compañero de desdicha.

Frente a tan hilarante visión, en la memoria del archimago se avivaron los recuerdos de su juventud, unas evocaciones del pasado que tuvieron la virtud de diluir la negrura y el horror que corroían su alma desde hacía más años de los que estaba dispuesto a admitir. De nuevo era un adolescente esperanzado, lleno de sueños, de nuevo viajaba con su hermano, la persona a quien más indisolubles lazos le habían unido a lo largo de su existencia. Nadie le importaría tanto, tampoco en el futuro, como aquel botarate que le dirigía improperios.

Emocionado, regresó a la realidad. Al estudiar la grotesca figura que le increpaba, se dobló sobre sí mismo y se revolcó en la pinaza para entregarse a unas carcajadas que hicieron asomar las lágrimas a sus ojos.

El prisionero le lanzó una mirada furibunda. Pero aquella actitud en un hombre colgado del revés no hizo sino aumentar la jocosidad de su gemelo. Raistlin rió hasta que creyó que algo se había roto en su interior, generando un dolor que le hizo sentirse, paradójicamente, mejor que nunca. Se habían esfumado las tinieblas y, tumbado en el húmedo suelo bajo el radio luminoso de las llamas, arreciaron sus carcajadas. La jovialidad fluía a través de sus venas cual un vino tonificador, tanto que Caramon, contagiado, se sumó a la algazara. Los atronadores espasmos de ambos volaron por la espesura, la invadieron de unos ecos renovadores que ahuyentaron su temible misterio.

Tan sólo los fragmentos vegetales que, socarrados, se estrellaban contra la tierra, devolvieron la compostura al hechicero. Se secó los profusos lagrimones y, tan débil que apenas podía sostenerse, se incorporó para sacar de su escondite la daga de plata que siempre portaba ajustada en la muñeca.

Erguido sobre sus talones, estirado el brazo, segó la cuerda que atenazaba el tobillo del hombretón, quien fue a dar con sus huesos en la tierra entre inequívocas maldiciones.

Todavía sonriente, el mago cortó asimismo las ligaduras que algún cazador había anudado en torno a la pata trasera del conejo. Asió al animal y trató de transmitirle calor con tanto éxito que, aunque estaba desencajada por el terror, la criatura permitió que su salvador le acariciara la cabeza. Al sentir que le acunaban sus entecos miembros y oír también sus dulces palabras de consuelo, recuperó poco a poco la calma, sumiéndose en una suerte de trance.

—Como antes indicaste, lo hemos atrapado vivo —dijo Raistlin a su gemelo—. Sin embargo, temo que no hemos de sonsacarle mucha información.

Tan purpúrea su faz que daba la impresión de haber caído de bruces en un barril rebosante de pintura, Caramon se sentó y empezó a frotarse su magullado hombro.

—Muy divertido —gruñó, al mismo tiempo que alzaba los ojos hacia el conejo con una mueca entre disgustada y socarrona.

El incendio se extinguió en el maltrecho ramaje, si bien el aire estaba cargado de humo y el sotobosque ardía allí donde se desplomaron los rescoldos. Por fortuna, el otoño había sido lluvioso y la intensa humedad impidió que se propagaran estos pequeños conatos.

—Un hechizo estupendo —recriminó el hombretón a su gemelo al examinar las ruinas centelleantes del que fuera un prístino rincón. Rezongando y profiriendo lamentos inarticulados, se izó sobre sus talones.

—Siempre me gustó —coreó el nigromante, quien prefirió ignorar la crítica—. Me lo enseñó Fizban. Espero que no lo hayas olvidado. Creo que el anciano habría sabido apreciar semejante despliegue de poder —añadió, puesta la mirada en el devastado paraje.

Con el animal en sus brazos, sin cesar de palpar suavemente sus sedosas orejas, Raistlin se alejó del claro. Mecido por los dedos del humano y sus hipnóticas frases, el conejo cerró los ojos y se dejó llevar sin recelo. Mientras, Caramon recogió la espada y los siguió renqueante.

—Esa dichosa trampa ha interrumpido la circulación de mi sangre —protestó, golpeando repetidas veces la planta del pie contra el suelo en un intento de normalizar su circulación.

Se habían acumulado unos densos nubarrones, que obstruían la luz de las estrellas y sofocaban por completo la de Lunitari. Al morir los últimos resquicios del fuego, el bosque quedó envuelto en una oscuridad tan insondable que ninguno de los hermanos podía vislumbrar la vereda.

—Supongo que ya no necesitamos ocultarnos —murmuró el mago—.
Shirak
.

Al ser invocadas sus virtudes, la bola de cristal que coronaba el bastón empezó a refulgir en un aura radiante, arcana. Los gemelos regresaron al campamento en silencio, en ese grato mutismo de la camaradería que no habían compartido durante mucho tiempo. Los únicos sonidos que rasgaban la quietud nocturna eran los relinchos de los caballos, los chasquidos metálicos de la armadura de Caramon y el crujir de los ropajes del hechicero en su caminar. En una ocasión, oyeron un seco estrépito y se volvieron alarmados: era una rama que, marchita por el incendio, se había desprendido de su tronco.

Al llegar a su destino, Caramon atizó las ascuas aún incandescentes de su fogata y comentó observando al conejo, que dormitaba en el regazo de Raistlin:

—Confío en que no lo consideres nuestro desayuno.

—No como carne de goblin —contestó el hechicero de buen humor.

Colocó a la criatura en la senda. Al entrar en contacto con el frío suelo, el conejo se despertó sobresaltado y, tras contemplar el lugar para cerciorarse de su paradero, corrió a refugiarse en la espesura.

El guerrero suspiró al mismo tiempo que, sin perder la sonrisa, se sentaba pesadamente junto a su rústica cama de campaña y se tanteaba el hinchado tobillo.

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