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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (3 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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Olga se da tiempo y camina hacia la cocina. Abre la nevera y, de la botella misma, bebe un largo trago de agua. Siente que el líquido avanza por su esófago con lentitud hasta desembocar en el estómago. Repite el gesto y bebe hasta tres veces más. Quiere pensar que necesita el agua, pero la sensación no es la misma que al principio. Lleva demasiado tiempo frente a la nevera. La lengua la tiene dormida por el frío. Cuando de nuevo va a beber, se detiene. Deja la botella en la balda y cierra la puerta. Olga tiene miedo a salir. También le apetece, pero es que hace tanto tiempo no lo hace. Sabe que si ahora no cruza el umbral que separa apartamento y escaleras, escaleras y calle, ya no lo hará.

Está sudando frío y no es por una reacción química provocada por el agua. Es temor a que en la calle la asalte ese horror, ese vértigo que una de las últimas veces la dejó en Urgencias del Hospital de La Paz. Agorafobia, le dijo el especialista, y agregó: miedo a que suceda algo y nadie te ayude. Desde entonces visita a la psicóloga. Pero el tratamiento, por ahora, no da resultado.

Olga sabe que todo está dentro de ella, que es cosa de atreverse, nada más. Vuelve a abrir la nevera, a sacar la botella y a beber, pero solo una vez, lo suficiente como para darse ánimos. De inmediato la deja en su lugar, cierra la puerta y camina hacia la habitación. Mira la maleta como si fuera su enemigo. Allí dentro va una parte importante de su historia, pero se trata de esa parte que la inmoviliza: son cadenas, hierros, candados, esposas, que la tienen anclada a esa casa, a ese sofá, a esa oscuridad que cada día se hace más densa y desesperante.

Olga la coge con miedo pero también con rabia y la hace avanzar por el parqué con sus dos ruedas negras, agarrándola del mango de metal. Suena rrrrrrrrrrrr, hasta que llega a la puerta de entrada. La abre. No hay nadie en el pasillo. Pero no sale de inmediato. El corazón le late deprisa. No tanto como alguna otra vez que se ha atrevido a abrirla, pero le late. Cuidado, le diría un cardiólogo. Pero esta vez Olga no le hace caso a ese fantasma y cruza el umbral. Afuera no se escucha a nadie. Pareciera que se trata de un edificio vacío. Agarra con fuerza el manillar y, anteponiendo la maleta a su cuerpo, comienza a bajar. Clac-tac-tac, clac-tac-tac, clac-tac-tac suena la maleta y sus pasos en cada escalón. Son tres pisos y la marcha, lenta. Clac-tac-tac, clac-tac-tac, clac…

Olga descansa y siente que un chorro de sangre le quiere salir por la boca. Se le ha olvidado encender la luz y parte del trayecto lo hace a oscuras. Las piernas le tiemblan; la angustia, cual nudo gordiano, la atraganta, le corta en dos el estómago, y clac-tac-tac, clac-tac-tac: ya está abajo. De la puerta, mitad hierro, mitad cristal, comienzan a surgir unos cuerpos, que primero son sombras y luego figuras más definidas, en color.

Olga empuja la maleta por el pasillo hasta el portal. Allí nuevamente espera, pero el corazón no le late tanto como hace apenas cinco minutos. Han cambiado las baldosas de la entrada. También han pintado la pared. En su desesperación no se ha fijado que también la escalera ha sido refaccionada. Está bonita, piensa, usando una de las palabras que más odia en el mundo, y se gira para quedar mirando hacia la calle. Presiona los labios, cierra los ojos y cuando su corazón comienza a desbandarse, abre con violencia, empuja la maleta y sale del todo, deteniéndose frente al portal, pero ahora por fuera.

Separa los labios, abre los ojos y se da cuenta de que nadie la persigue, nadie la molesta. Un par de chiquillos corren por la plaza detrás de una pelota, un vagabundo que toca, en una flauta, una melodía ininteligible le pide dinero a quien pasa, tres viejos conversan sentados en uno de los bancos. Un viento agradable, que hace posible palpar la mañana de verano, acaricia a Olga, que sigue sujetando con insistencia su improvisado equipaje. El curso de los días está allí, inalterable, y ella, de pronto, ha vuelto a ser una más entre todos.

 

 

 

 

Olga está quieta. Siente el viento y los gritos. Observa a la gente que pasa por su lado. Quiere caminar y no puede. Pero no es el miedo; es el asombro. Olga está asombrada de no querer salir huyendo, de no sentirse mareada, enferma. Recuerda la primera vez. Acababa de salir del hospital y todavía una parte imprecisa dentro de ella no podía creer la muerte de Luis y de Agustín. Al bajar el primer escalón, la cegó el frío sol del invierno que le dio sobre las gafas que había comprado para disimular las lágrimas. Se había agarrado al pasamanos pensando que el mareo, producto de su convalecencia, sería leve, pero al hacerlo, el pánico le anegó los ojos, el rostro, las piernas, los músculos de los brazos. De tanta luz, todo se volvió oscuro, como si un maremoto la hubiese envuelto en su ola, arrastrándola hasta dar con su cuerpo en el fondo del mar. Cuando despertó, de nuevo estaba en una cama. A su lado, una enfermera le sonreía. Le dolían los huesos tal cual acabara de salvarse de un naufragio. Desde entonces su vida había transcurrido en blanco y negro, y las horas se habían transformado en esa oscuridad sin matices de un organismo que habita las cavernas.

La verdad es que ya casi había olvidado que el mundo era así de colorido. Y puede que la Plaza de Lavapiés lo sea más que ninguna otra parte. A Olga todo se le presenta como una revelación: africanos de quizá qué zona, con largos trajes de géneros nobles y pequeños gorros, mujeres de rasgos indígenas cargando a sus bebés sobre la espalda, envueltos en dos trozos de tela que les cruzan los hombros y los sobacos. Hasta el olor pestilente de los borrachos le agrada. Ni qué decir del muchacho que toca la guitarra imitando a diferentes cantautores. Todo es maravilloso. A Olga ahora mismo no le importa hablar tres idiomas, haberse pintado con los mejores cosméticos toda su vida, haber sido preparada para ser tan educada, tan exquisita. De pronto ha descubierto que estaba muerta. Pero el mundo no había dejado de vivir, y esos colores, esos sonidos, esa música, esos olores son sus latidos.

Toda la luz del mundo entra por sus ojos, avanza por su cerebro y prosigue por venas y arterias hasta llenarle los pulmones, el intestino, la vejiga. Es por eso que empuja su maleta contra la pared del costado del edificio, la tira al suelo y la abre, extendiendo los vestidos, dejándolos a la vista de todos. Luego, le da la espalda y camina hacia la calle Argumosa, a la entrada del metro. No se da media vuelta para ver lo que sucede con las que un día fueron sus ropas, porque sabe, porque se imagina, que si hay alguien rebuscando entre ellas, se asustará al sentir sus ojos. Porque no todos entienden un regalo, o porque todos temen que los regalos sean efímeros.

Es en ese momento que Olga recuerda a Agustín y está a punto de cerrar los ojos y perder el equilibrio. Pero aguanta, porque ahora lleva pantalón vaquero y una blusa recién estrenada que la hacen más ella, si es posible, un ella sin pasado y con un futuro igual de cantarín, colorido y oloroso —qué importa qué olor— que el de esos africanos, que el de esos niños corriendo tras la pelota, que la está esperando en las escaleras que bajan al metro.

Olga no se ha desmayado. Para lograrlo recuerda al chico que canta sin parar, aunque no le den un céntimo cuando pasa la gorra. Es malo, pero qué importa cuando sus ganas son su salvación. Solo pensar en él, en las voces entrecruzándose en la plaza, en el olor a cuscús, pollo y curry, la han ayudado a que se diera cuenta. Por eso paga feliz un euro diez por un billete de metro y baja a saltitos las escaleras mecánicas.

Ya en el andén, observa a la gente como si se tratase de un universo que acabase de descubrir: la manera de conversar, de sonreírse, de prestar atención y de besarse de dos chicos, con una naturalidad ajena a ella, a su mundo, la conmueve. Le pasa algo parecido con tres trabajadores inmigrantes: no visten bien, están algo sucios, nadie se les acerca, pero conversan alegremente, quizá de mujeres o de fútbol, pero felices, riendo a veces, mostrando sin pudor, sin miedo —su miedo—, los dientes quebrados, las encías desnudas, las mochilas rotas por el uso.

Los pulmones le van a reventar de satisfacción. Ni siquiera la primera vez que vio
La Victoria guiando al pueblo
se había sentido tan bien. Los abrazaría si fuera más osada, si no le hubiesen enseñado tantos buenos modales en ese colegio de monjas al que fue. Se les acercaría e intentaría saber qué pasa con ellos, por qué Madrid y cómo es posible esa felicidad, esa locuacidad, ese color cuando, no ven, el mundo se muere, se muere a cada instante, todos los días, todas las noches. Pero Olga sabe que eso no es posible, no solo por su pudor, sino porque seguramente se reirían. Y es que ellos sí que vienen de un mundo donde hay que comer tierra. Todo se muere. Olga lo sabe y sabe que ellos lo saben, aunque hacen como si la cosa no fuese a suceder, como si todo fuera eterno. Suficiente tienen con levantarse a las cinco, acercarse a la construcción, al bar, trabajar doce horas por unos cuantos euros, siempre escasos, y retornar cansados a sus casas de alquiler. Si no ríen se mueren, piensa Olga, que de pronto ha dejado de ver a su alrededor para montarse una película apocalíptica, tipo discurso de cura medieval.

Levanta el rostro que miraba directamente al suelo cuando una chica pasa por su costado y la roza. Viste un pantalón pirata, unas sandalias marrones, una camiseta verde y roja, que le deja ver el hombro derecho, y lleva el pelo tomado como si fuera Nefertiti o Marge Simpson. Le sonríe cuando le pide disculpas y sigue caminando por el andén, haciendo su eslalon particular entre la gente, moviendo la cabeza al ritmo de la música que lleva pegada a los oídos o al corazón.

Olga se da cuenta de que puede ser cierto que el mundo se muere, que va hacia lo gris, pero si lo hace es porque es de colores, como esa chica, que se desliza con suavidad, como flotando, como avanzando sobre patines, entre la gente negra, blanca, amarilla, aindiada, mulata, que se congrega en el andén. Le gustaría tener esa música pegada a los oídos. La ayudaría a mirar mejor, con otra perspectiva, quizá más alegre. Debería ir corriendo a comprarse un iPod, pero Olga no quiere eso; Olga quiere escuchar que la música le sale de dentro y que el aparatito y esos cables, esos audífonos, solo son la proyección natural de la música que lleva en su interior.

Son muchas cosas las que ha comenzado a querer. Por arte de magia, o de pintura, ha comenzado a abrir una ventana que a cada instante es más grande. Pero sabe que mientras más se desee, mientras más se espere, la caída, cuando llegue, será más grande. Así que se controla. Permite que su Olga más académica, más racional, mire un rato por sus ojos. Es peligroso pero necesario, cree.

Su mirada no es la misma. La gente se ve mucho más triste cuando se observa con la razón. Los inmigrantes conversadores, aunque ríen, se ven más pobres. La chica del eslalon le parece inmadura. El metro, sombrío. Pero Olga ya ha mirado con ojos de caleidoscopio, los que hace tanto tiempo no tenía, y comprueba que ese color petróleo con el que ha envuelto por un instante las cosas, solo es un papel que debajo esconde un regalo mucho más apetecible; un papel innecesario, lleno de mentiras, de falsas verdades, que le pusieron hace mucho tiempo en el colegio, escuchando a la madre Teresita hablar de los pecados, del demonio, de los castigos del Señor y de que todo esto no era más que un valle de lágrimas pútrido y maloliente que no valía la pena en comparación con el verdadero, el único Paraíso.

Así que Olga vuelve a cambiar la mirada cuando llega el metro y ve subirse a sus compañeros de andén a los vagones llenos de otras personas que avanzan a sus trabajos, somnolientas y todavía cansadas por la jornada laboral del día anterior. Y de pronto, entre movimientos, brazos, piernas, rasga ese papel color petróleo y ve el regalo de los colores, los olores, los sonidos y los sueños, todos juntos, compartiendo el minúsculo espacio de una máquina de metal.

 

 

 

 

Cuando sale del metro en Callao, Olga se da cuenta de que está en otro lugar. Un lugar que conoce, pero que ha olvidado. Los edificios son más grandes; la gente ya no conversa ni se detiene. Los músicos ambulantes son perseguidos y detenidos por la policía. Maderos, repite Olga, y siente que su lengua se desliza entre sus dientes y le gusta, le gusta como suena, como sabe, como huele esa palabra:
maderos
.

Olga no añora en estos momentos su barrio; al contrario, tiene ganas de perderse por otras calles, ver escaparates nuevos, preguntarle a las dependientas por la sección, por ejemplo, de lencería.

Comienza a caminar por la Gran Vía como si no hubiese nacido en Madrid, como si sus padres no fueran gatos
*
, hijos de gatos. Ella es una gata auténtica, que de pronto mira la ciudad como si fuera un perro, se dice. Es más, le gusta imaginarse que ni siquiera es española, que viene llegando de cruzar el Estrecho casi a nado, arriba de una de esas pateras, de esos cayucos que nunca desembarcan del todo en Occidente, porque o se hunden o tiran su mercancía por la borda diez metros antes de llegar, sin importar cuántos morirán en el intento de la playa.

Olga mira los edificios con ojos de negra, de subsahariana. El contraste entre la casita de adobe y el edificio gigante de El Corte Inglés se le antoja no solo enorme, sino injusto. Las fuentes, manando litros y litros de agua, también. Y es que Olga ahora sabe lo que son esas dos horas de ida y dos horas de vuelta para ir a buscar un poco de agua al pozo, al riachuelo más cercano; una gota que puede ser la diferencia entre la vida y la muerte cuando estás agonizando en un rincón y pareces un cuero de animal moribundo con las pieles pegadas a las costillas.

Pero no se trata solo de las fuentes. Todo lo que crece en la ciudad le parece desmesurado y maravilloso. Tanto color, tanto ir y venir, tanto zapato nuevo y traje y perfume y coche. Olga comprende que está viviendo en el futuro, pero que nadie se ha dado cuenta. Curiosa cosa, se dice, pero el hombre va atrasado y no sabe dónde está. Le gustaría llevarlos a todos a su choza, a su cabaña, hacerlos caminar esas cuatro horas con veinticinco litros de agua arriba de la cabeza, pasando por tierras secas, resquebrajadas, casi del todo inertes.

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