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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (11 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
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—¡Salud, Cazeneuve!

Y le suelto un gancho al hígado, uno de verdad, con todo el peso de mí cuerpo. (Lo he aprendido en los libros). Se dobla por la mitad. Tengo justo el tiempo de dar un saltito hacía atrás, para que vomite en sus zapatos y no en los míos. (El problema, con los santos, es que no pueden serlo las veinticuatro horas del día). Hecho esto, bajo a la planta del bricolaje donde encuentro a Théo limpiándoles los bolsillos a sus viejos, como todas las noches. Esperan como unos chicos buenos, en fila india. No hay ninguno que proteste cuando Théo extrae de sus batas grises los objetos mangados durante todo el día.

—Salud, Ben, ¿ahora curras también en tu día libre? ¡Sainclair se pondrá muy contento!

Le regalo las fotografías que Clara tomó en el Bosque y lo ayudo a colocar la mercancía afanada.

—¡Fíjate, hay uno que se ha paseado todo el día con cinco kilos de defoliante en los dos bolsillos de su bata!

19

Tía Julia y Clara comienzan su reportaje sobre el Chivo Expiatorio a la semana siguiente. Por mi parte, voy a por todas. Llego al colmo de la abulia, de lo lloroso, de la bayeta suicida. Ni un solo cliente mantiene su queja. Y va de un pelo que algunos no me firmen cheques. Llegan hechos unos basiliscos, llenos de legítima indignación, y se van convencidos de que por más que hayan vivido, vivan o vivieran, hoy se han codeado con lo peor de lo peor: la desgracia hecha hombre; como en un cuento de Hoffmarm puesto al gusto del día. Y, en cada etapa de su recorrido iniciático por el Almacén, se encuentran con el objetivo de Clara. Clara que capta su rabia cuando se propulsan hacia el despacho de Lehmann, Clara que inmortaliza todas las fases de su transformación en el interior de dicho despacho, Clara que eterniza la expresión de auténtica humanidad que les transfigura al salir, Clara, de nuevo, que nos fotografía a Lehmann y a mí tronchándonos, como los dos cabrones que somos, terminada la jugarreta, Clara, por fin,
cuya cámara nunca veo
.

Tía Julia, que primero ha pasado unos días observándome en el ejercicio de mis funciones, pronto trabaja sólo con las fotografías de mi hermanita. Le resultan una realidad más elocuente que la propia realidad. Toma toneladas de notas a medida que van cayendo los clichés. Sólo dirige la palabra a Clara con una curiosa mezcla de conmovida maternidad y estupor profesional. La ha adoptado, como una hija espiritual alumbrada por sus más altas ambiciones. Al anochecer, son ahora dos las que toman notas mientras sirvo a los niños su ración de ficción: Thérése, en su máquina de coleccionar palabras, y tía Julia, con su cuaderno escolar. Las fotografías que Clara toma en casa son algo menos buenas.

—Es que tengo la cabeza en otra parte, tía Julia. Escucho las historias de Ben.

Mientras, al cuerpo de Julius le crecen tubos cada vez más numerosos. Algunos entran y otros salen: suero, plasma, vitaminas, sangre de buey por un lado, orines y mierda por el otro. Como prometió, Laurent hace lo que puede. A Julius le importa un bledo. Sigue sacándole la lengua al mundo, con una obstinación metafísica, los belfos contraídos en torno a sus criminales colmillos. A veces, por la noche, tengo la impresión de compartir la alcoba con una araña del Apocalipsis, sobre todo en las noches de luna llena, cuando la blanca luna alarga la sombra quebrada de sus patas filiformes.

—¿Cuánto tiempo crees que podrá resistirlo?

—No lo sé —responde Laurent—, aparentemente se dispone a batir todos los records.

Y luego resulta que la inerte masa de pelos comienza a respingar de vez en cuando, provocando un tintineo de frascos, imprimiendo a la sombra de los tubos un movimiento ondulatorio que corre por los muros de mi habitación. Y es que le hemos regalado un colchón espasmódico, destinado a evitar la formación de escaras.

Les digo a los niños, que se preocupan porque Julius no egresa, que está curado pero que el director de la clínica ha pedido que se quede algún tiempo con él para enseñarle a su propio perro los truquitos de su vida canina: abrir y cerrar las puertas, pactar con los buenos y desconfiar de los malos, ir a buscar a los niños a la escuela y traerles en el metro los días de lluvia.

Louna, que se ha instalado en casa desde que Laurent se fue, escucha mis cuentos chinos con un aire de maravillada ingenuidad, que yo conozco muy bien por haberlo visto muy a menudo en el rostro de nuestra madre común: no ella ya la que escucha sino el pequeño inquilino que prospera bajo su pelambre.

Por lo que se refiere al curro, Saínclair, que me ha hecho convocar de nuevo, pero esta vez en su despacho personal («¿Un whisky?» «¿Un cigarro?»), se felicita (y nadie nos felicita mejor que nosotros mismos) por el renovado celo que pongo en mi trabajo. Manejando cifras, me revela las economías que he logrado para el Almacén en sólo quince días. Apreciables.

—Pero hay algo que me preocupa, señor Malausséne. ¿Cuál es su secreto para llevar a cabo con tanta perfección una tarea tan ingrata? ¿Alguna filosofía personal?

—El salario, jefe, la filosofía del buen salario.

Salario que me dobla de inmediato, con una sonrisa de infinita distinción. (Espera, espera y verás, querido benefactor…) En cuanto a Lehmann, no acaba de creerse mi reciente complicidad. Es la primera vez que el tal Lehmann… comunica. Tengo un trabajo loco para rechazar sus invitaciones a cenar, y las otras. «Conozco un tugurio, ya verás, ¡hay una pandilla de mamonas increíbles!» Somos colegas, vamos. Me pregunta quién es Clara, con la que me ve charlar en los momentos libres.

—Es mi hermana, quiere ser vendedora, le enseño el oficio.

—Yo tenia una hija que se le parecía, murió.

Algo en él se ha puesto a temblar. Aparta la cabezal (¡Mierda!, ni siquiera los cabrones pueden ser perfectos.

Théo, que no es Sainclair ni Lehmann, no dice nada en principio y luego, sin poder contenerse ya, dice:

—Pero ¿qué significa ese celo, Ben? ¿Qué jugarreta nos preparas?

—¿Acaso te pregunto yo por qué fotomatoneas?

—No, pero yo te lo digo.

En cuanto me ve de lejos, Cazeneuve juega a la transparencia. Y cuanto más me zambullo en mis manejos, más sospecho que 61 hace, por fin, su trabajo honestamente.

Para Lecyfre, lo que se murmuraba desde hace mucho tiempo hoy está muy claro.

—Eres un perro de la patronal, Malausséne, siempre lo he creído y ahora me lo huelo.

Perspicacia olfativa que explica los recientes éxitos de su partido en las elecciones municipales (sesenta ciudades perdidas). Pero no por ello deja de preparar con ardor la manifestación CGT del diecisiete de marzo, sólo del Almacén (un rito bianual, pues su partido es un partido de misa) por el respeto de los convenios colectivos.

—Y no intentes meternos chinas en el zapato, Malausséne.

¿Qué más? ¡Ah, sí!, mis crisis de sordera. La aguja al rojo vivo me vacía dos veces más los oídos, como si fueran vulgares caracoles. Entonces se reproduce el mismo fenómeno; veo el Almacén con una claridad submarina: sonrisas mudas de las vendedoras que venden su vida, piernas pesadas, cajas registradoras que se atoran, discretos ataques de nervios, clientela a espuertas creándose necesidades, júbilo ante la profusión de cosas, gasto gasto gasto, mangantes de todo pelaje, ricos, pobres, jóvenes, viejos, varones, hembras, sin hablar de los viejecitos de Théo, que llevan a todas partes su frenética vida de hormigas autogestionadas. ¡Es increlble lo que puede caber en las profundidades de sus bolsillos! ¡Y lo que construyen, en la planta de bricolaje, como si tal cosa, ante la hastiada mirada de los vendedores! Una catedral de tuercas y pernos. ¡No es broma, he descubierto a uno que está montando una catedral de tuercas y pernos! Chartres, creo. No de tamaño natural, pero casi. Cuando le falta la rosca adecuada, se dirige con pausados pasos hacia el apartamento ad hoc, arrambla con la pieza y regresa, con los mismos pasitos de eternidad. El factor Caballo. Ha instalado su obra neomedieval al pie de una escalera mecánica. En exceso preocupados por lo que van a comprar, los clientes que llegan ni siquiera lo advierten; impacientes por probar su nuevo material, tampoco lo advierten los que se marchan. Y él no se fija en los unos ni en los otros. Tierno autismo del bricolaje que pacifica al hombre y deja a la mujer disponible.

Uno de mis ataques de sordera me atenaza, cierta noche, en plena partida de ajedrez con Stojil. (¡Con autorización escrita de Sainclair, naturalmente!). Cuando me estaba dominando en todos los frentes, invierto la situación y le doy un buen repaso en un abrir y cerrar de ojos. Intenta hacerme la jugarreta del tablero difuso, pero nanay, ¡lo aplasto! Con la salvaje brutalidad que adoptan en ese sutil juego las victorias indiscutibles.

20

El diecisiete de marzo, día D de la manifestación bianual por el respeto de los convenios colectivos, Théo se ha puesto el traje de alpaca perla. Por lo que respecta a la flor que se pondrá en el ojal, ha elegido un lirio azul moteado de amarillo, pero Théo no se adorna para el cortejo de Lecyfre…

Mientras estoy derramando todas mis lágrimas de cocodrilo en lo de Lehmann (una cocina de gas con escape que ha estado a punto de eternizar a una familia numerosa), veo a mi Théo dando saltitos ante su fotomatón como si fuera la puerta de un meódromo.

Al salir, hechos un flan, de la oficina de Lehmann, la pareja de clientes se cruza con un viejecito de delantal gris que palmea el hombro de Théo. Lehmann me indica la escena con una barbilla despectiva. El viejo muestra a Théo una construcción de metal cobrizo de cierta complejidad. Théo. Secamente, lo manda a paseo. El viejo se refugia lloriqueando en la librería vecina. Lehmann se reiría, sarcástico, de buena gana, pero el teléfono le anuncia el inminente paso de la manifestación intramuros por su planta. Lehmann ahoga un taco.

Salgo.

En cuanto me ve, Théo grita:

—¿Puedes decirme qué coño está haciendo, ese pajillero, encerrado más de cinco minutos?

En voz bastante alta para que el «pajillero» del fotomatón le oiga detrás de la corrida cortina.

—Es como tú, Théo, se está acicalando.

—¡Pues podía haberse arreglado antes, rediós, si es que tiene algo que arreglar!

Es cierto, al menos Théo siempre se arregla antes. Ha elevado el fotomatón al nivel de un arte. Y por eso soporta peor aún la espera tras unos usuarios que utilizan el aparato como un vulgar duplicador.

El viejecito vuelve a la carga con la mirada lacrimosa grasienta la mano suplicante que se propone posar en el brazo de Théo.

—¡Por el amor de Dios, Ben, líbrame de ese montón de churretones!

Me llevo dulcemente al anciano hacia la librería, donde me señala, puesto sobre una lujosa edición de armas antiguas, el objeto de su desamparo. Es un montaje de cuatro grifos de cobre unidos en su base por un tumor de pernos de lo más maligno.

—Se atasca, señor Malausséne.

Hay cierto lirismo en esa grifería. Pero el viejo tiene el tembleque, ha debido de forzar dos o tres pasos de rosca. De ahí el exceso de aceite para intentar «desbloquearlo». La cubierta del hermoso libro está mancillada por aureolas oscuras. (Pues que hubieran limpiado sus armas antes de fotografiarlas…). Esta noche Théo eliminará discretamente los cadáveres: el libro y los grifos. De momento, está ocupado. Y se lo explico, con la mayor suavidad posible, al infantil vejestorio antes de zambullirme en el laberinto de las bibliotecas en busca del señor Risson, el librero. El señor Risson es también de edad avanzada, la edad de la literatura, por lo menos. Un anciano frío al que le caigo bien, con el pretexto de que sé leer. El abuelo con el que soñé a veces cuando la infancia se me hacía larga. Ahí está el señor Risson. Me encuentra con los ojos cerrados lo que le pido: la reedición, en colección de bolsillo, del bueno de Gadda: «EL ZAFARRANCHO AQUEL DE VÍA MERULANA». Como no espero nada mejor, me sumo en las delicias de la primera página. Que me sé de memoria:

«De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso, todos le llamaban ya don Ciccio, Francesco Ingravallo de verdadero nombre, destinado a la "móvil", uno de los más jóvenes funcionarios del departamento de investigación, y de los más envidiados, ¡Dios sabrá por qué!».

Pero un estruendo me arranca de la felicidad.

Lecyfre, drenando a los manifestantes desde el sótano, atraviesa la planta, en la que efectúa una nueva cosecha de vendedoras antes de ganar altura. Los organizadores intentan acompasar risas y chácharas con la cadencia de consignas inalienables. Es bonachón, es borreguil, es ritual. La cosa no va de la Bastilla al Pére-Lachaise pasando por République, sino de los sanitarios de abajo a las alfombras persas de arriba, pasando ante las narices de Lehmann, que sueña con una exterminación masiva resguardado tras su cristalera. Lo que me sorprende, esta vez, es que Cazeneuve se haya unido a la columna ascendente. Por lo general, se abstiene con una risita liberada. Pero hoy está aquí. Incluso, al pasar ante mí (que levanto estúpidamente los ojos de mi libro, perdón Gadda), me lanza una mirada cargada con todo el desprecio de las conciencias militantes. Es la primera vez que me mira desde hace semanas. Lecyfre me pregunta, con una carcajada, por qué no me uno a ellos, y la mayor parte de las muchachas que lo siguen se desternillan también. Extrañas risas en miradas que juzgan. ¿Será la contrariedad? ¿La necesidad de desconectar? La espada ígnea me atraviesa de nuevo el cráneo y ya no oigo nada. Pero lo veo todo: las miradas cargadas, las risas mudas, Théo que patalea a lo lejos adaptando el lirio azul a su ojal, el viejecito que manosea sus grifos, Lecyfre que acaba de ligarse a una cajera, panzuda por haber permanecido sentada toda su vida, Cazeneuve graciosamente asomado al escote de su vecina, la desaparición de los clientes circunspectos y la cabina del fotomatón que estalla.

Una explosión que destapa mis dos oídos. Todas planchas descoyuntadas en una décima de segundo, chorro de humo por las rendijas, la cortina de tela abofeteando espacio, proyecciones sanguinolentas por aquella puerta abierta un instante y, luego, cuando todo recupera su lugar la cabina permanece allí, de pie, silenciosa, inmóvil y humeante, con medía pierna saliendo bajo la cortina caída con un pie al extremo, un pie que se agita, tiembla por última vez y muere. Un hedor extraordinariamente ácido invade todos los pulmones de la planta. La manifestación se convierte en una verdadera manifestación, absolutamente salvaje y afollonada. Théo, que ha permanecido un instante de pie ante la cabina, se precipita al interior. La cortina cubre la mitad de su cuerpo, luego Théo vuelve a salir, ante mí, ante mi que corro hacia él. Todo su traje de alpaca, su rostro, sus manos están salpicados de minúsculas manchas rojas. Tantas hay y están tan cerca que parece desnudo, cubierto por una piel monstruosamente enrojecida. Antes de que pueda preguntarle nada, me indica con un gesto que me detenga:

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