La capilla ardiente, a la que a Beethoven se le impidió el acceso, se llevó a cabo con el féretro tapado, pues la neurotoxina tetánica había dejado estampada en el rostro de la muchacha su firma siniestra: los músculos de la cara de Beatriz se habían contraído en una sonrisa sardónica, que producía escalofríos contemplar.
El destino quiso que Beatriz de Casas, la mujer que había inspirado a Beethoven la más revolucionaria de sus sinfonías, falleciera el 17 de diciembre. El compositor había nacido el mismo día, en 1770.
Doce números más. Eso era lo que separaba a Daniel, según la juez y el forense, de la caja de seguridad donde estaba escondida la partitura de la Décima Sinfonía. En algún banco austríaco, probablemente vienés, Thomas había guardado el manuscrito musical más importante de los últimos siglos y nadie tenía por el momento la clave para establecer de qué entidad se trataba. Faltaban doce números que, en teoría, estaban codificados en el tatuaje de la cabeza del músico asesinado y que Daniel Paniagua, por más que le daba vueltas al asunto, no era capaz de descifrar. ¿Y si la juez y el forense estaban equivocados y el resto de la clave estaba en otro lugar, por ejemplo, en un segundo tatuaje? Eso resultaba sumamente improbable, pensó, ya que el cuerpo de Thomas debía de haber sido revisado e inspeccionado por el equipo forense de Pontones hasta el último pliegue de su piel. ¿Y si el asesino había descifrado ya la clave y estaba ya a miles de kilómetros de distancia, con la partitura en su poder? En ese caso tendría que haberse presentado en el banco para retirar la partitura y los empleados de la entidad podrían dar una descripción pormenorizada de su aspecto físico. Cada vez le resultaba más claro que descifrar la partitura hasta el final era el camino para detener al criminal que había decapitado al musicólogo.
Lo primero que hizo al salir del despacho de doña Susana fue llamar a su amigo Malinak para que averiguase si había habido un apellido De Casas en relación con la Escuela Española de Equitación. Luego consultó el buzón de voz y comprobó que tenía dos mensajes grabados, que respondió por orden. Primero telefoneó a Humberto, que se casaba con Cristina al cabo de tres días.
—Tengo un mensaje tuyo, pero como haces siempre, no me dices para qué.
—Nos ha pedido que fuera secreto pero eres amigo mío y te lo tengo que decir: Alicia viene a la boda y lo más fuerte…
—¿Qué? Pero si no me ha dicho nada —le interrumpió Daniel.
—Es que quiere darte el notición por sorpresa.
—O sea que cuando vea a Alicia ¿tengo que hacerme el tonto y decirle que no sabía que venía?
—¿De qué estás hablando? Si el notición no es que viene: es que va a tener el niño.
Daniel, que no tenía noticia alguna de Alicia desde que habían hablado acerca de las coordenadas del tatuaje, pensó que su amigo le estaba tomando el pelo. Pero luego se dio cuenta de que no era un asunto sobre el que Humberto pudiera gastarle bromas y le creyó a pies juntillas:
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—A mí no, se lo dijo a Cristina. Pero descolgué el teléfono el otro día sin querer, porque tenía que hacer una llamada y no me había dado cuenta de que la línea seguía ocupada y me enteré por casualidad.
—¿No sabrás también el sexo?
—¿Pero tú qué te crees que es esto, una agencia de información?
—La voy a llamar ahora mismo.
—Ni se te ocurra, que me dejas a mí con el culo al aire.
—La llamo de todas formas, pero no le digo que sé que vamos a ser papás.
—De acuerdo, pero como te vayas de la lengua, te hago cantar «Blanca y radiante va la novia» delante de todo el mundo.
Daniel telefoneó a Alicia nada más despedir a Humberto y logró mantener con ella una tierna conversación de media hora, en la que no aludió ni un solo instante ni a su inminente venida a España ni a la decisión que estaba a punto de cambiar sus vidas.
—¿Nos vemos al otro fin de semana, en Grenoble? —dijo Daniel para concluir.
—Claro —respondió ella—. Es a ti a quien le toca ahora coger el avión.
Daniel estaba tan nervioso con la venida de Alicia y su decisión de tener el niño que se olvidó por completo del otro mensaje que tenía en el buzón. El que le había llamado, Durán, tuvo que hacerlo a las pocas horas, irritado por la falta de respuesta.
—Estaba en el juzgado y no te he podido llamar antes —se excusó Daniel—. ¿Sabes que voy a ser padre?
—Enhorabuena —dijo Durán sin preocuparse siquiera de simular entusiasmo. Le había felicitado como al que le toca el reintegro en la lotería. Su mente estaba en otra cosa.
—Marañón da por finalizado lo que podríamos llamar el luto por la muerte de Thomas y ha organizado otro concierto en su casa, al que, esta vez, nos ha invitado oficialmente a los dos.
—¿Cuándo es?
—Mañana por la noche.
—¿Tan pronto? Parece un concierto improvisado.
—Es que ha sido totalmente improvisado. La persona que va a dar el concierto privado es Isaac Abramovich.
—No puede ser —respondió Paniagua—. Abramovich toca mañana las tres últimas sonatas para piano de Beethoven en el Auditorio Nacional.
—Ha cancelado el concierto porque la directora del Auditorio no le ha permitido ensayar por la mañana.
—¿Otra vez esa bruja ha vuelto a convertir el Auditorio en tanatorio?
Paniagua estaba haciendo alusión a la directora del centro, que con sus rígidos horarios y su actitud inflexible hacia las necesidades de los artistas, estaba provocando que cada vez mayor número de ellos se negara a actuar en el mismo.
—Marañón, al enterarse de que Abramovich había cancelado, se puso en contacto inmediatamente con su representante y le dijo que le doblaba el caché si ofrecía el concierto en su casa.
—¡Las tres últimas sonatas! Aunque me figuro que a Marañón la que de verdad quiere oír es la última, la número 32. Está en do menor, tres bemoles en la armadura, como la Décima.
—¿No te produce escalofríos?
—¿Te refieres a la simbología masónica?
—Me refiero al hecho de que Marañón está convencido de que el asesino de Thomas aún no ha descifrado el tatuaje. Así que es muy posible que mañana, entre los invitados al concierto, esté también, buscando una pista que le conduzca por fin a la clave del código, la persona que le cortó la cabeza.
La mañana del concierto, el inspector Mateos recibió un sobre acolchado que venía de París. En el remite ponía:
Billards Delorme
56, Rue des Filies de Sainte Geneviève-du-Mont
Al abrirlo, se percató de que contenía una docena de cartas de amor escritas a Ronald Thomas por la mujer española a la que Delorme había aludido en su entrevista días atrás.
Al igual que las misivas que Beethoven escribiera en su día a la misteriosa Amada Inmortal, estas también estaban fechadas solo con el día del mes y de la semana, y firmadas con una inicial, L. Databan todas de la misma época, un período en el que, al parecer, la mujer se encontraba convaleciente de una enfermedad, durante la cual él la había estado cuidando. Al empezar a remitir la dolencia, Thomas se había sentido con fuerza para alejarse unos días de su lado, aunque era evidente, por la frecuencia con la que se escribían, que la pareja estaba muy unida y que él había estado seriamente preocupado por su salud.
La primera de ellas comenzaba:
Hola, bichejo, ¿cómo estás? ¿Qué tal tu día? Espero te encuentres muy bien y descansando en casita…
¿Qué te cuento? Que ya estoy mucho mejor, gracias a ti y a tus apapachos.
De verdad que de solo imaginarme todas las caricias que me hacías cuando estábamos juntos, me he empezado a sentir mucho más animada…
No había en el contenido de las cartas ningún indicio que pudiera ayudar a Mateos a identificar a la mujer, pero gracias a una alusión a una extraordinaria nevada que había caído en el Sahara unos días antes de la escritura de la misiva, el inspector pudo establecer que las cartas eran de 1979. Consultando calendarios antiguos se dio cuenta de que solo había un año en el que el 12 de marzo hubiera caído en lunes y en el que además se hubiera producido una nevada semejante en el Sahara, hecho que la mujer ligaba a unos versos de una canción que le gustaba mucho y que incluía en una de las epístolas.
Si el fuego del amor
arde tan intensamente
que llegue a consumirnos,
rezaré al cielo
para que nieve en el Sahara.
Ante la imposibilidad de averiguar más datos partiendo del contenido de las cartas, el inspector Mateos se desplazó hasta la Comisaría de la Policía Científica para que su buen amigo Salmerón, un auténtico mago del análisis grafológico, le orientara acerca de la personalidad de la mujer que las había escrito. Salmerón destacaba tanto en su profesión que sus superiores le habían colocado al frente del primer equipo de agentes especialistas en grafología árabe: con el auge creciente del fundamentalismo islámico, esta disciplina se había convertido en esencial y más necesaria que nunca.
Mateos encontró a Salmerón charlando con un argelino que al parecer supervisaba los trabajos de la unidad, pero en cuanto le vio llegar despidió a su colaborador y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Cómo tú por aquí? —le dijo, al tiempo que le daba un fuerte apretón de manos.
—Necesito que le eches un vistazo a estas cartas —respondió Mateos mostrándole el fajo remitido por Delorme.
—Uf, estoy hasta arriba de trabajo. ¿Te urge mucho?
—No es tanto la urgencia como el hecho de que si mando las cartas a través del conducto oficial, igual caen en manos de un grafólogo que no eres tú.
—Eso seguro, yo ya solo me dedico a grafística, y encima en árabe. ¿Qué quieres saber de las cartas?
—Intento averiguar quién las escribió, y a falta de eso, me conformo con conocer su personalidad.
—Es mi especialidad, por mucho que mis jefes se hayan empeñado en darme la patada para arriba. Aquí lo único que hago son pruebas periciales caligráficas, ya sabes, cotejo de manuscritos para descubrir su autoría, autenticidad de la firma, etc. Pero lo verdaderamente apasionante de esta profesión —y en lo que yo, modestia aparte, he destacado un poquito más que mis colegas— es la grafopsicología. Quizá porque me la tomo en serio, cosa que muchos de mis compañeros no hacen. Como bien sabes, en más de una ocasión he logrado, analizando la escritura de un maltratador, presentar ante un juez un dictamen que posibilitara la orden de alejamiento, antes de que se llevara a cabo la exploración psicopatológica, que como sabes es un proceso que lleva mucho tiempo.
Mateos agitó el puñado de cartas delante de su amigo y luego dijo:
—¿Ni un vistazo rápido?
Salmerón agarró las cartas. Echó una ojeada a su alrededor y comprobó que había demasiada gente.
—Vamos a otro lugar. Estaremos más tranquilos.
Los dos agentes se encerraron en un despacho del que bajaron las persianas y el grafólogo ordenó cuidadosamente las doce cartas sobre la mesa, en dos filas superpuestas. Tras examinarlas en silencio durante un buen rato, ayudándose algunas veces con una potente lupa, el policía se quitó las gafas.
—Ya he visto suficiente.
—¿Qué me puedes contar?
—Sea quien fuese esta mujer, debes tener mucho cuidado con ella. La letra es, en apariencia, alegre, como de persona amigable, pero solo en apariencia. En realidad te enfrentas a una persona fría e introvertida, ¿ves la escritura? Está inclinada hacia la izquierda. Es una persona muy sigilosa y taimada, uno de los rasgos más típicos de la personalidad criminal. ¿Ves cómo traza las oes? Se cierran en un anillo perfecto, lo que apunta a una persona a la que le encanta ocultar cosas. Los puntos de las íes también se cierran de forma agobiante sobre las astas, lo que indica disimulo, reserva. Las tes me llaman poderosamente la atención, porque los brazos no cruzan el palo, lo que apunta a una persona emocionalmente torturada y sin conciencia clara del bien y del mal.
—Pero ¿todo esto es científico?
—Hay cerca de trescientos rasgos destacables en la caligrafía humana; obviamente, nunca están presentes todos a la vez. Analizados uno a uno y de forma separada pueden no querer decir nada. Pero cuando los examinas de forma conjunta y cada rasgo confirma el anterior, te puedo asegurar que las conclusiones a las que se llega son muy fiables.
—Continúa, por favor.
—Coge la lupa y observa bien la terminación puntiaguda del rabito de la t: está expresando hostilidad y ansias de venganza. Escribe muy espaciado, lo que indica una necesidad de llamar la atención, o por lo menos de que se esté todo el rato pendiente de ella. Así a bote pronto, es lo primero que se me ocurre, aunque si dispusiera de más tiempo te podría decir muchas más cosas. ¿De dónde han salido estas cartas?
—Tienen que ver con un caso que tengo entre manos.
—Yo he visto esa caligrafía en algún sitio. Para nosotros los grafólogos, la caligrafía de una persona es como para los fisonomistas una cara. No se nos olvida nunca.
—¿No puede tratarse de una letra que sea parecida? Mira que estas cartas son de 1979. Igual tú ni habías nacido.
—No lo sé —dijo Salmerón—. Déjame que le dé un par de vueltas y si asocio la letra con la persona, te doy un toque.
Y tras decir esto, salió súbitamente del despacho y dejó solo a Mateos con un puñado de cartas que, cada vez estaba más convencido de ello, podían ponerle sobre la pista del misterioso asesino de Ronald Thomas.
Paniagua llegó tarde al concierto en casa de Marañón debido a un malentendido con Durán, pues cada uno pensaba que el otro iba a pasar por su casa a recogerle en un taxi. El retraso, sin embargo, no tuvo grandes consecuencias para ninguno de los dos, ya que el recital en el que el gran virtuoso del piano Isaac Abramovich iba a interpretar las tres últimas sonatas de Beethoven, no había podido comenzar a su hora. Abramovich, conocido en el mundo entero por sus excentricidades, era quizá el único pianista de primera fila que se afinaba su propio piano. Al tensar una de las cuerdas del instrumento, que a su juicio había quedado demasiado baja, esta se había partido y restallando en el aire como un pequeño látigo, había ido a impactar contra la cara del virtuoso, lo que le provocó una pequeña lesión en la ceja. Aunque la herida de Abramovich era, al parecer, superficial, Marañón había preferido que el instrumentista fuera atendido de urgencia en el hospital más cercano y que el concierto solo diera comienzo una vez que el médico hubiera llevado a cabo la cura correspondiente.