—Pues lamento decirte que no tengo ni una cosa ni otra.
—Sophie, si te dijera que con el análisis de ese material podemos dar un paso de gigante para resolver el caso, ¿también me responderías que no tienes lo que te estoy pidiendo?
Sophie Luciani permaneció pensativa durante un buen rato.
—Si esperas cinco minutos, subiré a mi habitación y te proporcionaré la grabación en mp3 que realicé yo misma el día del ensayo general.
Jesús Marañón condujo al inspector Mateos hasta su despacho y le mostró una caja de segundad digital Stockinger de 8 dígitos:
—Aquí no guardo más que fruslerías —explicó el millonario—. Algo de dinero en metálico, unos bonos que no valen gran cosa y un collar de diamantes de mi mujer. Los planes para instaurar el Nuevo Orden y hacernos con el control del mundo los oculto en la caja fuerte de mi logia, que es más segura.
—¿Por qué me enseña su caja fuerte? ¿Y qué planes son esos? —preguntó un inspector Mateos que estaba dispuesto a seguirle a Marañón la broma hasta el final.
—La caja fuerte se la muestro para que vea cómo son estos aparatos hoy en día. Atrás quedaron los tiempos de la ruedecita y lo de 3 a la derecha y 8 a la izquierda. Ahora son completamente electrónicas, vienen equipadas con un teclado y admiten hasta combinaciones de ocho cifras: las mismas que había, según nuestro amigo Paniagua, en la partitura de la cabeza.
—¿No me irá a decir que con los números de la cabeza de Thomas, que tengo aquí apuntados, se abre su caja fuerte?
—Compruébelo usted mismo —respondió Marañón con una sonrisa zumbona.
Marañón le facilitó un mando a distancia que controlaba el cierre de la caja, en el que había un teclado numérico y el policía, después de consultar su libreta, tecleó los ocho dígitos de Thomas: 4, 7, 2, 0, 1, 3, 2, 0.
Nada más terminar de marcar la combinación se iluminó una luz roja en la tapa de la caja fuerte y comenzó a sonar un pitido intermitente. Marañón parecía estar disfrutando de la escena:
—Nuestra pequeña amiga nos está avisando de que la serie de Thomas no es correcta. Pero además nos está penalizando por haber tratado de abrirla con una clave errónea, de manera que si dentro de un minuto no introducimos la combinación que corresponde, se activará una alarma silenciosa conectada a la empresa de seguridad que tengo contratada.
—¿Para qué tienen que venir los vigilantes? ¿Es que la caja no sabe que ya está aquí la policía? —bromeó Mateos.
El inspector se percató de que Marañón había cogido de la estancia contigua, que era la biblioteca, el tratado
La arquitectura de la felicidad
que había estado hojeando durante la espera. Abrió el ejemplar, extrajo de él un punto de lectura que estaba hacia la mitad y Mateos se dio cuenta de que en él había escritos con bolígrafo una serie de números.
—He de reconocer que nunca he sido capaz de abrir mi propia caja fuerte sin ayuda. Pero igual que me ocurre a mí, que soy incapaz de memorizar ocho números, le podría haber ocurrido a Thomas, ¿no cree?
Después de introducir la clave correcta en el mando a distancia, la caja dejó de pitar y se oyó, al tiempo que se iluminaba un
led
de color verde, el chasquido de la cerradura al abrirse.
—Si quiere mi consejo, inspector, averigüe dónde está la caja fuerte de Thomas y pruebe a abrirla con los ocho números de la cabeza.
—Seguiré su consejo, señor Marañón. ¿Por qué me ha dicho hace un momento lo de los planes para dominar el mundo?
—Solo ironizaba sobre la famosa conspiración judeo-masónica. Verá, inspector, los masones —y a estas alturas es inútil que finja desconocer mi pertenencia a la hermandad—, siempre somos los malos de la película. Usted mismo parece estar convencido, sin que me haya explicado aún el porqué, de que mi guillotina fue la que cercenó el cuello de Thomas.
—Yo no he dicho eso. Pero no estaría haciendo bien mi trabajo si no le hubiera preguntado por ella.
—Cualquiera puede construir una guillotina hoy en día, inspector. ¿No lo sabía? Los planos los venden hasta en internet. Es cierto que se trata de reproducciones a escala, pero basta con multiplicar por tres las proporciones para obtener un prototipo como el que separó la cabeza del tronco a cerca de cuarenta mil personas, solamente durante la Revolución francesa. Y digo
solamente
porque supongo que no ignora que en Francia, por ejemplo, la guillotina estuvo en vigor hasta el mandato del presidente Giscard d'Estaing. Fue François Mitterrand quien la abolió.
—Otro masón, supongo.
—No le quepa la menor duda. Nosotros la inventamos y nosotros la abolimos. Hasta la toma de La Bastilla, las ejecuciones se llevaban a cabo de dos maneras: decapitación con hacha o espada para la nobleza y ahorcamiento para el populacho. Las dos son igualmente cruentas. ¿Sabe usted por ejemplo que María Estuardo (Vanessa Redgrave, si es aficionado al cine) necesitó tres golpes de hacha para morir? Después de los dos primeros aún estaba consciente. El primer tajo lo recibió detrás de la cabeza; el segundo, impactó el hombro y le seccionó la arteria subclavia, con lo que la sangre empezó a dispararse en todas direcciones. El último corte consiguió separarle la cabeza del tronco, excepto por algunos cartílagos que el verdugo tuvo que separar, utilizando el hacha como si fuera una sierra. La hermandad, a la que pertenecía el doctor Guillotin…
—Acabaríamos antes si me dijera quiénes no pertenecen a la masonería, señor Marañón —bromeó el inspector.
—¿No me cree? Consulte la documentación relativa a la logia Perfecta Unión de Angoulême y verá como no le miento. Guillotin ingresó muy joven en la hermandad, y estaba obsesionado con hacer más humana la pena de muerte desde su infancia, pues parece ser que él mismo vino al mundo prematuramente, después de que su madre presenciara el suplicio de un condenado a muerte. He dicho antes que los que no eran nobles morían ahorcados, pero los jueces a veces también podían ordenar otros métodos de ejecución, como el hervimiento, la inmersión en agua, la quema con aceite o la crucifixión. Contra todo esto se rebeló el buen doctor, que quería además un sistema de ejecución más igualitario: todos morirían, gracias a la guillotina, con el mismo sistema, desde el rey hasta el mendigo.
Tout condamné à
mort aura la tête tranchée
, decretaron los revolucionarios, e incorporaron esta célebre frase a su Código Penal hasta la abolición de la pena de muerte en 1981.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal? Si usted se declara masón y por lo tanto está en contra de la pena de muerte, ¿por qué colecciona estos aparatos?
—Eso mismo es lo que me dice mi mujer. La respuesta es que al mismo tiempo que encuentro su uso moralmente repugnante, me atraen estéticamente, como objetos de anticuario. Por eso me parece inexplicable que la guillotina que queda en Francia no esté expuesta. Considero que sería una atracción turística de primer orden.
—¿No decía que la habían abolido?
—Está desmontada y metida en una caja en los sótanos del castillo de Fontainebleau, a unos cincuenta kilómetros de París. La Constitución de la Quinta República todavía prevé que, en tiempos de crisis o de guerra, se puede usar la guillotina. Todo lo que haría falta para que volviera a entrar en acción sería un decreto presidencial.
—¿Me avisará cuando regrese su guillotina de París? —dijo Mateos para poner punto final a la visita.
—Por supuesto, inspector. Ya le he dicho que pienso colaborar hasta el final en la investigación.
Cuando el millonario y el policía se estaban estrechando la mano a modo de despedida, sonó, distante aunque perfectamente audible, un alarido de mujer tan agudo y desgarrador que Mateos no pudo por menos de pensar que alguien estaba siendo torturado en algún remoto rincón de la mansión. Al ver la expresión del inspector, que era híbrida entre el estupor y la angustia, Marañón soltó una risotada y dijo:
—No hay de qué alarmarse, solo se trata de mi esposa. Acabo de solicitar a American Express que le anulen la tarjeta Centurión. Ha dejado de ser una de las diez mil afortunadas que la poseen en todo el mundo.
Nada más salir del hotel Palace, Daniel estuvo a punto de devolverle la llamada a Alicia, pero había un ruido tan ensordecedor en la calle que prefirió esperar a llegar al Departamento para que la conversación fuera más relajada. Un instante antes de ponerse el casco le pareció ver, reflejada en el retrovisor de la moto, y a unos veinte metros de distancia, la figura de un hombre que le observaba, pero al girar la cabeza para averiguar de quién se trataba, el tipo se había esfumado como por encanto, así que no volvió a pensar en él.
Cuando llegó al despacho, utilizó el teléfono fijo para telefonear a su novia, de modo que la conferencia se cargara a la cuenta del Ministerio de Educación.
—Cuánto has tardado. ¿Qué tal con Sophie Luciani?
—Muy bien. Me ha dado lo que quería.
—He visto su foto en los periódicos. Es muy guapa.
—Sí, bastante —respondió Daniel, que le contó que gracias a la hija de Thomas ya disponía de la grabación del concierto. Como le ponía nervioso cualquier conversación en la que se mencionara a la Luciani, cambió de tema.
—Voy muy bien con el libro. ¿Tú qué tal estás?
—Bien. Pero ya te he dicho que no te he llamado para hablar de eso.
—Pero ¿está todo en orden?
—¿«Todo en orden» significa si va bien el embarazo?
—Cómo me conoces.
—No lo he interrumpido. Ya te dije que me iba a dar unos días para pensarlo.
—Me puse el otro día muy pesado con el tema. Tal vez tengas razón y no sea el momento adecuado.
—Un poco inoportuno sí que ha sido. Pero no me gusta tomar decisiones precipitadas.
—¿Cuándo te viene bien que vaya a verte?
—Este fin de semana no, al otro. Pero igual te doy yo una sorpresa.
—¿Vienes a la boda de Humberto y Cristina?
—Es difícil, pero no imposible.
—Te echo de menos.
—Ya me he dado cuenta. Por eso te he tenido que llamar yo. ¿Viste lo que te mandé acerca del cuadro?
—¿Fuiste tú? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Estaba demasiado enfadada contigo. Pero comprendí que te vendría bien para tu libro y me pareció mal no enviártelo. ¿Te ha sido útil?
—Es fantástico.
Daniel le contó a Alicia lo que había descubierto acerca de las notas en el cuadro de Beethoven y una vez que hubo terminado ella dijo:
—¿No quieres saber qué he averiguado?
—Por supuesto. Pero que conste que pensaba llamarte yo esta tarde.
—Es solo una teoría —dijo Alicia zanjando ya el tema—. Pero si fuera una casualidad, sería demasiada casualidad.
—¿Tiene que ver con los números que te mostré en la
trattoria?
—Sí. Tú sabes en lo que trabajo, ¿no?
—Si no llevas una doble vida, eres ingeniera de sistemas.
—Ya, pero ¿alguna vez te he explicado exactamente qué hace una ingeniera de sistemas?
—Ayudáis a la gente a optimizar sistemas de comunicaciones y redes informáticas.
—Exacto. Cuando me contaste el otro día la historia del esclavo que utilizó ese rey griego para comunicarse en secreto con un aliado, me interesó sobremanera, incluso profesionalmente. Y ya cuando me dijiste que las notas de la cabeza eran una clave Morse numérica, me planté delante del ordenador y estuve haciendo algunos cálculos.
—Yo introduje los ocho números en Google a ver qué salía y el buscador no hacía más que remitirme a una serie de páginas bursátiles. ¿Tú qué resultados has obtenido?
—Sin ánimo de ofender, los programas que manejo yo aquí son bastante más sofisticados y completos que todo lo que puedas tener en el despacho. Tenemos un software, por ejemplo, llamado Kepler —ya sabes, como el matemático alemán— que sirve, entre cientos de otras cosas, para ordenar series de números al azar de manera que cobren algún significado.
—O sea que si le metes al revés mi número de teléfono, ¿sabe que es mi número?
—No llega a tanto. Tienen que ser series numéricas que tengan relevancia nacional, o aún mejor, internacional. Por ejemplo, si yo le digo a Kepler que me ordene los números 2 8 0652613 0, el programa lo primero que hace es constatar que se trata de una serie numérica de diez dígitos. A continuación, busca en su base de datos qué códigos o números internacionales constan de diez cifras y luego te pregunta si quieres que averigüe si el número que has introducido se corresponde con alguno de esa serie. En este caso, como el código que he utilizado como ejemplo tiene diez cifras, Kepler nos dice que puede corresponder a un número de teléfono de Estados Unidos, que tienen diez dígitos, pero también nos informa de que los ISBN, es decir, los códigos que identifican los libros a nivel internacional, están formados por diez números. Como en este caso sé que se trata de un ISBN, porque para eso he elegido yo el número, le digo a Kepler que busque correspondencias en ese campo.
—La serie numérica que acabas de mencionar, ¿de dónde proviene?
—Es solo un ejemplo, ten paciencia. Es necesario que te dé todas estas explicaciones para que al final, lo entiendas mejor. En el restaurante me pediste que te ayudara a pensar, ¿no es eso?
—Por supuesto. Es solo que me tienes intrigado… y fascinado.
—Pues espera —dijo Alicia, a quien siempre le enorgullecía exhibir sus dotes intelectuales ante su novio—, aún no ha llegado lo bueno. Después de realizar sus cálculos y examinar todas las variantes, proceso que a veces puede durar varias horas, Kepler agrupa y ordena la serie que le he dado y me dice que el número puede corresponder al siguiente ISBN: 0-613-28065-2. Como se trata de un código internacional y ningún libro puede tener un ISBN igual a otro, no hay más que consultar en internet a qué ejemplar corresponden esas cifras.
—¿Y de qué libro se trata?
—¿Estás delante del ordenador?
—Sí.
—Solo tienes que introducir la serie en tu buscador de internet y sabrás de qué estamos hablando.
Daniel se hizo repetir por teléfono la serie de diez dígitos y tras anotarlos en la casilla de búsqueda de Google, oprimió la tecla.
Enter. A
los dos segundos exclamó:
—
El silencio de los corderos
, de Thomas Harris.
—Exacto. Pero la serie que tenemos entre manos no tiene diez dígitos, sino ocho, luego no puede ser un libro. Kepler me informa de que entre las series numéricas con relevancia internacional de ocho cifras figuran las coordenadas geográficas. Ya sabes, cuatro parejas de números que expresan la ubicación de un lugar mediante grados y minutos, tomando como punto de partida el ecuador por un lado y el meridiano de Greenwich por otro. Me gusta esa posibilidad, porque desde el comienzo hemos considerado el tatuaje de Thomas como una especie de mapa del tesoro. Al introducir la serie en un localizador geográfico, me da que la serie tatuada