La dama del castillo (68 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
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La señora Irmingard se ruborizó y se apartó para ir a darles la bienvenida al conde Sokolny, a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert. Luego invitó a Marie, a Madlenka Sokolna y ajanka a que la acompañaran a la habitación de la chimenea para que pudieran lavarse junto al calor del hogar. Mientras se dirigían hacia allí, les salió al encuentro un hombre de cara redonda vestido con unos hábitos color gris oscuro.

—Perdonadme, señora Irmingard, que aparezca precisamente ahora, pero estaba sumido en la oración —dijo al tiempo que escondía rápidamente detrás de la espalda la punta de la salchicha que tenía en la mano.

—Os habéis perdido la llegada de unos huéspedes muy nobles, honorable padre —respondió la señora del castillo con una sonrisa comprensiva.

Antes de que el monje atinara a responder algo, Madlenka cogió su mano, lista para bendecir.

—¿Sois sacerdote? —preguntó en checo, excitada, y luego repitió su pregunta en alemán.

El capellán del castillo asintió amistosamente.

—Me han ordenado pastor de almas, noble señora.

Los ojos de la condesa brillaron.

—¡Eso es maravilloso, honorable padre! Sabéis, nosotros nos hemos visto obligados a prescindir de un sacerdote durante largo tiempo, ya que el hombre a quien habíamos encomendado la tarea de salvar nuestras almas traicionó a la Iglesia y se fue con los husitas. Por eso, durante mucho tiempo no hemos podido oír misa ni confesar nuestros pecados.

El sacerdote advirtió su anhelo de recibir los ritos sagrados y la bendijo.

—Si así lo deseáis, leeré la misa para vos y os confesaré, noble señora.

La condesa inclinó humildemente la cabeza e hizo señas ajanka para que se acercara.

—Bendecid también a mi hija, honorable padre.

El sacerdote volvió a hacer la señal de la cruz, para luego meterse el resto de la salchicha en la boca y seguir su camino. Marie lo miró alejarse meneando la cabeza, pero su anfitriona sonrió, apoyándole la mano en el brazo.

—No juzguéis al padre Josephus por su apetito, señora Marie. Él cumple con sus deberes de sacerdote, ayuda a los enfermos y brinda consuelo cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo. A partir de hoy, leerá la misa todas las noches y confesará a todos aquellos que lo soliciten.

Mientras que la condesa y su hija se mostraron visiblemente contentas con la noticia, Marie hizo una mueca de descontento. No le agradaba tener que revelar a un desconocido sus pensamientos más íntimos, pero ahora más que nunca no podía segregarse del resto, ya que, si lo hacía, la gente pensaría que se había contagiado de la herejía bohemia. Por eso resolvió que aceptaría los servicios del padre confesor, pero que solamente le contaría las mismas cosas que podría decirle a un conocido en la corte del conde palatino. Se sacudió el rnal humor y se alegró pensando en el baño caliente que se daría pronto con aromas deliciosos y en la cena, que no consistiría únicamente en un guiso.

Capítulo XI

Marie, nerviosa, se daba tirones del vestido, se sacudió de la manga un polvo inexistente, pero a pesar de todo se sentía a gusto con su apariencia. El espejo que Anni le sostenía delante le devolvía un rostro bien formado, con la piel levemente bronceada, unos enormes ojos azules y una nariz bien proporcionada, coronados por una cabellera dorada que asomaba debajo de una cofia de dos alas adornada por un delicado velo. Nunca antes había vestido una túnica tan suntuosa como ese atuendo púrpura que había confeccionado con la ayuda de la señora Irmingard y sus criadas. Al principio no se había sentido bien con la idea de gastar tanto dinero en género y ornamentos, pero Michel había insistido en que se vistiera lo más lujosamente posible. No dependían únicamente de las pocas monedas que le habían sobrado a Marie del oro que se había llevado al partir de Rheinsobern. Como oficial, a Michel le correspondía una parte del botín que habían obtenido, de ahí que recibiera numerosas piezas de oro de la caja de guerra de Vyszo. Con esa suma podían aparecer en la corte imperial como correspondía a alguien de su estamento social.

Michel estaba vestido con un traje no menos suntuoso que el de Marie. Llevaba un sayo de terciopelo azul oscuro bordado con hilos de oro en las mangas y el cuello y unas calzas del mismo tono. En la cabeza tenía puesto un birrete celeste con una pluma azul oscura. Al verlo, Marie se quedó impresionada y le dio un beso en la mejilla.

—No importa cómo termine este día, ¡te amo!

—Yo también.

—¿Tú también qué? ¿También te amas? —inquirió Marie, guiñándole el ojo.

—¡No, te amo a ti!

Michel la atrajo hacia sí y la besó.

Marie dio un gritito mientras se sostenía la cofia, que amagaba con resbalarse.

—¡Cuidado! Estás destruyendo el trabajo de Helene y de Anni. Con el esmero que han puesto...

—¡Mujercita vanidosa! —se burló Michel, ofreciéndole el brazo—. Ven, no queremos hacer esperar a su majestad.

Marie hizo una reverencia con perfecta gracia y apoyó su mano sobre la de él. Michi se adelantó y les abrió la puerta. El muchacho llevaba el atuendo de un paje: unas calzas color púrpura de las que se tiraba todo el tiempo porque según él le apretaban y un sayo azul oscuro con ribetes bordados en plata. Tenía los cabellos claros cepillados bien tirantes y el rostro más limpio que en todas las semanas anteriores juntas. Aún no se había acostumbrado del todo a su papel de paje, ya que atravesó la puerta delante de ellos en lugar de permanecer en el lugar haciendo una leve reverencia y esperar a que la hubieran atravesado Marie y Michel.

En el corredor, iluminado por docenas de lámparas de aceite, hasta tal punto que casi parecía ser de día, se encontraron con Sokolny, que llevaba puesta la túnica suntuosa de un noble bohemio, para la que no había escatimado ni en terciopelo ni en deliciosa seda. Lo acompañaban la condesa Madlenka y Janka, la madre enfundada en un vestido verde oscuro y la hija en uno verde claro, y ambas luciendo el esplendor de las joyas con las que las damas de su familia se presentaban desde hacía generaciones. El caballero Heinrich y el hidalgo Heribert, que compartían una recámara, aparecieron también en el corredor para unirse a sus amigos. Comparados con Michel y el conde, parecían tan sencillos como perdices, aunque ellos también vestían trajes nuevos, como cualquier señor de la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico que quisiera presentarse ante el emperador.

Marie miró sin proponérselo a su alrededor, buscando a sus amigas, que habían tomado a Trudi a su cargo, esperando que viniesen a despedirla. Pero, al igual que sus anfitriones, no se las veía por ninguna parte. Tal vez para no parecer irrespetuosa, la familia se habría retirado junto con los criados a la cocina grande, en la parte de atrás de la casa, y estaría atendiendo a Anni, a Helene y al resto del séquito de sus anfitriones con platos, bebidas y los chismes más nuevos. Marie se alegró de no haber traído consigo demasiados acompañantes, ya que era difícil encontrar alojamiento en esa ciudad.

Mientras los campesinos y la mayoría de los guerreros de Falkenhain habían encontrado asilo de la mano de Feliks Labunik en el castillo de Konrad von Weilburg y en el monasterio de Sankt Otzen, Michel, Marie y el resto de los nobles habían partido con un pequeño séquito y algunos soldados a caballo en calidad de guardaespaldas hacia Núremberg, donde habían llegado hacía tres días. A pesar de la nueva Dieta Imperial que Segismundo había convocado en esa ciudad y a la cual habían asistido los grandes del imperio con pocas excepciones, les habían asignado un cuartel suficientemente grande. Se trataba de la hacienda de un comerciante de Núremberg que se había mostrado bien dispuesto a ganar un par de monedas de oro extras. Les había cedido a los nobles sus mejores habitaciones, y a su cortejo parte del altillo, que normalmente utilizaba para guardar las mercancías más preciadas. Desde allí, los huéspedes podían llegar hasta la magnífica hacienda del alcalde, donde se alojaba el emperador, atravesando el jardín y una callecita lateral a pie, sin necesidad de exponerse a ojos curiosos.

Hasta el momento, Sokolny había sido el único en abandonar la casa y solicitar una audiencia con el emperador. Le habían permitido pasar y lo habían recibido con gran amabilidad. De acuerdo con lo que les había contado al volver, el emperador había demostrado un inesperado interés por las propuestas de los calixtinos bohemios. A Marie no le causó ninguna sorpresa, ya que sus anfitriones, afables y devotos a pesar de su orgullo burgués, le habían contado que los príncipes electores habían vuelto a declinar la petición de Segismundo de implementar un impuesto imperial generalizado para crear un ejército permanente de mercenarios. Ninguno de los nobles señores, ni siquiera aquellos que habían alcanzado su actual posición gracias al actual emperador, querían que el poder de Segismundo aumentara de manera incontrolable. Salvo el yerno y sucesor de Segismundo, Alberto V de Austria, nadie había votado en favor de su moción.

Marie se limitó a menear la cabeza ante tanta falta de visión. Estaba harta de las guerras y los desafíos entre los miembros de la nobleza, y le parecía altamente conveniente aumentar el poder del emperador, ya que de esa manera se garantizaría la seguridad y, sobre todo, la paz en el imperio. Pero ni siquiera había conseguido convencer a Michel de su postura. Dentro de su corazón, él seguía siendo el vasallo del conde palatino del Rin, que no estaba dispuesto a aceptar que cercenaran su influencia en el imperio. Una vez que hubieron llegado a la antesala de la gran sala de audiencias, Marie ahuyentó esos pensamientos ociosos, ya que en ese momento debía preocuparse no por el destino del emperador y del imperio, sino por su propio futuro.

Cuando llegaron al cuartel del emperador, un heraldo vestido con una guerrera adornada con el águila imperial y el león palatino les salió al encuentro y les preguntó por sus nombres. Sokolny intercambió una fugaz mirada con Michel y se presentó a sí mismo y a su familia. Michel también les cedió el lugar a Heinrich von Hettenheim y al hidalgo Heribert antes de anunciarle al heraldo que era el caballero imperial Michel Adler y la dama que llevaba a su lado, su esposa Marie. El heraldo arqueó las cejas, incrédulo, y se notaba que tenía miles de preguntas quemándole en la lengua. Sin embargo, cerró la boca como si tuviera que llamarse a silencio y le ordenó a dos criados que abrieran las puertas. Luego condujo a los huéspedes hacia el interior, pasando por cuatro puestos de guardianes de resplandeciente armadura.

La sala le pareció inmensa a Marie, lo cual en realidad podía deberse a que allí no había casi muebles, exceptuando el asiento con forma de trono del emperador y las sillas sencillas de los más altos príncipes imperiales. Marie sonrió al recordar cuántas veces aquellas sillas habían sido objeto de las discusiones más encarnizadas. Cada uno de los nobles señores había querido sobrepasar al resto y al mismo tiempo no ser menos que nadie, y sus vasallos discutían acaloradamente por la altura de los respaldos y la cantidad de piedras preciosas con las que se podía adornar las sillas del mismo modo en que sus señores lo hacían por sus rencillas políticas.

Marie paseó su mirada por la sala y descubrió una serie de rostros conocidos y numerosos blasones que sabía clasificar según sus respectivas personas y estirpes. Los jóvenes condes de Württerriberg estaban presentes, al igual que el conde palatino del Rin, el príncipe elector de Sajonia y los duques de Baviera. Dentro de la comitiva de Württemberg estaba también el caballero Dietmar de Arnestein, un amigo de las épocas en las que ella aún no era una dama perteneciente a la nobleza. Como prácticamente no viajaba a ninguna parte sin su esposa, Marie se alegró de poder reencontrarse con la señora Mechthild.

El heraldo se detuvo a unos pocos pasos del emperador, quien como de costumbre llevaba un suntuoso atuendo púrpura y oro, pero que permanecía quieto en su trono, con el rostro gris y un aspecto abatido, como si cargase sobre los hombros con todo el peso del mundo. El funcionario de la corte dio un paso a un lado para que Segismundo pudiese observar a los recién llegados sin que nada se lo impidiese.

—Conde Wenzel von Falkenhain junto con su esposa e hija —presentó en alemán a Václav Sokolny.

Segismundo miró al conde, asintiendo con expresión magnánima, al tiempo que observaba a sus acompañantes. Al ver a Michel estuvo a punto de levantarse del trono, y se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

—El caballero imperial Michel Adler y su esposa —exclamó, el heraldo hacia el interior de la sala.

Hasta ese momento, Michel había logrado mantener, en secreto la noticia de que estaba con vida, de ahí que el emperador meneara la cabeza, irritado. Pero al oír ese nombre, en la expresión de Segismundo se disipó la tensión, y de pronto pareció un hombre que acababa de dar con una buena señal. El emperador se puso de pie de un salto y se dirigió hacia Michel con gesto alegre.

—¡Por Dios santo todopoderoso! ¡Uno nunca deja de asombrarse! ¡Bienvenido, señor Michel! Me considero muy afortunado de volver a veros vivo. ¿Dónde habéis estado todos estos meses?

—En el castillo de Falkenhain, para poder preservarlo para vuestra majestad. Si hoy puedo estar aquí frente a vos, es pura y exclusivamente por mérito de este hombre —declaró el conde Sokolny en lugar de Michel.

Marie no prestó atención al emperador, ni tampoco a los comentarios que se generaban a su alrededor, sino que siguió paseando la vista por las filas de los nobles, que observaban todo con gran curiosidad, hasta que sus ojos descubrieron a Falko von Hettenheim, que había estado conversando con quien seguramente sería su suegro, Rumold von Lauenstein, y ahora miraba a Michel con la boca abierta. Su perplejidad se transformó casi en espanto cuando la descubrió también a ella.

Una sonrisa satisfecha se coló furtiva en el rostro de Marie. Le tiró a Michel de la manga, señalando con la barbilla hacia donde estaba Falko.

—¡Por más alegría que te cause comparecer ante el emperador, no deberías olvidarte de nuestro enemigo!

—¿Qué enemigo? —inquirió Segismundo, que había alcanzado a oír esa palabra a pesar de que Marie había hablado en voz muy baja.

Michel se incorporó, y ahora su voz pareció resonar en todas las paredes de la sala aunque apenas si la levantó.

—¡Caballero Falko von Hettenheim! Lo acuso de haberse comportado conmigo de forma indigna. Por envidia y rivalidad, me abandonó herido en el campo de batalla para que cayera víctima de los husitas.

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