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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (42 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Tomad veinte hombres, señor Volker, e id a ver qué está sucediendo allá.

Volker von Hohenschalkberg asintió, señaló al azar a algunos de los caballeros que lo rodeaban, entre los cuales estaban Heinrich von Hettenheim y el hidalgo Heribert, y partió al galope, sin fijarse en si lo seguían todos. Sin embargo, ninguno de los aludidos quería quedarse atrás ante la vista del emperador, de modo que los hombres dejaron muy pronto atrás la caravana, que se desplazaba muy lentamente. El olor a quemado se hacía cada vez más intenso, pero, para alivio de los jinetes, el bosque había quedado atrás. Cabalgaban ahora sobre una zona poblada situada en un claro grande abierto en medio del bosque, en el que había praderas y campos sembrados. En el centro había un pueblo bastante grande cuyos habitantes habían intentado protegerse con una empalizada. A medida que los hombres de la tropa de exploración fueron acercándose, vieron que los restos de aquella fortificación de madera y las casas más grandes aún ardían en llamas, mientras que de las chozas más pobres ya sólo quedaban restos calcinándose en el suelo.

Uno de los caballeros lanzó un grito desgarrador al tiempo que señalaba hacia delante. Heinrich von Hettenheim espoleó a su caballo para echar un vistazo él también a los troncos de madera ardiendo, y se le congeló la sangre en las venas. No se trataba de su primera campaña, y ya había visto muchos muertos. Sin embargo, el espectáculo que se abría ante sus ojos parecía un saludo del infierno.

A ambos lados del camino había dos pilones altos compuestos de cuerpos de hombres, mujeres y niños, muchos de ellos con signos de haber sido horriblemente maltratados, y en medio del camino yacía un solo cadáver al que pudieron reconocer como el de un sacerdote únicamente por los jirones de su sotana. Lo habían clavado a una cruz hecha de unas tablas manchadas de estiércol para luego destriparlo.

Al hidalgo Heribert le dieron arcadas.

—¿Quién puede ser capaz de haber hecho algo semejante? —le preguntó al caballero Heinrich con el rostro pálido.

—O bien mi primo Falko, o bien los husitas. Supongo que han sido los rebeldes, ya que dudo de que la gente de Falko se haya tomado la molestia de juntar a los muertos.

El hidalgo miró salvajemente a su alrededor.

—¿Quieres decir que los bohemios aún andan cerca?

El caballero Heinrich echó un vistazo a los restos humeantes del pueblo y meneó la cabeza.

—No, seguramente volvieron a escabullirse hace tiempo. Estoy seguro de que sabían que vendríamos; de lo contrario, no habrían apilado a los cadáveres cual macabro saludo de bienvenida para el emperador.

El caballero Volker se apartó, sacudido por el asco y el espanto, y le hizo señas a uno de sus acompañantes para que diera aviso al emperador.

Transcurrió un buen rato hasta que Segismundo llegó al pueblo, ya que no había querido renunciar a la protección de sus tropas. Ordenó el toque de cuerno que daba la señal de detenerse una vez que estuvieron cerca de la empalizada. Cabalgó hacia donde estaba Volker y miró a los muertos de soslayo.

—¡Maldición! —exclamó—. ¿Para qué he enviado al caballero Falko a la vanguardia si no para que nos mantuviera alejadas a las patrullas bohemias más pequeñas y nos advirtiera sobre la presencia de tropas más grandes?

—Tendríamos que enterrar a los muertos —pidió el hidalgo Heribert, que no había oído el estallido de rabia del emperador.

El soberano se volvió hacia él, molesto.

—Eso nos haría perder por lo menos cuatro horas. No, seguiremos nuestro viaje. Con ayuda de Dios podremos encontrar a esos asesinos y darles su merecido.

Iba a espolear a su caballo, pero se detuvo al ver al sacerdote muerto que estaba tendido frente a él en medio del camino.

—¿Por qué no le habéis apartado? —increpó el emperador a Volker von Hohenschalkberg.

—Somos guerreros, no sepultureros —exclamó éste, indignado.

Heinrich von Hettenheim les hizo señas a un par de siervos, que arrojaron el cadáver junto con los demás, asqueados. Poco después, el camino quedó libre y el ejército pudo continuar su marcha. El espectáculo de los muertos afectó visiblemente a todos. Los caballeros trataban de parecer valientes y alardeaban sobre cómo les harían pagar a los bohemios por sus acciones, pero los siervos y los infantes caminaban con los rostros grises, y no pocos de ellos se detuvieron a la vera del camino para vomitar.

Marie intentó no mirar, pero cuando quiso conducir a la yunta por entre las pilas, los bueyes se plantaron como si fueran a echar raíces allí.

—¡Ve hacia delante, arroja este trapo sobre las cabezas de los animales y guíalos! —le ordenó a Michi, que se abrazaba al acoplado de la carreta, petrificado de miedo. Marie le dio un empujoncito al muchacho y le recomendó que orientara la vista únicamente hacia los bueyes y hacia el camino delante de sus pies. Luego alzó a Trudi y la sentó en su regazo, la cubrió con una parte de su falda y tomó las riendas para estar prevenida cuando a los animales de tiro se les antojara salir corriendo desaforados. Clavó la vista en Michi, que lloraba a moco tendido pero hizo lo que ella le había dicho. Una vez que pareció haber pasado lo peor y él volvió a sentarse a su lado, Marie lo acarició, mientras le murmuraba una y otra vez lo valiente que había sido.

La ruta parecía extenderse de forma interminable a lo largo del pueblo en llamas. Marie ya casi respiraba aliviada cuando doblaron para salir de él, pero entonces descubrió tres muertos más que yacían en una zanja llena de pastizales y que al parecer se les habían pasado por alto a los encargados de juntar los cadáveres. Se trataba de un hombre, una mujer y una niña. Marie estaba a punto de cerrar los ojos cuando, de pronto, advirtió un movimiento. Volvió a mirar y comprobó que un brazo de la niña se arrastraba por el suelo y que los dedos de su otra mano se abrían y cerraban de forma espasmódica.

Marie detuvo a los bueyes de un tirón, le dio las riendas a Michi y se bajó de un salto.

—¿Ha sucedido algo? —le gritó Eva desde atrás.

—¡Creo que allí hay alguien con vida!

Marie se arrodilló junto a la niña y le rozó la mano, vacilante. El vestido de la pequeña, que tendría unos doce años, estaba empapado en sangre, pero su cuerpo aún estaba tibio y sus músculos se convulsionaban como si tuviera fiebre.

Uno de los hombres del mariscal notó que la yunta de Marie se había detenido y se acercó a toda prisa, furioso.

—¡Sube rápido a tu carreta y continúa tu marcha! Estás haciendo que se demore toda la expedición.

Marie sacudió la cabeza con vehemencia.

—Esta niña aún está con vida. No podemos dejarla así.

El guardia le echó un vistazo a la muchacha herida y escupió.

—Bah, no durará mucho más. Ya ves, está sangrando como un puerco en el matadero.

—Pero yo no dejaré que muera como un puerco. Eva, por favor, ven a ayudarme a cargarla en mi carreta.

La vieja vivandera se bajó del pescante, tiesa, y se acercó.

—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó, vacilante.

—¡Oh, sí! Segurísima.

No quiso decirle que una vez ella también había estado tendida a la vera de un camino, ensangrentada y medio muerta, y que si ahora vivía era únicamente porque, a pesar de las burlas de sus compañeros de viaje, Hiltrud la había cargado en su carro tirado por cabras y la había atendido sacrificadamente. Sin prestar atención a los comentarios mordaces de algunos soldados que se habían detenido a observar, curiosos, Marie sacó a la niña de entre los muertos y la cargó hasta su carreta.

—¡Continúa conduciendo tú un rato! —le gritó a Michi—. Debo ocuparme de la niña herida.

Mientras el muchacho hacía avanzar a los bueyes, Marie depositó a la pequeña en una lona entre los barriles y los cajones bien amarrados que había en la parte de atrás de la carreta, le apartó del cuerpo el vestido, acartonado por la sangre seca, y lavó su cuerpo magro, que apenas dejaba entrever que alguna vez llegaría a pertenecer a una mujer. Luego se ocupó de las heridas abiertas que tenía en el muslo y en el hombro. Marie se alegró de que Hiltrud le hubiese dado sus hierbas y ungüentos. Atendió las heridas como había aprendido y envolvió a la niña en sábanas limpias.

La muchacha no recobró el conocimiento en todo el día, pero gritaba a cada rato y daba puñetazos a su alrededor, como enloquecida, de modo que Marie no pudo moverse un solo instante de su lado. No le quedó más remedio que sentarse junto a ella en un cajón, darle de beber agua y jugos a sorbos para bajarle la fiebre y calmarla con voz suave. Por la noche, Michi tuvo que encargarse de los bueyes y hacer la mayor parte del trabajo que usualmente hacía Marie, de modo que no pudo ir a ver al escudero de Gunter von Losen para charlar con él. Estaba tan furioso por ello que hubiese querido dejar todo y largarse, ya que los muertos, cuyos rostros lo perseguían como fantasmas, le habían demostrado lo importante que era estar armado para poder sobrevivir. Engulló su cena, malhumorado, y cuando iba a deslizarse en la oscuridad para por fin ir a visitar al caballero Gunter, Marie le pidió que fuera a buscar agua fresca para llenar el barril que estaba colgado de la carreta. Cuando hubo terminado, el corneta ya estaba anunciando el descanso nocturno, de modo que no le quedó más remedio que acostarse debajo de la carreta, envolverse en su manta y dormirse refunfuñando.

Capítulo VI

El despertar del día siguiente fue diferente al resto. Marie había pasado la mitad de la noche en vela al cuidado de la pequeña herida, y luego, al acostarse por fin a descansar, se había despertado una y otra vez sobresaltada por horribles pesadillas en las que los muertos adoptaban los rasgos de Michel. Cuando se levantó, cansada y con los miembros agarrotados, vio que la muchacha que había encontrado estaba despierta. Unos enormes ojos verdes la observaban temerosos desde un rostro magro con pómulos altos. La niña tenía las manos acalambradas y le temblaban los labios.

Marie le sonrió mientras dejaba caer unas gotitas de extracto de amapola en un vaso de agua.

—Toma, bebe. Esto hará que se calmen tus dolores.

Marie apoyó el vaso en los labios de la niña y le habló suavemente para tranquilizarla hasta que ella hubo bebido obedientemente su contenido. Poco después, el narcótico surtió efecto, los párpados de la muchacha se cerraron y, tras unos instantes, su respiración acompasada dejó entrever que se había quedado dormida. En ese momento comenzó a hacerse notar Trudi, quien, a diferencia de su madre, había dormido plácidamente durante toda la noche.

Mientras Marie le daba de comer a su hija, Eva trepó gimiendo a su carreta y espió hacia dentro.

—¿Ya te has arrepentido de haber levantado a este cadáver viviente? Cuando esta muchacha campesina se muera, tendrás que enterrarla, y no creas que yo te ayudaré a hacerlo.

Marie pensó que, hacía mucho tiempo, Hiltrud habría tenido que oír palabras muy similares, y entonces miró a Eva con ojos centellantes de furia.

—Cuando llegue el momento, haré más por ella de lo que hemos hecho por sus parientes y amigos.

La vieja vivandera se encogió de hombros.

—El emperador lo prohibió. Deberás acostumbrarte a esas cosas, de lo contrario no lograrás sobrevivir a las guerras bohemias. Pero ahora ven a desayunar de una buena vez. Algo está sucediendo en el campamento, y hay una vieja regla que dice que hay que llenarse el estómago mientras se pueda.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Marie, confundida.

—Debe de estar relacionado con los flamencos. Yo tampoco sé mucho más. Theres quiso ir a averiguarlo, pero uno de los guardias la echó.

Eva le hizo lugar a Marie para que ésta pudiera salir del interior de la carreta y sostuvo enseguida a Trudi, que había intentado bajarse detrás de su madre y. estuvo a punto de caerse entre la rueda y el acoplado. Marie le dio las gracias y dejó a la niña en brazos de la vieja vivandera, ya que en ese momento se acercó Donata trayéndole un pote con puré y un jarro de cerveza.

Mientras Marie comía, su mirada se paseó por el campamento. El sitio donde había pasado la noche el séquito del emperador con sus caballeros hervía como un hormiguero, y a pesar del ruido podían distinguirse con total claridad los improperios de los de Appenzell, emitidos por Urs Sprüngli, uno de los líderes de los infantes.

Eva se sentó junto a Marie, al tiempo que señalaba al suizo y meneaba la cabeza.

—Debe de haber sucedido algo bastante gordo, y no puedo decir que la situación sea de mi agrado. Mira, allá va el caballero Heinrich. Tal vez él pueda decirnos algo. ¡Señor Heinrich! ¡Venid un momento!

Eva se puso de pie y comenzó a hacerle al caballero unas señas desesperadas.

Heinrich von Hettenheim se detuvo y se quedó mirándolas. Por un momento pareció que iba a seguir caminando, pero luego se acercó a la carreta de Marie. Su rostro estaba gris de preocupación.

—Los flamencos se escaparon anoche.

—Se ve que el espectáculo que vieron ayer les resultó demasiado —se burló Eva, a pesar de que no estaba de ánimo como para reír.

—Anoche, como tantas otras veces, volvieron a enviar un representante a hablar con el emperador para exigirle la soldada que les debe, y como éste volviera a negarse a pagarles, los mediadores profirieron unas amenazas tan desvergonzadas que Segismundo dio la orden de que los ataran a la picota y los azotaran como castigo por sus insolencias. Después los perdonó, pero en lugar de calmarlos, aunque hubiese sido con un gesto, volvió a hacerles las mismas promesas a medias de las veces anteriores. Sin embargo, nadie esperaba que el grupo entero desertara. —El caballero Heinrich descargó un furioso puñetazo contra la rueda de la carreta—. Esta campaña viene mal dada, y la razón no es el éxito del enemigo, sino la indecisión del emperador. Segismundo sueña con someter a los rebeldes bohemios, pero los husitas le inspiran tanto miedo que no se atreve a desafiarlos a una batalla decisiva. En su lugar, vaga sin rumbo fijo, dejando grandes regiones del imperio a merced de la devastación.

Marie sintió que el miedo que notaba en el estómago adoptaba la forma de un nudo helado.

—¿Cómo seguirá todo?

—El emperador considera una desgracia el hecho de que los flamencos hayan desertado, pero cree que tenemos suficientes hombres armados e infantes como para poder continuar con la avanzada. Yo temo que se equivoque. El ejemplo de los flamencos podría llegar a cundir.

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