Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Para terminar, diremos algunas palabras sobre el célebre
Román d'Hippocrate
que figuraba entre los anexos del
Recueil.
Esta es la primera novela epistolar de Europa, la primera en que el héroe es un
ideólogo
(Demócrito) y, en fin, la primera que trata del «tema de la manía» (la locura de Demócrito que se ríe). De aquí que parezca extraño que los teóricos y los historiadores de la novela la hayan ignorado casi enteramente. Ya hemos hablado de la enorme influencia que ejerció sobre la teoría rabelesiana de la risa (y, de manera general, sobre la de su época). Recordemos igualmente que el elogio de la tontería citado más arriba (que Rabelais pone en boca de Pantagruel) ha sido inspirado por un juicio de Demócrito acerca de la locura de los sabios, todos dedicados a sus intereses groseros y egoístas y ante cuyos ojos él pasa por tonto, porque se ríe de su seriedad práctica. Estas gentes que se entregan a preocupaciones prácticas «tratan la locura como sabiduría y la sabiduría como locura». La ambivalencia de la sabiduría-locura aparece con un fuerza especial, aunque bajo una forma retórica.
Destacaré por último otro detalle de esta novela, de gran importancia en nuestro contexto. Cuando, llegando a Abdera, Hipócrates va a visitar al «loco» de Demócrito, lo encuentra delante de su casa, con un libro abierto en la mano, mientras que en torno suyo la yerba está cubierta de
pájaros despanzurrados:
el filósofo está escribiendo un libro sobre la locura y diseca animales con el fin de descubrir el lugar de la bilis, pues cree que un excedente de este líquido es la causa de la locura. Así, encontramos en esta novela
la risa, la locura y el cuerpo despedazado;
los elementos de este conjunto están en verdad disociados por un plano retórico; sin embargo, su vínculo mutuo es suficientemente sostenido.
La influencia del
Recueil d'Hippocrate
sobre todo el pensamiento filosófico y médico de la época de Rabelais ha sido, repitámoslo, enorme. De todas las fuentes
librescas
de la concepción grotesca del cuerpo, el
Recueil
es una de los más importantes.
En Montpellier, donde Rabelais acabó sus estudios, el papel dominante pertenecía a la doctrina hipocrática. En junio de 1531, Rabelais dictó un curso sobre un texto griego de Hipócrates (lo que en ese tiempo era una innovación). En julio de 1532 publicó los
Aforismos
de Hipócrates, provistos de sus comentarios (ediciones Griffe). A fines de 1537 comenta, siempre en Montpellier, el texto griego de los
Pronósticos.
El médico italiano Menardi, cuyas cartas médicas publicó Rabelais, era un ferviente discípulo de Hipócrates. Todos estos hechos dan testimonio del sitial considerable que los estudios hipocráticos ocuparon en la vida de Rabelais (sobre todo en la época en que escribió sus dos primeros libros).
Recordemos, para terminar, el fenómeno paralelo que constituyen las opiniones médicas de Paracelso. A sus ojos, el fundamento de toda la teoría y la práctica médicas es la correspondencia integral entre el macrocosmos (el universo) y el microcosmos (el hombre). La primera base de la medicina es pues, la filosofía, y la segunda, la astronomía.
El firmamento se encuentra igualmente en el hombre;
sin conocer el primero, el médico no puede conocer el segundo. El cuerpo humano es de una riqueza excepcional puesto que es enriquecido por todo lo que el universo posee,
el universo parece reagruparse en el cuerpo humano, en toda su múltiple diversidad: todos los elementos se reencuentran y se mantienen en contacto en la superficie del cuerpo humano.
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Abel Lefranc establece un paralelo entre las ideas filosóficas de Rabelais (en particular las concernientes a la inmortalidad del alma) y la escuela paduana de Pomponazzi. En su tratado
De la inmortalidad del alma,
este autor demuestra la identidad del alma y de la vida, la inseparabilidad de la vida del alma y del cuerpo, que crea el alma, individualizándola, indicándole la dirección que debe dar a su actividad, dándole un contenido; fuera del cuerpo, el alma sería un vacío total. Para Pompanazzi, el cuerpo es un microcosmos donde aparece en un todo único lo que está disperso y desligado en el cosmos. Rabelais conocía muy bien la escuela paduana de Pomponazzi: debemos precisar que Estienne Dolea, amigo de Rabelais, que había estudiado en Padua, era a la vez discípulo y ardiente partidario del filósofo italiano.
La concepción grotesca del cuerpo, bajo numerosos e importantes aspectos, estaba representada en la filosofía humanística del Renacimiento, y ante todo en la filosofía italiana. Es en este país donde fue concebida (bajo la influencia antigua) la idea del microcosmos que Rabelais hizo suya. El cuerpo humano se convierte en el principio con ayuda del cual y en torno al cual se efectuaba la destrucción del cuadro jerárquico del mundo existente en la Edad Media y se creaba un cuadro nuevo. Conviene detenernos un momento sobre este punto.
El cosmos medieval había sido estructurado en base a Aristóteles, partiendo de la doctrina de los cuatro elementos; a cada uno de éstos (tierra, agua, aire, fuego) se le concede un lugar y un rango jerárquico en la estructura cósmica. Todos los elementos están subordinados a cierta regla de lo
alto
y lo
bajo.
La naturaleza y el movimiento de cada elemento son determinados por su situación con respecto al centro del cosmos. Es la tierra la que resulta más próxima; cada fragmento de la tierra que es solicitado se dirige en línea recta hacia el centro, es decir cae sobre la tierra. El movimiento del fuego es opuesto: aspira constantemente a elevarse y, por tanto, se aísla constantemente del centro. La zona del aire y del agua se sitúa entre las de la tierra y el fuego. El principio fundamental de todos los fenómenos físicos es la transformación de cada uno de los elementos en su vecino. Así, el fuego se transforma en aire, y el agua en tierra.
Esta transformación recíproca constituye la ley del nacimiento y de la destrucción a la que están sometidas todas las cosas terrestres. Más allá del mundo terrestre se eleva la esfera de los cuerpos celestes no sometida a esta ley. Estos están formados de una materia especial, la
quinta essentia,
que no sufre ninguna transformación y no puede efectuar sino el movimiento puro, es decir únicamente los desplazamientos. Los cuerpos celestes, siendo los más perfectos, están dotados del movimiento más perfecto, es decir el movimiento
circular
en torno al centro del mundo. La «substancia celeste», es decir la quinta esencia, ha sido objeto de interminables disputas escolásticas que repercutieron en el
Quinto Libro
de Rabelais, en el episodio de la reina de la Quinta Esencia.
Lo que caracteriza al cuadro del cosmos en la Edad Media es la
graduación de los valores en el espacio; los grandes espaciales
que iban de lo bajo a lo alto correspondían rigurosamente a los grados de valor. Cuanto más se sitúe un elemento en un grado elevado en la escala cósmica, más próximo estará al «motor inmóvil» del mundo, mejor será, más perfecta será su naturaleza.
Los conceptos e imágenes relativos a lo alto y lo bajo, su expresión en el espacio y en la escala de valores, eran consustanciales al hombre de la Edad Media.
Bajo el Renacimiento, el cuadro jerárquico del mundo se descompuso; sus elementos fueron situados en
el mismo nivel; lo alto y lo bajo
se volvieron
relativos;
el acento es desplazado a las nociones de
delante
y
detrás.
Esta transferencia del mundo a un solo plano, esta
sustitución de la vertical por la horizontal
(con una intensificación paralela del factor
tiempo
), son realizadas
en torno al cuerpo humano,
que se transformó en el
centro relativo del cosmos. Pero este cosmos no se mueve ya de abajo arriba, sino en la horizontal del tiempo, del pasado hacia el futuro.
En el hombre de carne y hueso, la jerarquía del cosmos quedaba abolida: el hombre afirmaba su valor fuera de ella.
Esta reestructuración del cosmos de la vertical a la horizontal en torno al hombre y al cuerpo humano, encontró una expresión brillante en el famoso discurso de Pico de la Mirándola:
Oratio de hominis dignitate (Sobre la dignidad del hombre).
Esta arenga servía de prólogo a las 500 tesis a las que alude Rabelais cuando hace sostener 9.764 tesis a Pantagruel. Pico afirma que el hombre es superior a todas las criaturas, incluyendo los espíritus celestes, porque no es solamente la
existencia sino también el devenir.
El hombre escapa a toda jerarquía, en la medida en que la
jerarquía sólo puede estar referida a la existencia firme, inmóvil e inmutable, y no al libre devenir.
Todas las demás criaturas siguen siendo lo que eran cuando fueron creadas, pues su naturaleza fue hecha como algo acabado e inmutable; ésta no recibe más que una sola y única simiente, que es la única que puede desarrollarse en ella.
Mientras que, cuando nace, el hombre recibe las simientes de todas las vidas posibles.
Es él quien elige aquella que habrá de desarrollarse y dar sus frutos, su papel consiste en hacerlos crecer y cultivarlos en él.
El hombre puede convertirse a la vez en vegetal y animal, tanto como puede transformarse en ángel e hijo de Dios.
Pico de la Mirándola conserva el lenguaje de la jerarquía y, en parte, los antiguos valores (como medida de prudencia), pero, de hecho, la jerarquía es abolida. Factores tales como el
devenir,
la existencia de
múltiples simientes y posibilidades y la libertad de elegir
entre ellas sitúan al hombre en el plano de la
horizontal del tiempo y del devenir histórico.
Subrayemos que
el cuerpo del hombre reúne en él todos los elementos y todos los reinos de la naturaleza:
animal, vegetal y propiamente humano.
El hombre no es un ser hermético y acabado; es inacabado y abierto;
tal es la idea capital de Pico de la Mirándola.
En su
Apología,
el mismo autor pone de relieve el motivo del microcosmos (tratando ideas de la magia natural) bajo la forma de la
simpatía mundial,
gracias a la cual
el hombre puede reunir en él lo superior y lo inferior, lo lejano y lo cercano,
puede penetrar en todos los arcanos ocultos en
las profundidades de la tierra.
Durante el Renacimiento, las ideas de «magia natural» y de «simpatía» entre todos los fenómenos, gozaban de gran popularidad. En la forma que les confirieron Batista Porta, Giordano Bruno y, sobre todo, Campanella, desempeñaron un papel de suma importancia en la destrucción de la cosmovisión medieval, superando la idea del alejamiento jerárquico de los acontecimientos, reuniendo lo que se hallaba disociado, aboliendo las fronteras mal trazadas entre los fenómenos, contribuyendo a transportar la inmensa diversidad del mundo a la única superficie horizontal del cosmos que se iba formando a través de los tiempos.
Conviene señalar especialmente la propagación excepcional de la idea de la
animación universal,
defendida en particular por Marsilio Ficino, quien afirmaba que el mundo no era un conglomerado de elementos muertos, sino un ser animado, cada una de cuyas partes constituía
un órgano integrante del todo.
En cuanto a Patricius, demostró en su
Panpsychia
que todo está animado en el universo, desde las estrellas hasta los elementos más simples. Esta idea no le resultaba extraña a Cardan, que biologiza ampliamente al mundo en su doctrina de la naturaleza, tratando todos los fenómenos por analogía con las formas orgánicas: así, los metales son «las sepulturas de las plantas» que llevan su vida propia bajo la tierra. Las piedras también sufren una evolución que les es particular, análoga a la evolución orgánica: tienen una juventud, una adolescencia y una edad madura.
Todas estas ideas ejercieron, de manera más o menos parcial, un influjo directo en Rabelais; en todo caso, es seguro que todas ellas constituyen fenómenos emparentados, paralelos y que derivan de las tendencias generales de la época. Todos los fenómenos y cosas del mundo —desde los astros hasta los elementos—
abandonaron sus antiguos puestos en la jerarquía del universo y se dirigieron hacia la superficie horizontal única del mundo en estado de devenir, buscándose en ella nuevos lugares, concertando nuevos vínculos, creando nuevas vecindades.
Y el
centro
en torno al cual se efectuó esta reagrupación de todos los fenómenos, cosas y valores, era el
cuerpo humano,
que reunía en su seno la inmensa diversidad del universo.
Dos tendencias caracterizan a todos los filósofos del Renacimiento que acabamos de mencionar: Pico de la Mirándola, Pomponazzi, Porta, Patricius, Bruno, Campanella, Paracelso, etc. Es la primera, el deseo de encontrar en el hombre la totalidad del universo, con sus elementos y fuerzas naturales, su elevación y su bajeza; la segunda es la búsqueda de este universo ante todo en el cuerpo humano, que vincula y reúne en su seno los fenómenos y fuerzas más lejanos del cosmos. Esta filosofía expresa teóricamente la nueva sensación del
cosmos
comprendido como el
hábitat familiar del hombre,
del que se ha excluido todo miedo, y que Rabelais traduce también en la lengua de sus imágenes, elevándola al plano cómico.
Para la mayoría de estos filósofos del Renacimiento, la astrología y la «magia natural» desempeñan un papel más o menos grande. Ahora bien, Rabelais no tomaba en serio ni la una ni la otra. Confrontaba y vinculaba los fenómenos disociados y terriblemente alejados entre sí por la jerarquía medieval, destronándolos y renovándolos en el plano material y corporal, sin recurrir a la «simpatía» ni a la «concordancia» astrológica.
Rabelais es un materialista consecuente.
Pero sólo considera la materia bajo su forma corporal. Para él,
el cuerpo
es la forma
más perfecta de la organización de la materia
y, por lo tanto, la llave que
permite acceder a todos sus secretos.
La materia de la que está hecho el universo revela en el cuerpo humano su verdadera naturaleza y todos sus posibilidades superiores:
en el cuerpo humano, la materia se convierte en un principio creador, productor, llamado a vencer a todo el cosmos, a organizar toda la materia cósmica; en el hombre, la materia adquiere un carácter histórico.