Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Pero al mismo tiempo, como hemos visto, el prólogo es un disfraz paródico de los métodos eclesiásticos de persuasión. Detrás de las
Crónicas
está el Evangelio; detrás de los elogios ditirámbicos aplicados al libro está el exclusivismo de la verdad predicada por la Iglesia; detrás de las injurias e imprecaciones, se oculta la intolerancia, la intimidación y las hogueras eclesiásticas. Es la política eclesiástica transferida a la lengua de la publicidad callejera alegre e irónica. Sin embargo, el
Prólogo
es más amplio y profundo que las simples parodias grotescas. Allí se encuentran parodiados los fundamentos mismos del pensamiento medieval, los métodos empleados en esas épocas para establecer la verdad y para persuadir, métodos inseparables del miedo, de la violencia, de la seriedad y la intolerancia lúgubres y unilaterales. Nos introduce en un ambiente totalmente diferente, diametralmente opuesto, de verdad osada, libre y alegre.
El Prólogo de
Gargantúa
(o sea del segundo libro de Rabelais) está escrito en forma más compleja. El vocabulario callejero se combina con los elementos de la ciencia libresca y humanista y con el relato de un pasaje del
Banquete
de Platón. Pero el elemento esencial, también aquí, sigue siendo el vocabulario de las plazas públicas y los distintos tonos de los elogios e injurias, que se hallan esta vez más matizados, variados y aplicados a un sujeto y un objeto más ricos.
Comienza con una apelación típica:
«Ilustres bebedores, y vosotros, preciosos Verolez (sifilíticos)...»,
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forma de dirigirse que busca inmediatamente el tono familiar y popular en la conversación con los lectores (o más bien auditores, ya que se trata de una forma típicamente hablada).
También aquí se combinan injurias y elogios. Los superlativos laudatorios se unen a los epítetos malsonantes:
«bebedores»
y
«sifilíticos».
Los elogios son injuriosos y las injurias elogiosas, muy propio del lenguaje familiar y público.
Todo el prólogo, desde el principio hasta el fin, está escrito como si fuese una conversación familiar del mismo charlatán de feria con el público congregado alrededor del tablado. Encontramos constantemente fórmulas como: «no parecía valer una cáscara de cebolla»; «al abrir esta envoltura hubierais encontrado dentro»; «mis buenos discípulos y algunos otros locos desocupados»; «¿descorchasteis alguna vez botella?»;
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el tono familiar y vulgar de estas fórmulas de interpelación no deja lugar a dudas. La continuación del prólogo está salpicada de injurias directas, dirigidas esta vez a terceras personas: «parásitos», «golfos», «alma en pena», «zopenco».
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Los insultos familiares afectuosos o directos estructuran la dinámica verbal de todo el prólogo y determinan su estilo. En el primer párrafo, Rabelais presenta el personaje de Sócrates tal como es descrito por Alcibíades en el
Banquete
de Platón. En la época de Rabelais, los humanistas comparaban a Sócrates con los Silenos; como lo hacen Gillaume Budé y Erasmo en tres de sus obras, una de las cuales
(Sileni Alcibíades)
sirvió de inspiración a Rabelais según parece (aunque éste conocía, claro está
,
el
Banquete
de Platón).
Sin embargo, Rabelais subordinó este tema humanista al estilo verbal que aparece en su Prólogo, prefiriendo destacar con mayor fuerza la asociación de elogios e injurias que comporta.
Veamos el pasaje:
«Así decían de Sócrates porque, juzgándolo de acuerdo a su apariencia, no parecía valer ni una cáscara de cebolla, tan feo era su cuerpo y ridículo su porte, la nariz puntiaguda, la mirada de toro, el rostro de un loco, de costumbres sencillas, vestimentas rústicas, poco dinero, desafortunado con las mujeres, inepto para los cargos públicos, siempre riéndose, bebiendo, burlándose, disimulando su divino saber, pero al abrir esta envoltura hubieseis encontrado dentro una droga celestial, inapreciable: entendimiento sobrehumano, virtudes maravillosas, coraje invencible, sobriedad sin igual, verdadera alegría, seguridad perfecta y absoluto desprecio por lo que los hombres se afanan, trabajan, navegan y batallan.»
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No parece apartarse esta descripción del prototipo de Platón y Erasmo, pero el tono de la oposición entre el Sócrates exterior y el interior es más familiar: la elección de los términos y expresiones utilizados para la descripción física, y su acumulación en forma de letanía injuriosa, procedimiento típicamente rabelesiano; intuimos detrás de esa letanía la dinámica latente de las injurias y de las groserías. La pintura de las cualidades interiores es también exageradamente elogiosa: se trata de una acumulación de superlativos, elogios característicos de la plaza pública. A pesar de todo, el elemento retórico sigue siendo importante. Señalemos de paso un detalle muy significativo: según Platón (el
Banquete)
los «silenos» se venden en los talleres de los escultores, y al abrirlos, se encuentra en ellos la efigie del dios. Rabelais traslada los «silenos» a las tiendas de los farmacéuticos que, como sabemos, eran frecuentadas por el joven Gargantúa para estudiar la vida callejera, y en el interior de dichas estatuillas se encuentran toda clase de drogas, unas de las cuales era muy popular: el polvo de piedras preciosas, al que se atribuían virtudes curativas. La enumeración de esas drogas (que no citamos aquí) adquiere la forma de la propaganda gritada a voz en grito por los farmacéuticos y charlatanes, lo que era muy frecuente en la época.
Todas las demás imágenes del prólogo están también imbuidas del ambiente de la plaza pública. Es notorio que las alabanzas-injurias constituyen el elemento motor del relato y determinan su tono, su estilo y su dinámica. El prólogo no contiene casi palabras objetivas, es decir, neutras con relación a los elogios-injurias. Se encuentran por doquier los comparativos y superlativos usuales de la propaganda callejera. Por ejemplo:
«¡Cuánto más apetitoso, alegre, atrayente, celestial y delicioso es el olor del vino comparado con el del aceite! »... «estos buenos libros de bella textura».
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Se percibe en el primer ejemplo la propaganda rítmica que los vendedores gritan en la plaza o en la calle; en cuanto al segundo, el calificativo
haulte gresse
se aplica a las aves y a la carne de primera calidad. Se escuchan, pues, por doquier los pregones de la plaza pública estudiados por el joven Gargantúa bajo la dirección del sabio Ponócrates, sitios llenos de «boticas de farmacéuticos, herboristas y drogueros» con sus «ungüentos exóticos» y la astucia y el «hablar florido» de la gente de Chaunys, «grandes habladores y citadores de divertidas mentiras en materia de invención».
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He aquí el final del prólogo:
«Ahora divertíos, mis amados, y leed alegremente, para satisfacción del cuerpo y provecho de los riñones. Y si queréis beber, caras de asno, (¡que el muermo os ataque!) venid a mí, que os lo daré ahora mismo.»
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Como puede comprobarse, este prólogo tiene un fin bastante diferente del final de
Pantagruel:
en lugar de lanzar un rosario de imprecaciones, el autor invita a sus lectores a divertirse y a beber. Las injurias y las imprecaciones tienen también aquí un sentido afectuoso. Los calificativos «amados míos» y «caras de asno», y la imprecación gascona «¡que el muermo os ataque!», que ya conocemos, son dirigidas a las mismas personas. Estas últimas líneas ejemplifican la estructura rabelesiana en su expresión más elemental: palabras alegres, groserías obscenas y banquete. Se trata en realidad de la expresión más simplificada de lo «inferior» material y corporal ambivalente: risa, alimento, virilidad y elogios-injurias.
Las figuras principales del prólogo son las del
banquete.
El autor celebra el vino, superior en todos los aspectos al aceite (símbolo de la sabiduría devota, por oposición al vino, que es el de la verdad simple y alegre). La mayoría de los epítetos y comparaciones que Rabelais aplica a las cosas espirituales pertenecen al lenguaje de la mesa. Después de decir que sólo escribe mientras bebe y come, agrega:
«Este es el momento más adecuado para escribir sobre esos elevados temas y ciencias profundas, como solía hacerlo Homero, modelo de todos los poetas, y Ennio, padre de los poetas latinos, como dice Horacio.»
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Por último, el tema central del prólogo (la llamada al lector para que busque el sentido oculto de sus obras) está también expresado en el vocabulario alimenticio: el autor compara el sentido oculto con la médula del hueso, y aconseja romper el hueso y chupar la substanciosa médula. Esta imagen de
degustación del sentido oculto
es muy característica de Rabelais. El vocabulario de las plazas públicas cumple también una función importante en el prólogo del
Libro Tercero,
el más notable y rico en temas de todos los prólogos de Rabelais.
Comienza con las siguientes palabras:
«Estimadas personas, bebedores ilustres, y ustedes, muy preciosos Gotosos, ¿visteis alguna vez a Diógenes el filósofo cínico?»
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Luego prosigue en forma de diálogo familiar con los oyentes, una conversación llena de imágenes de banquetes, de elementos de la comicidad popular, de juegos de palabras, de sobreentendidos e inversiones verbales. Son como los dichos del charlatán de feria antes de la representación teatral. Jean Plattard define con justeza el tono del prólogo:
«Al principio, el tono del prólogo es el de una perorata que incluye fuertes chanzas» (Comentarios de Plattard en la edición crítica de Abel Lefranc).
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El prólogo termina con invectivas que poseen una inspiración y un dinamismo prodigiosos.
El autor invita a sus oyentes a beber en grandes vasos el contenido de su tonel, verdadero cuerno de la abundancia. Pero sólo invita a las personas de valor, aficionadas al buen vivir y a la alegría, a los buenos bebedores. En cuanto a los demás: parásitos, pedantes, hipócritas, aguafiestas y melancólicos, los aleja a los gritos de:
«¡Atrás mastines! ¡Fuera de la cantera, lejos de mi sol, frailuchos, idos al diablo! ¿Venís aquí a denunciar mi vino y a orinar mi tonel? Pues aquí tengo el bastón que Diógenes ordenó en su testamento colocaran a su lado después de su muerte, para ahuyentar y romper los riñones de esas larvas fúnebres y mastines cerbéricos. Por lo tanto, ¡atrás mojigatos! ¡Atended las ovejas, perros! ¡Fuera de aquí, tristones, que el diablo os lleve! ¿Todavía estáis allí? ¡Renuncio a mi parte del Paraíso si os atrapo! Gzzz, gzzzzzz, gzzzzzzzzzz. ¡Largo de aquí! ¿Cuándo os iréis? ¡Que jamás podáis cagar si no es a correazos de estriberas! ¡Que jamás podáis mear si no es en la estrapada! ¡Que jamás entréis en calor si no es a palos!»
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Aquí, las injurias y los golpes tienen un destinatario más preciso que en el prólogo de
Pantagruel.
Son los representantes de las concepciones siniestras, medievales, de las «tinieblas góticas». Son de una seriedad lúgubre e hipócrita, los agentes de las tinieblas infernales, las «larvas fúnebres y mastines cerbéricos», que no conocen el sol, son los enemigos de la nueva concepción representada aquí, libre y alegremente, por el tonel de Diógenes convertido en tonel de vino.
Estos individuos tienen la osadía de criticar el vino de la alegre verdad y de mear en el tonel. Rabelais se refiere a las denuncias, calumnias y persecuciones de los aguafiestas contra la verdad de la alegría. Utiliza una invectiva curiosa: los enemigos han venido para
culletans articuler mon vin. Articuler
significa «criticar», «acusar», pero Rabelais percibe la palabra
cul
(culo) y le da un carácter injurioso y degrante. A fin de transformar este verbo en grosería, emplea una aliteración con
culletans.
En el último capítulo de
Pantagruel
Rabelais desarrolla ese sistema de denuestos. Al hablar de los mojigatos que se dedican «a la lectura de los libros pantagruélicos», dice que estos no lo hacen para divertirse, sino para dañar a la gente, a saber: «criticando, monorticulando, esto es, calumniando».
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Así, la censura eclesiástica (es decir, de la Sorbona) que calumnia la verdad de la alegría, queda relegada a lo «inferior» corporal, el «culo» y los «testículos». En las líneas siguientes, Rabelais acentúa aún más la degradación grotesca al comparar a los censores con los «granujas de aldea que desparraman los excrementos de los niños en la temporada de las cerezas y las guindas, para encontrar los carozos y venderlos».
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Volvamos al final del prólogo. Su dinamismo se acrecienta al añadir Rabelais el grito tradicional que lanzan los pastores a sus perros para azuzarlos (gzz, gzzz, gzzzzz). Las últimas líneas son violentamente injuriosas y degradantes. Para expresar la nulidad total y la esterilidad absoluta de los siniestros calumniadores del vino y de la verdad de la alegría, Rabelais declara que son incapaces de orinar, defecar y excitarse si no reciben primero una tunda de palos. En otras palabras, para hacerlos producir, hay que emplear el terror y el sufrimiento, «los correazos de estriberas» y «la estrapada», términos que designan los suplicios y flagelaciones públicas. El masoquismo de los siniestros calumniadores es una degradación grotesca del
miedo
y el
sufrimiento,
categorías dominantes de la concepción medieval del mundo. La satisfacción de las necesidades naturales bajo los efectos del miedo no es sólo la tradicional degradación del cobarde, sino del miedo mismo, y constituye una de las variaciones más importantes del «tema de Malbrough», Rabelais lo trata detalladamente en el último episodio, cuya autenticidad está comprobada, del
Libro Cuarto.
Panurgo, que en los dos últimos libros (sobre todo en el cuarto) se ha vuelto piadoso y cobarde, y es acosado por fantasmas místicos, cree ver un diablillo en la oscuridad (en realidad se trata de un gato), y se hace encima de pura emoción. La visión derivada del miedo se transforma en interminables cólicos. Rabelais ofrece una explicación médica del fenómeno:
«La virtud retentiva del nervio que controla el músculo esfínter (es decir, el orificio del culo) desaparece por obra de los vehementes terrores provocados por sus fantásticas visiones. Añadid a esto la tempestad de cañonazos, que es más horrible en las cámaras bajas que sobre cubierta; pues uno de los síntomas y accidentes del miedo es que por él se abre extraordinariamente la cancela del domicilio en el que durante algún tiempo está retenida la materia fecal.»