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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (25 page)

BOOK: La cruz invertida
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Diría que es extraño. ¿Que es malo? No sé. Cuando novios siempre fue correcto. Me enamoré muy pronto de él. ¡Lucía tan hermoso con su uniforme de gala! Lo vi por primera vez en esa recepción que organizó Lucía al regreso de su viaje al Extremo Oriente. Estaba parado junto a una puerta conversando con otros señores. Era el más alto; sus piernas se apoyaban firmemente, algo separadas; su pecho lucía amplio y su mentón elevado, digno, casi orgulloso. Le pedí a Lucía que me presentara. Él no habló. Como si no le interesara. Me molestó un poquitín. Eso me estimuló a insinuarle que bailásemos. Temí que hiciera alguna objeción. Pero no. ¿Era timidez? ¿Con semejante apostura? Sí, creo que era timidez. Bailamos. Empezó a soltarse. Poco a poco tomó confianza; y a gustarme más.

¿Será una perversión? Claro. No puede ser otra cosa. ¡Bah! Ahora no me importa. Ya me da lo mismo. Le pedí que comprara un aparato de rayos ultravioleta para tostarme antes del verano, y no me lo negó. En ese sentido no debería quejarme. Atiende mis gustos y caprichos. ¿Tengo caprichos? Que le exija mantener amistad con los Rivero Cuadros y Hurtados Montenegros; aunque él no los traga, le beneficia. Eso no me lo puede reprochar. Cuando nos casamos quise que la recepción tuviera lugar en el Hotel "Excelsior" porque era el mejor de toda la ciudad. Algo exagerado, dijeron muchos. Pero no les llevé el apunte. E hice bien. Concurrió la mejor sociedad. Eso le sirve ahora. Tampoco sería justo si se queja. Quien debería quejarse soy yo. No por la primera noche. En fin, una está preparada. Es natural, digamos. ¡Pero que cuatro meses después me haga semejante proposición! Creo que exageré mi asombro. En fin de cuentas no es para tanto. ¡Vaya una a saber las cosas que ocurren en otros matrimonios! Él se enojó, o se hizo el enojado. No te pido gran cosa —gritó— y se fue. Durante dos semanas casi ni me habló. Durmió en el borde de la cama dándome la espalda. Hasta que decidí terminar con la farsa. Tal vez mi curiosidad era más fuerte que mi voluntad de reconciliación. ¿Gozaría yo también? ¿Qué arcanos encerrarían estas perversiones? Él tenía razón cuando me culpaba de ignorancia sexual. Compré la soga y la guardé en la mesita de luz. Durante la cena le anticipé que le reservaba una sorpresa para la noche. No me entendió. En el dormitorio le enseñé la soga. Sus ojos se iluminaron. Le temblaron las manos. Me besó agradecido. Cerró la puerta y me desvistió con excitación y torpeza. Se transformaba de minuto en minuto. Mi curiosidad dominaba mi temor. Me armé de entereza y le dejé hacer. Pensé que tendría que excitarme también. Pero no podía. A él no le importaba. Proseguía ajeno, transportado. Mis últimas prendas no pudo desabrocharlas y las arrancó. Estaba adquiriendo la fisonomía de un animal en celo. Me arrojó sobre la cama y me ató. Utilizó la soga, sujetando mis brazos y mis muslos a las patas de la cama y luego se arrojó sobre mí, brutalmente, diciendo obscenidades, con un vigor y una desesperación que jamás le conocí.

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—¡Apúrate! —le empujó al interior del auto. Cerró la puerta y corrió hacia el otro lado para instalarse al volante. Arrancó bruscamente: sus cabezas resistían caer hacia la parte posterior del vehículo.

Miró el reloj del tablero.

—¡Lo único que faltaba! —reprochó Donato—. Llegar más tarde que ellos. ¿No has pensado en la gravedad de mi situación?

Dobló una esquina sobre dos ruedas. Ella juntó sus manos para rogarle moderación; con los pies apretaba el suelo como si lo hiciera sobre el pedal de freno. A bocinazos, con audaces escaramuzas, fue adelantándose a los demás vehículos. A lo lejos se veía un semáforo: llegaría en rojo.

Puso la sirena y atravesó la esquina a toda velocidad mientras el tránsito se paralizaba disciplinadamente.

—Llegaremos a tiempo, Donato. ¡No corras tanto, por Dios!

—¡¡¡Cállate!!! ¡O me las cobraré contigo!

—Lo que quieras... Nos mataremos. ¡Cuidadooo!

—¡Animal! —le gritó al peatón, que se salvó por milagro dando un feroz salto a la calzada.

El Obispo le fue a ver (¡qué honor!) para manifestarle su preocupación por la convivencia en la cárcel de comunistas, prostitutas, y jóvenes estudiantes. ¡Vaya idea! ¿Cree que la cárcel es un corralón? ¡Por qué mierda se mete en lo que no le corresponde! —tuve ganas de preguntarle. Pero era el Obispo... Me convenía granjearme su aprecio después de la velada humillación que le inferí cuando vino a bendecir nuestro flamante armamento. Le dije que estaba en un error y podía recorrer el establecimiento cuando deseara. Monseñor Tardini simuló no oír mi invitación porque seguramente le tiritan sus minúsculos testículos con sólo imaginar una mazmorra. En vez de ello, deslizó con voz paternal, dulzona e hipócrita, su "humanitario" anhelo: que pusiera en libertad a los comunistas y prostitutas menos peligrosos.

—¿Cómo dice? —reaccioné perplejo.

—Es para llevar cierta tranquilidad a la opinión pública.

—En todo caso... debería pedirme que excarcelara a los estudiantes.

—No, no —sonrieron sus ojitos de ardilla—. Por los estudiantes harán gestiones sus respectivas familias. El trabajo que se tomen será beneficioso, porque en lo futuro ejercerán mayor vigilancia sobre sus relaciones y actividades.

—Pero, monseñor... ¿Por qué liberar justamente a la excrecencia social, a esos comunistas, a esas prostitutas?

—Sólo algunos, sólo algunos... Como representante de Cristo, usted comprende que debo interceder por los réprobos...

Quise decirle que no le comprendía en absoluto. Medité rápidamente y decidí complacerlo. Total, el efecto propagandístico de "la noche blanca" ya había sido alcanzado. Necesitaba conservar mi buena imagen ante el Episcopado. Le impresioné ordenando la inmediata excarcelación de cincuenta personas, entre putas y bolcheviques. Algunos fueron cazados después durante la "pacífica manifestación", confirmando mi diagnóstico sobre sus patológicas fijaciones delictivas. Le servirá de lección al Obispo, para no exhibir su corazoncito de miel en jurisdicciones ajenas. ¡Los delincuentes son delincuentes! Que no me venga con Cristo, ni con réprobos ni con humanitarismo faldero... En lo único que acertó fue sobre las gestiones que iniciarían los familiares de los estudiantes presos. Después de la limpieza que hice a la iglesia de la Encarnación vinieron las mejores familias de la sociedad (si mejores las puedo considerar por las cartas de presentación que me deslizaban junto con el saludo). Vinieron los padres de uno... cómo se llamaba... ¡Ah. sí! Fuentes. Traían una carta del Ministro nada menos. ¡Qué mujer loca! Se desmayaba a cada rato. Le decían algo y ¡zas! caía de nuca. No dejaba hablar. Su hijo había sido arrestado en la casa de una prostituta, donde se refugió después de la manifestación. No se podía tener en pie. Así y todo, se las daba de importante. ¡Vaya petulancia!... En el interrogatorio el mocoso contestaba cuando quería y hasta se daba el gusto de burlarse. ¡Piojo de mierda! Era un caso ideal para probar mi nuevo aparatito confesor. Lástima que estaba débil y no aguantó mucho. A su madre histérica quise darle una explicación para que no vaya a sospechar sobre mi esmerado y dulce trato. ¡No me dejaba terminar una frase! Pero yo estaba tranquilo. Por más carta del Ministro que enarbolaron, el muchacho quedó loco y con un delirio místico que no dejará dormir a sus médicos varios meses. Ni recordará lo que le hice. Mi argumento salió redondo: cargar el fardo a las prostitutas y rufianes tiene un poder convincente rayano en lo mágico. No hay quien se resista.

—¡Donatooo! —chilló su esposa ante la inminencia de un choque.

El auto viró bruscamente, se oblicuó, silbaron sus ruedas sobre el pavimento, esquivó al otro auto, pero le golpeó un guardabarros. Donato comprobó que su automóvil seguía andando; era lo esencial. No tenía ni un minuto para detenerse. Por el espejo retrovisor observó que desde la ventanilla del vehículo chocado un puño le hacía amenazas. Sonrió con una esquina de sus labios y siguió a la misma velocidad. No podía perder tiempo en disculparse con un desconocido, porque seguramente el Obispo tenía otra cosa en mente cuando lo fue a ver. Primero lo mandó al cura Torres, a quien no le dio bola. ¡Era lo único que faltaba! Entonces llegó él en persona. ¿Qué se tramoya en el interior de la Iglesia? Una cosa es la que se deja trascender para consumo de los inocentes y otra... ¡Quién sabe si Torres no cuenta con el apoyo episcopal! ¿Por qué no es expulsado de la Encarnación? ¿A qué se debe ese
laissez-faire
que practica Tardini? Ambos buscaban mi caída, está claro. ¿No habrán deseado que persista el encierro de los estudiantes para justificar la manifestación? Puedo sospecharlo, todo es posible en este puerco universo. Los retorcidos curas son capaces de haberme tendido una trampa; y yo caí. Pero no estoy vencido. La excusa de las prostitutas me viene de perillas. Los Fuentes están convencidos de mi versión y su hijo no lo podrá desmentir hasta dentro de muchos meses, si es que alguna vez lo hace... El arresto de esa putita Magdalena es mi pieza de oro:
habituée
del barrio Arboleda,
habituée
de los oficiales (tiene lindas experiencias conmigo) y
habituée
del padre Torres... ¡Veremos quién juega mejor!

Frenó bruscamente. Salió corriendo para abrir la puerta a su mujer y entraron en el lujoso restaurante. El
maitre
los acompañó hasta la mesa reservada en un rincón íntimo, con fácil acceso a la pista de baile. Apenas se ubicaron, vio aparecer en la puerta a quien esperaba. Se puso de pie nerviosamente, pero recapacitó con velocidad: ajustó sus nervios, se apretó con ambas manos los maseteros para relajarlos y volvió a sentarse, simulando explicar a su mujer las características de la planta exótica que decoraba un ángulo de la ventana.

Cuando ellos se acercaron, lanzó una exclamación de candorosa sorpresa, los saludó efusivamente, presentó a su esposa y los invitó a cenar juntos.

—No imaginaba que venían a este hermoso lugar —insistió Donato.

—Hace un mes que traigo a Diana todos los jueves. ¡Quedó prendada! ¿Verdad, querida?

—Sí. La comida es muy buena y el
show
verdaderamente excepcional.

La esposa de Donato, siguiendo las severas instrucciones que le impartió antes de salir, acaparó la conversación de ella. Donato aprovechó entonces para llevar a su interlocutor hacia el asunto que quemaba.

—Usted debería conocer algunos detalles sorprendentes, general —le dijo.

El Comandante en Jefe se dispuso a escucharlo, satisfecho de no haber tomado aún ninguna resolución precipitada.

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SABIDURÍA

Carlos Samuel y Agustín Buenaventura abandonaron la habitación del Seminario —allí se los alojaba provisionalmente hasta la conclusión del juicio eclesiástico— para entrevistarse con el Nuncio Apostólico, que les fijó una cita en el estudio del Rector.

Marcharon por un corredor largo y sombrío, el mismo corredor donde muchos años atrás Carlos Samuel decidió transformarse en un hombre de metal. En un corredor parecido, lejos, en otro Seminario, Agustín Buenaventura también se envolvió con una armadura y ella le permitió soportar privaciones crueles y desilusiones asfixiantes. Carlos Samuel, en Europa, se desprendió del impenetrable envoltorio. Buenaventura lo consiguió a medias. Sin embargo, también se rebeló contra las instrucciones que retumbaron en ese corredor. Ambos relativizaron la obediencia. De lo contrario, Carlos Samuel habría llegado a Obispo, juzgaría y no sería juzgado, y Buenaventura habría alcanzado el reconocimiento público, como una solemne coronación, por su vida dedicada a propagar el Evangelio. Ambos estarían en armonía con los hombres y con Dios. Pero después que abrieron los ojos, que se enteraron, que se les incendió la conciencia —Carlos Samuel en Europa y después en San José, Buenaventura en la Villa del Milagro—, fueron puestos en una horrible alternativa: estar en armonía con los fariseos y con el Obispo, o estar en armonía con Dios.

Torres se apartó para dejar adelantarse a Buenaventura, su superior en años y jerarquía.

En el otrora temible estudio del Rector —porque hacia allí eran conducidos los seminaristas cuando debían recibir una reprimenda superlativa— los aguardaba el Nuncio. Estaba solo. Les tendió su diestra para que besaran el anillo. Luego les estrechó la mano e invitó a sentarse.

—He deseado conversar un poco con ustedes antes del juicio —explicó afablemente.

—Nos honra y consuela, monseñor —agradeció Buenaventura con su bronca voz, sin haber concluido aún de acomodar su globuloso abdomen.

El Nuncio, hombre fino, de tez muy blanca y rosada, apenas diferente a la nieve de sus cabellos, sonrió paternalmente. Quizá lo divertía la pletórica figura indígena de ese rústico cura. Dirigiéndose aún a él, como si lo estudiara, añadió:

—Estoy debidamente informado sobre su actividad en la selva y en la montaña. Usted ha sido un buen ministro del Señor.

Torres advirtió el "ha sido".

—Nunca debió cambiar esa línea de conducta, meritoria e inspirada —agregó sin dejar de sonreír.

—Monseñor... —intentó explicarse Buenaventura.

—No lo reprocho, no —interrumpió el Nuncio—. Comento simplemente. Si me he reunido aquí con ustedes, no es para juzgarlos por anticipado. Les abro mi corazón, les digo lo que pienso. El motivo de esta entrevista tiene otro objeto.

Los curas aguardaron.

—Hijos —su voz adquirió solemnidad—, conozco muchos detalles positivos y negativos de vuestro ministerio. Por vuestro bien, por el bien de nuestra Iglesia, quiero pediros que mañana guardéis compostura.

—Que...

—Sí, que no os afanéis por —enumeró con los dedos— replicar, explicar y complicar. Guardad silencio, sed pacientes, dóciles y mansos, como el Cordero de Dios.

—¿No deberíamos ejercitar nuestra defensa? —preguntó Carlos Samuel.

El Nuncio se reclinó en su sillón y abrió las manos en forma condescendiente.

—Asumamos los tiempos modernos —su sonrisa se pronunció—. Hay situaciones trascendentales y situaciones que no lo son. La Iglesia vive un aggiornamento. Es necesario verlo, entenderlo, apoyarlo y continuarlo.

Los curas no creían captar el sentido de sus palabras.

—Aquí han estallado unos petardos... —hizo un simpático gesto de desprecio—. Mucho ruido... Corridas... Exaltación. Pero, en el fondo, ¿qué?

Torres y Buenaventura no supieron si tenían o no que responder a ésa pregunta.

—En el fondo, hijos —se dispuso a contestársela solo—, no ha sido nada.

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