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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (20 page)

BOOK: La clave de las llaves
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—Ah, sí.

—… y he pensado que a lo mejor a ti te sería fácil obtener una invitación… —Bien pensado, se me ocurrían dos o tres conocidos más para conseguir la invitación, pero los reflejos habían hecho que llamara a Cristina. Eso debía de significar algo.

—Ah. Pues… No sé. Déjame que mire… Probablemente, sí…

—Tengo que entrar a ver esa peli como sea.

—Ah, sí. Espérate un momento, que se lo pregunto al Jefe Supremo. —Se alejó del teléfono y me dejó un rato congelándome con el móvil en la oreja. Pero, cuando volvió, traía buenas noticias—: Dos. Puedo disponer de dos entradas.

—Sólo necesito una.

—No. Necesitas dos. Porque te las consigo con la condición de que me lleves a mí, también, a Madrid.

—¿Te interesa esa película?

—¡Pues claro! —soltó, con una carcajada—. ¿Tú crees que puedo negarme a la oportunidad de ver
Quítame allá esas pajas
?

—Bueno…

—¿Me llevas o no?

—Sí, sí, claro que sí.

—¿Te hace ilusión que vaya?

—Sí, sí, claro.

—No lo dices muy convencido. Porque, si no quieres, espero a que salga en DVD, ¿eh?

—¡Que sí quiero!

—Ja, ja, ja.

No me tomé la cerveza. Comí tres aceitunas rellenas y fui a comprarme otro traje de alpaca gris en la misma tienda de la otra vez. El vendedor con pinta de maniquí me recibió como si fuera cliente de la casa desde mi infancia.

El traje no era barato, pero tuve la grata sensación de comprobar, como siempre, que no había que hacerle ningún arreglo para que me quedara como hecho a medida. La admiración de los dependientes y las dependientas del
prêt-à-porter
. Ni retocar bajos, ni mangas, ni hombros. Hay un maniquí alto y delgado en todas las fábricas de ropa masculina que posee exactamente mis medidas. También me compré un par de camisas, una granate y la otra tostada, y estuve dudando entre una corbata lisa de color verde oscuro y una con dibujos de caballos, a falta de una de rombos como la que había perdido. Por fin, me compré las dos. Ah, y un abrigo negro y largo, idéntico al que se había quedado en un vestuario de la discoteca Sniff-Snuff y que casi no había podido estrenar.

—Ah, muy bien —el vendedor reprimió, muy profesional, la pregunta que tenía en la punta de la lengua. ¿Qué había pasado con el otro, el que tanto tenía que durar?

En algún momento de la tarde, me sorprendí silbando uno de los temas del musical
Cats
, que no sé de dónde había salido.

ACTO SEXTO
Escena 1

Miércoles 17

Al día siguiente, sin prisas, hice la maleta con las nuevas adquisiciones, una muda de recambio y un jersey de lana porque ya se sabe que en Madrid siempre hace más frío.

Me llamó Cristina, telegráfica:

—¿Estás?

—Estoy.

—Pasa por casa.

Pasé por su casa. Ya me esperaba en la calle. De lejos, continuaba pareciendo una muchacha. Pantalones de corte militar con bolsillos a la altura de las rodillas, blusa ancha, trenca con capucha y botones de madera. De cerca, si la mirabas a los ojos y te dejabas cautivar por su transparencia y por aquella sonrisa que le dividía el rostro en dos, continuaba pareciendo una niña. Era todo entusiasmo. Incluso demasiado entusiasmo. Me gustó que llevara poco equipaje. Sólo un maletín de fin de semana de esos con ruedas.

—Así no tendré que facturar —declaró con firmeza de persona tan acostumbrada a viajar que ya ha adquirido costumbres irrenunciables—. Odio facturar. Después, pierdes muchísimo tiempo esperando que descarguen el equipaje. Y eso si no te lo pierden, que también puede suceder.

Dejamos el coche en el aparcamiento del aeropuerto, justo delante de la terminal del Puente Aéreo, y compramos dos billetes de ida y vuelta, cada cual el suyo, primero ella, después yo, en la máquina expendedora. Yo no podía quitarme de la cabeza los doce mil euros que había transferido a la cuenta de Mónica, sentía cómo menguaba mi capital y me parecía que cada gasto me ponía en peligro de números rojos.

Hablamos de Mónica y de Esteban, y de Roberto Montaraz y lo que mi hija me había contado acerca de los Paralelepipédico Flash. Una vez establecido que me fiaba de la parejita, como lo demostraba mi generosidad, me permití criticar la actitud del chico, demasiado reservado y rezongón para mi gusto.

—Todo es culpa de su madre —dijo Cristina—. Lo ha sobreprotegido y lo ha capado al mismo tiempo, ¿puedes entenderlo? Para ahorrarle problemas, y preocupaciones y equivocaciones y frustraciones, quiso encarrilarlo hacia un mundo ideal, el de la arquitectura, no sé qué manía le agarró a esa mujer con la arquitectura, a lo mejor ella quería ser arquitecta y no pudo y ahora lo paga el hijo, y la obsesión de ella topó con las aficiones de él y así están…

Más tarde, en el avión, mirando por la ventana, dijo, un poco melancólica y nostálgica:

—Esteban es el hijo que me habría gustado tener. Lástima de chico.

Era de esas personas que, después de un comentario depresivo como éste, experimentaba la necesidad de sacudir la cabeza para alejar las penas y buscar otro tema más animado y optimista. Entonces, empezó a reírse de sí misma hablándome de los maridos y amantes que había tenido (a veces simultáneamente).

—No he aprendido a querer —dijo en otro momento de reflexión—. Nadie me enseñó. ¿Quién sabe querer? ¿Tú? Yo me atribuyo todas las culpas de los fracasos pero probablemente soy injusta. Nadie sabe querer de verdad. Todos aprendemos por el sistema de ensayo y error. Odiar y putearnos, de eso sí que sabemos, nacemos enseñados, pero querer… ¿Cómo se hace? ¿Tú lo sabes?

Yo me encogía de hombros y pensaba en Marta mientras ella evocaba a un historiador que hacía el amor con calcetines o el marido que la abandonó porque ella se lo dejó olvidado un día en unos grandes almacenes. Me hacía reír con sus anécdotas, pero el fondo de su discurso era un poco triste. Empecé a preguntarme si, al llegar al hotel, teníamos que pedir dos habitaciones individuales o una doble.

—Un fracaso —dijo, para resumir su vida sentimental. Pero conservaba la sonrisa soñadora, como si aún no hubiera perdido las esperanzas.

Yo la miraba de reojo y me preguntaba qué edad debía de tener. Me desconcertaba, y eso la hacía sumamente atractiva. Me despertaba una pregunta tras otra. Era una mujer enigma.

Al bajar del avión y conectar el móvil, recibí el aviso de una llamada perdida. Era Tete Gijón, el periodista deportivo, que decía que tenía algo que me interesaría. Le devolví la llamada.

—¿De qué se trata? —le pregunté.

—De aquello que le pasó a Danny Garnett el otro día en su jardín. ¿Verdad que me dijiste que te interesaba?

Yo no recordaba haber manifestado ningún interés. Habíamos hablado de ello en la cabina desde donde retransmitía el partido, como ejemplo de noticia ocultada por el Club, pero no parecía que tuviera nada que ver con mi investigación. No obstante, en aquel momento me di cuenta de que el incidente había sucedido precisamente al día siguiente del asesinato de una puta contratada por otro jugador del mismo equipo, un jugador que precisamente había discutido con Garnett durante los entrenamientos, y se me ocurrió que a lo mejor era un hecho significativo.

—Puede interesarme. Di.

—Las fotos que hizo un vecino de la entrada de aquel ladrón en casa de Danny Garnett. ¿Recuerdas que te dije que el Club había pagado una morterada al vecino fisgón para que las fotos no se divulgaran? Bueno, pues no se podrán divulgar, pero yo he podido echarles una ojeada y he pensado que podrían interesarte, si estás investigando ese robo.

No saqué a Tete Gijón de su confusión. Los investigadores privados somos chismosos por naturaleza.

—Pues sí que me gustaría verlas —dije.

—¿Cuándo podemos vernos?

Yo ahora estoy en Madrid. ¿Qué tal pasado mañana?

—¿El viernes? Bueno.

Tuve que detenerme para escribir la dirección que me dictó. El viernes, a la una del mediodía. De acuerdo.

Entre el aeropuerto del Prat y el de Barajas había una diferencia de cuatro o cinco grados centígrados en contra del segundo. Al salir de la terminal me levanté las solapas del abrigo y Cristina se me agarró del brazo, como ávida de calor animal.

Cristina conocía un pequeño hotel con encanto en el Madrid de los Austrias, y le dijo al taxista la dirección de memoria. Después de hacerlo, se volvió hacia mí y me clavó una mirada intensa, una ceja más alta que la otra, con aquellos ojos almendrados, tan grandes y por primera vez desprovistos de toda ironía. Ojos que parecían desafiarme: «Ahora te toca a ti, a ver qué eres capaz de hacer». Tragué saliva, sonreí y me angustié ante la evidencia de que no me apetecía compartir habitación con nadie. ¿Pediríamos una habitación o dos?

La fachada del hotel era estrecha, austera, anodina, casi minimalista. El nombre estaba en una placa de latón, a la derecha de la puerta, y necesitaba un poco de lustre. Encima, le habían colocado aquel rectángulo de color azul infecto, con una H y tres estrellas, que rompía la posible armonía que pudiera haber originalmente. La letra de palo y la decoración geométrica en el cristal de la puerta ya preparaba al viajero para lo que se encontraría en el interior. Un vestíbulo pequeño, duplicado gracias a un gran espejo que había en la pared de la derecha, en el más puro estilo
art decó
. Dos murales representaban a un grupo de jóvenes de los años veinte, un poco Penagos, las chicas con barbillas acabadas en punta, boquita de piñón, ojos de mirada lánguida ennegrecidos por un exceso de rímel, grandes escotes sobre pechos planos y minifaldas de bailar charleston, cabellos planchados con brillantina, y ellos con bigotitos como moscas. Candelabros estilizados, tal vez copiados de obras de Erté, muebles de líneas y ángulos rectos, con cantos dorados e incrustaciones de nácar. Nada era auténtico, claro está, aquello era un decorado, reproducciones, teatro, pero aún así, y a pesar de que a mí el decó no me gusta mucho porque me parece frío, rígido y me recuerda a los nazis, agradecí que Cristina me hubiera llevado. No obstante, las intenciones del diseñador, habían sido estropeadas por la actual administración del hotel que, con absoluta falta de respeto, había añadido un crucifijo con un Cristo demasiado atormentado, un par de carteles de toros, una reproducción de la
Lección de anatomía
de Rembrandt que parecía realizada con pintura plástica, dos máquinas expendedoras de refrescos y helados, tres sillas de formica y un cartel escrito por una mano prácticamente analfabeta donde ponía «Visita al Valle de los Caídos, los autobuses están en la esquina».

El recepcionista era un señor mayor, con chaleco y pajarita, que sonreía tristemente, como disculpándose por las molestias que nos pudiera causar su manera de ser.

—Dos habitaciones individuales —dijo Cristina.

Me sentí contrariado, a pesar de que hacía un momento que pensaba que ojalá ella quisiera habitaciones separadas. Estuve a punto de protestar. Pero no lo hice. Subí en el ascensor ignorando sus miradas furtivas y pensando que bueno, si no quería compartir conmigo aquella noche, no pasaba nada, al fin y al cabo yo no me había hecho ilusiones.

Escena 2

Nos encontramos en el vestíbulo. Yo, con mi flamante traje de alpaca gris, la corbata verde y el abrigo negro al brazo. Ella, al salir del ascensor, era una aparición. Vestido negro de escote en V, falda por debajo de las rodillas, confeccionada con esa clase de tela vaporosa que baila alrededor de quien la viste, enroscándose en sus piernas. Pensé que, en aquella figura hermosa sólo desentonaba el corte de pelo, que debería ser largo y ahuecado.

El hotel tenía un restaurante, para llegar al cual había que bajar cinco escalones, y decidimos cenar allí. Evidentemente, habían encargado la decoración a un diseñador distinto del responsable de la del vestíbulo y éste, provisto de ideas propias, había recreado el interior de un viejo mesón castellano. Las mesas y sillas, aparentemente construidas con madera sin desbastar, pesaban toneladas. Y había barriles de madera falsos en la pared, y un empapelado que representaba piedras ciclópeas a la vista y un menú a base de cocido, fabada, callos, cochinillo, pierna de cordero, estofado de rabo de buey y otros platos categóricos que habían provocado más de una lipotimia entre los jovencitos enfermizos de los murales del vestíbulo. Cristina y yo pedimos sendas ensaladas verdes y solomillos a la plancha. Poco hechos. Acordamos que, dado que después seguramente tendríamos la oportunidad de tomar alcohol, el mejor acompañamiento para aquella cena era el agua cristalina.

La ensalada verde, además del verde de la lechuga y las aceitunas, llevaba un arco iris de tomate, cebolla, espinacas, champiñones, zanahoria, chorizo y jamón. Y los solomillos, unas patatas al rescoldo deliciosas que nos obligaron a rectificar y pedir un rioja tinto, uno cualquiera, el de la casa.

Y estuvimos hablando de esto y de aquello, que en Madrid hace más frío que en Barcelona, pero es un frío más seco y por tanto más soportable, mientras que la humedad de Barcelona se te mete en los huesos, lugares comunes y quien esté libre de pecado ya sabe lo que le toca, hasta que yo me animé a introducir la pregunta, formulada como si aún estuviéramos hablando de temperaturas máximas y mínimas:

—¿Por qué dos habitaciones?

Parpadeó inocente y sonrió perversa.

—Ah, ¿ahora te despiertas? —Torcí la cabeza, interrogativo—. No me has dado ninguna pista, ninguna insinuación, ninguna mirada equívoca, ninguna caricia. ¿Cómo esperabas que entendiera qué era lo que te apetecía?

—¿Y… si hubiera habido alguna insinuación, alguna pista…?

Hizo una mueca traviesa y dedicó toda su atención al solomillo.

—Dos habitaciones —dijo—. A mi edad, se valora mucho la intimidad, ¿sabes? Quizá no la intimidad del después, pero sí la intimidad del antes.

Yo continué comiendo. El corazón se me había acelerado un poco.

—¿Y cómo te gusta hacerlo? —preguntó.

—¿Qué? —dejé de masticar.

—Sí: ¿cómo te gusta hacerlo? ¿Eres clásico
y
austero… o imaginativo y arriesgado…? ¿Qué opinas ile la secuencia natural de una película porno? —Sé que abrí la boca y miré a mi alrededor por si acaso alguien nos estaba escuchando—. Ya sabes qué quiero decir: empezamos con sexo oral hasta que tú te pones a tono…

—Sí, sí, ya sé a qué te refieres —quise cortarla.

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