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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (17 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
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—No, voy contigo.

William no lo reconoció, pero se sintió aliviado al escucharla. Tomó aire y penetró en el agujero de la pared; Elizabeth le siguió.

La incógnita de lo que había tras el recodo se resolvió enseguida: una empinada escalera de piedra que descendía hacia las profundidades ocultas por las tinieblas. El lugar era estrecho y hedía a humedad de años. Con la mano libre, se apoyaron en la pared para no resbalar. Delante de ellos la oscuridad se apartaba al recibir el impacto de la luz de las lámparas, pero parecía agruparse en los rincones y solidificarse, como si las sombras tuvieran vida propia. Sus pasos retumbaban en los escalones.

—¿Has oído eso? —preguntó de repente Elizabeth. Le había parecido escuchar un ruido a lo lejos, en algún lugar por debajo de ellos.

—Debe haber sido el eco de nuestras pisadas.

—Esto no me gusta nada.

—A mí tampoco.

Habían descendido ya el equivalente a al menos un par de pisos, y la escalera continuaba hacia abajo.

—Esto no tiene sentido, William. ¿Por qué construyeron esta escalera?

—Tal vez fuera algo común entonces, no sé; la mansión es antigua. —Intentaba convencerse a sí mismo de que aquello tenía una explicación, pero era incapaz de dar con ella.

Minutos después alcanzaron por fin el final y la luz de las lámparas iluminó ante ellos un nuevo pasadizo, angosto y oscuro. William se detuvo un instante, intentando orientarse y calcular la dirección.

—Si no me equivoco —dijo—, estamos bajo el nivel de la calle. Y este corredor debe cruzar la mansión de un extremo al otro.

—No lo entiendo. ¿Qué es esto, una vía de escape secreta? ¿Un escondite? ¿Para qué iba nadie a querer algo así? ¿Quién se suponía que debía esconderse aquí? Esto empieza a darme miedo, William.

—Tranquila —respondió el muchacho, sin mucho convencimiento.

—Quiero irme de aquí —dijo Elizabeth en un murmullo—. Vámonos. Vámonos, William, por favor.

William la miró. Estaba pálida. La cogió de la mano y tiró de ella suavemente de vuelta hacia las escaleras.

—De acuerdo.

Pero antes de que comenzaran a subir oyeron un ruido en las alturas, un chasquido, que ambos reconocieron con un escalofrío.

—¡No! —gritó William, lanzándose escaleras arriba.

Gritó con todas sus fuerzas mientras corría desesperado, pero no obtuvo ninguna respuesta. Cuando llegó arriba el pasadizo estaba cerrado, la salida aparecía taponada por la estantería. Se abalanzó contra ella y empujó… pero no logró moverla ni un centímetro. Comenzó a aporrearla con el puño cerrado, al tiempo que Elizabeth se unía a él.

—¡Eh! ¿Quién hay ahí? ¿Leonard, eres tú? ¡Leonard! ¡LEONARD!

* * *

Habían buscado un mecanismo que hiciese bascular la estantería desde el interior, pero no parecía haberlo. Era lógico pensar que existía uno, no tenía sentido que quien quisiera esconderse allí tuviese que dejar la entrada abierta para poder salir, pero habían registrado las paredes palmo a palmo, habían examinado cualquier pequeña irregularidad de la roca… y habían acabado los dos lanzando puñetazos y puntapiés contra el sólido bloque de la estantería.

Al principio por sus cabezas había pasado la idea de que Leonard no se hubiese dado cuenta de que cerraba el pasadizo, y que regresaría al instante cuando descubriese que ellos se hallaban allí dentro, pero los minutos fueron pasando y el mayordomo no volvió. Tampoco tenían la certeza de que hubiese sido él quien había cerrado la entrada. William apoyó la cabeza contra la parte trasera de la estantería para tratar de escuchar, pero el silencio al otro lado era absoluto.

—¡LEONARD! —repitió por enésima vez.

La rabia que sentía no le permitía pensar con calma, no comprendía nada. Cada vez se sentía más perdido, inmerso en un galimatías cuyo significado le resultaba inalcanzable. Su mente rebosaba de preguntas sin respuesta.

El tiempo comenzó a pasar con exasperante lentitud y la confusión no les permitía calcular cuánto llevaban ya allí. Se habían cansado de gritar llamando al mayordomo o a la cocinera; no sabían si podrían oírles, y aunque lo hiciesen, los chicos comenzaban a temer que no acudirían en su socorro… Pero ¿por qué? ¿Qué había llevado al viejo Leonard a encerrarles? ¿Qué ocultaba?

Llevaban ya un buen rato sentados con la espalda contra la estantería, atentos a cualquier posible ruido al otro lado… pero el único sonido que les llegó provenía de abajo. Al escucharlo, sus músculos se tensaron y un nuevo escalofrío recorrió su espina dorsal. Se miraron con nerviosismo y aguzaron el oído, pero el silencio había vuelto a envolverlo todo. Antes de decidir moverse, William recordó que antes habían escuchado el mismo sonido y lo había achacado al eco de sus pisadas, aunque ahora quedaba claro que no podía tratarse de eso…

Se incorporó y caminó hasta el recodo, donde nacía la escalera. Su corazón se detuvo al distinguir un pequeño reflejo de claridad abajo. Una luz en medio de las tinieblas. Una luz donde no debería haberla. Luchó contra la sensación de miedo que le invadía, y miró a Elizabeth, que había permanecido inmóvil, agarrotada. Los ojos de ella le interrogaban.

—Hay una luz abajo —informó él.

El silencio entre los dos se extendió por espacio de un minuto. Luego William reunió los ánimos suficientes para sugerir:

—Deberíamos bajar. Quizás haya otro modo de salir.

Elizabeth realizó un gesto de negación.

—¿Prefieres esperarme aquí?

Ella volvió a negar. Era presa del pánico y no conseguía decir nada.

William volvió a mirar a las profundidades, pero aún no se decidía a comenzar a descender.

—No vayas —gimió Elizabeth.

—Espérame aquí, ¿de acuerdo?

Al verle desaparecer tras el recodo, la joven se apresuró a ponerse en pie e ir con él.

Cuando sus pies empezaron a bajar la escalera de roca el miedo ganaba la batalla, pero sabían que no tenían otro remedio. Si aquella luz se había encendido, solo podía significar que existía otra entrada y que alguien estaba allí abajo, esperándolos. Fuera quien fuera ese alguien, y a pesar del miedo que le embargaba, William estaba decidido a luchar si era necesario para conseguir salir de allí.

* * *

El descenso se hizo eterno, las escaleras parecían más largas que en la ocasión anterior que habían bajado por ellas; el final no parecía estar ya a la altura de los sótanos, sino en el mismo centro de la Tierra.

Por fin abajo, con el corazón en un puño, William enfiló el pequeño corredor que partía desde los pies de la escalera. A pesar de sus esfuerzos por no hacer ruido, sus pasos retumbaban sobre la roca anunciando su llegada. Allí la claridad era mayor; aunque todavía no la veía, había al menos una lámpara encendida.

En el otro extremo, apenas a diez o doce metros, aunque ellos tuvieron la sensación de que era mucho más largo, el pasadizo desembocaba en una apertura en la roca a través de la cual se accedía a una estancia rectangular, con las paredes de piedra, y era de allí de donde manaba la luz.

—¿Qué demonios…? —exclamó William al ver el mobiliario típico de un dormitorio: una cómoda, un armario, una mesa y un par de sillas, y lo que parecía un jergón al fondo. Notó cómo Elizabeth se juntaba a él y su cuerpo temblaba, por el frío y sin duda también por el miedo.

William sentía cómo el nerviosismo y una cierta rabia incontrolada se apoderaban de él. Aquello carecía de toda lógica, ¿qué podía significar aquella habitación secreta?

Se detuvieron en el umbral del cuarto y miraron al interior, quedando automáticamente paralizados: alguien les esperaba sentado en una de las sillas frente a la mesa. La lámpara estaba colocada a su espalda de manera que su rostro permanecía en la zona de penumbra. Semejaba una aparición. Ladeó la cabeza hacia ellos y realizó un gesto para que entrasen.

—¿Quién es usted? —preguntó el muchacho, logrando que su voz reflejase una firmeza que estaba lejos de sentir.

* * *

Tras casi tres mil días encerrado entre los muros de la prisión de Newgate, el alma de Jeremiah Winston se había convertido en un pozo oscuro en el que solo había cabida para el odio.

Cuando abandonó la cárcel, en la primavera de 1888, no había nada en él del hombre que había sido; el joven optimista y triunfador que miraba al futuro con una sonrisa de autosatisfacción había quedado reducido a un espectro. Su corazón se había podrido, víctima de la traición de todos aquellos a los que había amado, y en su mente no había otra cosa que la voluntad de venganza. Contra Angela, contra sir Ernest, contra la propia Inglaterra.

En el exterior de la prisión, se giró sobre sí mismo para contemplar durante unos segundos las puertas que acababa de cruzar, consciente de que quizás lo que se disponía a hacer le llevaría de vuelta allí dentro.

Si le cogían con vida…

* * *

La extraña figura se alzó de la silla y la lámpara a su espalda proyectó hacia delante su sombra como si fuera un ser gigantesco.

¡Leonard! Sin entender nada de lo que ocurría, William miró al hombre que tenía delante, el anciano alto y delgado, de escaso pelo gris ceniza, el mismo color gris del que parecía haberse teñido la piel de su rostro. Los pequeños ojos hundidos y negros le devolvían la mirada. El muchacho siempre había creído que detrás de aquella forma de mirar había algo que Leonard nunca llegaba a decir en voz alta.

—Leonard, ¿qué… qué está pasando aquí?

El viejo le sostuvo la mirada con firmeza, al tiempo que negaba con la cabeza.

—No soy yo quien debe explicárselo.

—¿Quién, entonces?

La expresión en el rostro del mayordomo no varió un ápice. Se apartó ligeramente para permitirles ver el jergón y William y Elizabeth distinguieron un bulto bajo las mantas.

—Yo te daré esa explicación, William.

El joven dio instintivamente un paso hacia atrás, sintiéndose desfallecer. ¡La voz! Aquella voz… ¡No podía ser! Por un instante su mente se nubló y creyó estar dentro de una pesadilla en la que los muertos volvían a la vida… Sí, la voz era la suya, aunque más débil, quebradiza, pero el rostro había cambiado. Al fijarse, William pudo ver que la piel casi había desaparecido por completo, al igual que la mayor parte del cabello, y lo que quedaba de la cara de su padre estaba cubierto por llagas y pústulas. Los ojos que le devolvían la mirada estaban enrojecidos y la expresión en ellos era de profundo cansancio y de un dolor indeleble.

—No te preocupes, no estás viendo un fantasma.

Su hijo pensó que sí, que lo que tenía delante era un auténtico fantasma, una alucinación. No sabía si iba a ser capaz de articular palabra.

—¿Qué hace aquí? —consiguió decir, imaginando toda clase de imposibles respuestas.

—Aquí, en este lecho, es donde he estado viviendo… desde el día de mi muerte.

El muchacho sintió que le fallaban las piernas y buscó una silla para sentarse. El miedo, los nervios y la confusión que le invadían se habían unido para formar en su interior un gélido bloque de hielo.

—¿Por qué, padre?

Aquel
por qué
amalgamaba varios otros: por qué estaba allí, vivo, y no muerto como se suponía; por qué se había escondido del mundo y de su propio hijo; por qué le había ocultado quién era su verdadera madre; por qué había repudiado a Elizabeth; por qué…

Sir Ernest le miró con una extraña intensidad y William esquivó aquellos ojos sin rostro. Había algo en ellos, algo indescifrable que no le permitía soportar su mirada.

—¿Qué quieres saber exactamente?

—Quiero saberlo todo. Lo necesito para poder comprender. ¿Por qué se escondió, incluso de mí, por qué ha permitido que todo el mundo crea que está muerto?

Un sonido que pretendía ser una risa y que fue enseguida solapado por un arranque de tos, brotó de la garganta de sir Ernest.

—¿Me has visto bien? ¿Crees que esto lo elegí yo?

Desde su entrada en la habitación secreta, Elizabeth no se había movido, atónita ante lo que estaba sucediendo. Un escalofrío interminable recorría su cuerpo de arriba abajo. En ese momento hubiera preferido estar sola en el frío de la calle y no allí, con la presencia de aquella especie de muerto viviente y sintiéndose vigilada por el mayordomo, cuya sombra, proyectada en la pared por la luz de la lámpara, se le antojaba la de un ser monstruoso.

Sir Ernest intentó incorporarse en el jergón, y Leonard se apresuró rápidamente a ayudarle.

—No estoy muerto aún, William, pero lo estaré más pronto que tarde. Cuando me rescataron del incendio en la fábrica ya había corrido el rumor de que había fallecido, así que solo aproveché la situación. —Su voz era entrecortada, y en ocasiones casi inaudible.

—No lo entiendo. ¿Lo aprovechó? ¿Quiere eso decir que usted pretendía hacerse pasar por muerto?

—No, al contrario, yo hubiera deseado poder seguir viviendo. Pero no desde luego de esta forma; además, los médicos no pueden disimular su sorpresa porque no haya muerto todavía. No obstante, si se hubiese hecho público que yo había sobrevivido, él habría vuelto a por mí.

—¿Él? ¿A quién se refiere?, ¿quién es él?

—Jeremiah Winston.

William estaba completamente perdido. Intentó descifrar la extraña expresión que se reflejaba en las destrozadas facciones de su padre, pero la lámpara de aceite apenas les iluminaba en ese rincón de la estancia. Estaban envueltos en la penumbra.

—¿Quién diablos es Jeremiah Winston?

Jack

Joseph escuchó con atención lo que William y Elizabeth le contaban. Estaban en su apartamento dentro de las dependencias del hospital, y sobre la mesa había tres tazas de té que ninguno había tocado.

—Ese tal Jeremiah Winston, hace algún tiempo era un joven muy prometedor que parecía tener una especie de varita mágica. Montó un par de negocios que le dieron bastante éxito y cierta fama; por lo visto, por un par de años fue el foco de atención del centro financiero de Londres… hasta que decidió asociarse con la persona equivocada: mi padre.

—¿Tu padre le arruinó?

—No exactamente. Winston buscaba todo tipo de aventuras y se unió al ejército para marchar a Afganistán, allí resultó gravemente herido y a su regreso descubrió que mi padre le había traicionado.

—Y, además —añadió Elizabeth—, su prometida se había casado con otro.

Joseph meditó unos instantes, rascándose el mentón con la mano izquierda. Sus ojos fueron hacia la maqueta que tenía todavía a medio construir en la mesa camilla frente a la ventana, viéndola de repente como una metáfora de la vida de aquel desconocido.

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