La albariza de los juncos (11 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: La albariza de los juncos
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Una fotografía mía de niño con Gary, el pastor alemán que mordió en la pierna al ministro de Comercio del Generalísimo, Manuel Arburúa, que un día vino a La Jaralera invitado por Papá. Mi padre quería un coche de importación, y eso dependía de Arburúa. Aprovechando un viaje del ministro, Papá le invitó a comer y a una tirada a los patos. Ni comió ni tiró a los patos, porque Gary no estaba por la labor. Nada más bajar de su coche oficial, Gary le pegó un bocado en la pantorrilla derecha de tal magnitud que tuvieron que llevárselo a un hospital de Sevilla para recomponerle la pierna. Nos quedamos sin el coche de importación y sin Gary, que desapareció misteriosamente. Para mí, que Papá y Mamá ordenaron que le pusieran una inyección letal, aunque nunca me lo confesaron. La versión oficial es que Gary se perdió en una noche de celo macho, atraído por los efluvios lejanos de una hembra amada. Con lo que le apetecía a Papá tener un Studebaker.

Es la hora de comer. Me dispongo a hacerlo con Mamá. Sería estupendo que los malos humores se le hubieran disipado. Pero lo dudo. La lluvia empeora el ánimo, y está cayendo una tromba de agua sobre La Jaralera. El cielo azabache, el río crecido, los campos inundados, Mamá, de recuerdos tristes y yo sobrecogido por la melancolía de los ayeres sin retorno.

El Vaticano Segundo

En casa, todavía no se han aceptado oficialmente los resultados del Concilio Vaticano Segundo. Los domingos, el capellán oficia la Santa Misa de espaldas, y la dice en latín, como está mandado. Mamá opina que la misa en español es como una conversación sin solemnidad. Doctores tiene la Iglesia, pero para mí, que se equivocaron aprobando tantas modernidades. Si al rito se le priva de su misterio y su pompa, la estética se derrumba.

Los Sotoancho siempre hemos sido muy religiosos. Lo de mi padre era exagerado, y me emociono cuando lo recuerdo. Papá era muy hombre, y quería a Mamá como no se ha inventado todavía, pero su amor no le impedía mantener la picardía y el gusto por las mujeres. A veces no lo podía remediar y se lo gritaba a sí mismo para desahogarse:

—¡Cómo me gustan las mujeres! —exclamaba con su voz cálida y rotunda.

—No digas barbaridades, que luego te tienes que confesar, tarambana —le reprendía Mamá con la risa sofocada por el disimulo.

Porque los diálogos entre Mamá y Papá eran así de divertidos.

Tan estricto era Papá con la moral propia, que cuando se dirigía hacia el altar para comulgar, evitaba marchar detrás de una mujer, por aquello de los malos pensamientos. Y cuando la situación se hacía inevitable, Manolo, el chófer, se colaba entre Papá y la mujer en cuestión para aliviar la imaginación de mi padre de paisajes pecaminosos. Porque el mérito no está en la castidad fácil. Los auténticos santos siempre han padecido de tentaciones, y sólo los que supieron dominarlas, fueron al Cielo sin pasar por el Purgatorio. Y a Papá lo del Purgatorio nunca le hizo ni pizca de gracia, porque ni es chicha ni limoná, y también porque hay llamas que queman muchísimo. Gracias a Manolo, el chófer, Papá pecó menos veces. Tan pocas, que estoy seguro de que no ha pasado por el Purgatorio. Cuando murió mi padre, al bueno de Manolo le regalamos la casa de La Huertilla del Llano, con más de media hectárea de terreno. «Por todos los pecados que, gracias a usted, no cometió el señor marqués difunto», le dijo Mamá el día que le entregó la escritura de propiedad. Y Manolo, como era de familia humilde, lloró una barbaridad del agradecimiento. Todavía vive, y de cuando en cuando nos hace llegar tomates, patatas y lechugas, y por Navidad un pavo, y algún domingo un tocino de cielo maravilloso que hace Ramona, su mujer.

Durante una temporada —corta, a Dios gracias— tuvimos un capellán de los modernos, que no se vestía con propiedad religiosa, que pretendía decir la Santa Misa de frente y que hablaba en los sermones de la igualdad entre los hombres con una insistencia machacona que irritaba mucho a Mamá. «Todos iguales, pero usted ha engordado diez kilos desde que está en casa», le recordaba mi madre en cada desayuno dominical. Porque en casa, después de misa, se desayuna con espectacularidad. Migas con huevos fritos, bollitos de leche, jamón serrano, galletas de mantequilla y cruasanes caseros. Mucha igualdad, mucha solidaridad, mucha realización, mucha misión terrenal, pero se ponía morado.

Cuando se marchó, respiramos. Y nos mandaron a don Ignacio, con el que estamos felices. Porque a don Ignacio tampoco le gustaba el Concilio Vaticano Segundo, y siempre satisface los deseos de Mamá: «En esta casa, señora marquesa, de Trento no pasamos.» Y es verdad.

Don Ignacio vive en la habitación que usaba el cardenal Segura cuando venía a casa. Los aposentos cardenalicios estuvieron cerrados durante muchos años, para que no se escapara el espíritu recto de aquel santo que se nos fue y nos honró con su amistad. Pero don Ignacio se está portando tan admirablemente bien, que Mamá le ha asignado ese rincón bendito de nuestra casa. Y aquí estamos, sin pasar de Trento, con la Misa de espaldas y en latín, y agradeciéndole a Dios la tierra que nos ha encomendado para sembrar, cosechar, montear y tirar a las perdices, y de cuya administración algún día nos pedirá las cuentas.

Londres

La primera vez que fui a Londres tenía trece años. Me gustó una barbaridad. Viajar a Londres en aquellos tiempos no era tan fácil como ahora. En la actualidad hay más españoles en Londres que en Madrid, pero antes era diferente. Sólo íbamos a Londres los de toda la vida, que éramos muy pocos. Mamá siempre ha odiado los aviones, y el trayecto se las traía.

Dormíamos en Madrid. En la estación del Norte cogíamos el Talgo hasta Hendaya. Pasábamos la noche en un hotel precioso de la frontera, nada original de nombre, pues se llamaba Hotel de la Frontière. Al día siguiente, otro tren hasta París, que llegaba a las siete de la tarde. Dormíamos en el Bristol, en plena Faubourg Saint Honoré, y a media mañana, en la Gare du Nord tomábamos un tren, la
fleche d'or
, que nos llevaba hasta Calais-Maritime.

De Calais a Dover, cruzábamos el canal de la Mancha en un
ferry.
Aquella vez lucía el sol en la costa de Inglaterra y los acantilados blancos de Dover parecían cubiertos de sábanas. En Dover nos esperaba otro tren, el
Golden arrow
, que era el preferido de Mamá. Servían un té estupendo y las tres horas de trayecto se hacían cortísimas. En la estación Victoria nos esperaba siempre Mulligan, el representante de nuestros vinos en Inglaterra, que nos llevaba hasta el Hotel Hyde Park. A Mamá no le gustaba Mulligan porque se había enterado —no se sabe cómo— de que en su casa no tenía bidé.

—¿Y a ti qué te importa que Mulligan tenga o no tenga bidé? —le preguntaba Papá exasperado.

—Me importa muchísimo —le respondía Mamá, extremando un gesto de repugnancia. Mamá siempre le saludaba con los guantes puestos, y al llegar al hotel, tiraba los guantes a la basura.

Más que para enterarse de la marcha de la representación, Papá iba a Londres para hacerse trajes y camisas. En Saville Row tenía al sastre, Hutchinson, que hablaba como en la época victoriana. La tienda del camisero estaba en New Bond Street, y se llamaba Hogdson. El padre aún vivía y eran tres hermanos, lo que justificaba que la camisería se llamara Hogdson, Hogdson, Hogdson & Hogdson. El camisero de Papá era el cuarto Hogdson, y se respetaban la jerarquía con absoluta fidelidad. Una tarde, que llamó Papá desde La Jaralera para conocer las causas de un retraso en el envío, se estableció el siguiente diálogo:

—¿Está el señor Hogdson?

—No; está enfermo en casa.

—¿Y el señor Hogdson?

—En este momento no se puede poner porque está atendiendo a un cliente.

—¿Puedo hablar entonces con el señor Hogdson?

—El señor Hogdson disfruta de su día Ubre.

—Pues yo quisiera hablar con el señor Hogdson.

—Soy yo —dijo Hogdson, que era el cuarto Hogdson.

Y Hogdson le informó de que las camisas habían sido enviadas y tenían que estar a punto de llegar.

Papá disfrutaba en Londres como un niño. Mamá, no tanto. A Mamá le aburría ir de tiendas, y además no dominaba el idioma. A pesar de apellidarse Hendings, el inglés no le entraba. Papá lo hablaba como si hubiera estudiado en Eton, y tartamudeaba divinamente. El inglés sólo se puede hablar con tartamudeos controlados, pues de lo contrario, nadie te entiende. Es muy importante también saber reaccionar con el
«I am sorry»
, que hay que decirlo unas setecientas veces al día. Un encontronazo, o un tropiezo en la calle con un inglés se arregla inmediatamente de esta guisa:


I am sorry.

Y él responde:


I am sorry.


Sorry
—repite el infractor.


Sorry
—recalca la víctima.

Y no pasa nada.

A los museos, nunca. Mamá decía que una gran mayoría de lo que se mostraba en los museos de Londres era parte del botín del pirata Drake, que nos robaba todo lo que los españoles robábamos de América. Esto último no lo dice Mamá, lo apunto yo bajo mi estricta responsabilidad.

Y a la semana nos volvíamos. La vuelta era igual que la ida, con una excepción. Mulligan despedía a Mamá en la estación Victoria, y Mamá tiraba los guantes por la ventanilla del tren. «O despides a Mulligan o nos arruinamos en guantes», le protestaba a Papá.

Pero a Papá lo que le importaba eran las camisas y los trajes, y mantuvo a Mulligan en su puesto a pesar de no tener bidé en su casa. Y yo, sinceramente, creo que acertó.

La tía misionera

Como en casi todas las familias conocidas, en la nuestra también tenemos una parienta religiosa, misionera en Perú. La tía Bibiana Hendings es la prima más joven de Mamá y lleva en Perú más de treinta años. Al principio estuvo destinada en Chachapoyas, y después en una aldea de Loreto, entre Iquitos y el río Putumayo, un afluente del Amazonas.

Allí, en plena selva, la tía Bibi es feliz y a lo largo de su vida ha convencido a muchísimos indígenas de que es mucho más decente ser cristianos que ir desnudos de un lado a otro con una cerbatana.

El Putumayo es un río rico en pescados y en su zona hay jaguares, lo que da a entender la peligrosidad de su misión. Pero ella, que tiene el carácter muy Hendings —fuerte como el de Mamá-, dice con mucha gracia que los jaguares —allí los llaman tigres-, no le asustan nada. La tía Bibi siempre ha sido muy graciosa, y en la misión la conocen como sor Piraña, porque está en todas partes y cuando se enfada no hay quien pueda con ella. A Mamá le encanta que esté destinada en Loreto, porque lo de Chachapoyas le parecía una ordinariez.

Después de veinte años, la tía Bibiana ha vuelto a España para unas cortas vacaciones. Ayer estuvo en casa y su presencia nos produjo una enorme decepción. Mamá creía que iba a venir de monja misionera, con su hábito blanco y reluciente, y llegó vestida de señora mayor. A Mamá, que una misionera no vaya de blanco le cae fatal, y así se lo hizo ver a la tía Bibi, que será buenísima y muy caritativa con los yamomamis pero con Mamá fue cruel: «Te he encontrado hecha una pasa, Cristina.» Y Mamá se derrumbó un bastante.

La verdad es que ella se conserva muy bien, porque el clima de la selva es muy beneficioso y los frutos tropicales son muy buenos para la salud. Pero no tiene derecho a humillar a Mamá, que lo único que le dijo fue «qué pena, Bibiana, que te hayas dejado el hábito en la misión».

Pero lo peor vino luego, cuando la tía, que siempre ha tenido las ideas muy claras y respetables, se puso a criticar a los ricos que no reparten sus bienes entre los necesitados. Mamá la escuchaba como un tucán cuando oye el zumbido de una mosca y todavía no ha visto a la mosca. El tucán se yergue, alza su pico, se concentra y queda paralizado hasta que la mosca aparece. Entonces, inesperadamente, ataca. Pues Mamá estaba como el tucán, pero sin reflejos para atacar.

Tía Bibiana nos dijo que nuestra primera obligación era la de entregarle un donativo para su misión. Cuando Mamá le preguntó cuánto dinero, tía Bibiana le respondió: «En conciencia, lo mismo que te gastas todos los años en tonterías.» Mamá, que no se gasta nada en tonterías, abandonó su estupor de tucán y adoptó la expresión del somormujo, un ave acuática que estira mucho el cuello cuando adivina la presencia de un pez en su entorno. Tía Bibiana seguía con la murga: «La caridad no consiste en dejar mil pesetas en el cepillo de la iglesia cada domingo (aquí Mamá se relajó un poco porque ella deja quinientas pesetas solamente), sino en dar lo que nos sobra para los demás. Con vuestra fortuna, yo no salgo de aquí con menos de dos millones de pesetas.»

El somormujo levantó el vuelo y su lugar lo ocupó la leona herida. Mamá puso expresión de leona herida. La leona herida miró a su cachorro -ése era yo-, para que hiciera algo, y en este caso el cachorro no hizo nada porque estaba tan petrificado como la leona. Pero lo inevitable y presumible ocurrió: «¡A Chachapoyas!», gritó Mamá imperativamente mientras le señalaba a la tía Bibiana el rumbo a tomar. Pero tía Bibiana es mucha mujer, y no le hizo ni puñetero caso.

«Me iré cuando tu hijo, que también está muy estropeado, me firme un talón por dos millones de pesetas.» Miré a Mamá con angustia creciente. Mamá correspondió a mi mirada con ojos de huevo. Tía Bibiana esperaba. Mamá asintió. Con la mano temblona rellené y firmé el cheque. Se lo entregué a la tía Bibiana, ella lo observó, lo introdujo cuidadosamente en su devocionario, miró el reloj, preguntó por el horario de los bancos y al grito de «¡En media hora cierran!», salió disparada de casa camino de Perú. No dio ni las gracias. Es más, en la puerta se volvió hacia Mamá, que aún no había reaccionado, y la despidió de esta manera: «¡Reacciona, lechuza, que pareces una lechuza!»

Y desapareció con nuestros dos millones. Menos mal que este año se nos ha dado bien la remolacha.

El calabozo

Para que unas memorias tengan credibilidad es imprescindible narrar los momentos malos, los episodios que uno querría olvidar para siempre. Hoy emborrono estas cuartillas con la conciencia limpia y el terror aún enroscado en la totalidad de mi cuerpo. Porque yo, y ya es hora de proclamarlo, también fui perseguido y encarcelado por el franquismo, aunque Mamá me tenga prohibido recordarlo y reconocerlo. Como hijo, es mi deber obedecer a Mamá, pero como historiador, no tengo más remedio que ser un fiel notario de mis aconteceres. Lo que me dispongo a escribir tiene una gran importancia histórica, y lo hago con orgullo y sin resentimiento.

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