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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (21 page)

BOOK: La abuela Lola
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Intrigado, Sebastian dejó caer su cartera junto a la puerta y se abrió paso hasta la cocina, despejando el caminillo por donde pasaba. Se subió al taburete con escalerilla, que se encontraba exactamente donde él lo había dejado el día anterior, y apoyó los codos sobre la encimera. Tras secarse las manos en el delantal, Lola contempló a su nieto con curiosidad, como si estuviera evaluando si estaba o no preparado para lo que le iba a relatar.

—Me he dado cuenta de que te he contado muchas cosas sobre Puerto Rico —comenzó—, pero ¿alguna vez te había dicho que hay más mujeres hermosas en la isla que en ningún otro lugar del mundo?

—No, abuela, nunca me lo habías dicho —le respondió Sebastian.

Lola asintió con la cabeza moviendo su colorada melena.

—Es como si Dios hubiera decidido guardar sus joyas más preciosas en un hermoso cajetín, pero para aquellas de nosotras que no éramos tan afortunadas eso representaba un desafío bastante grande. Verás, yo comprendí muy pronto en la vida que si quería encontrar un marido decente tendría que depender de otra cosa más allá de la belleza. Puede que Dios no me hubiera concedido una voluptuosa figura, pero me había dado otra cualidad —aclaró, señalándose la cabeza y sonriendo—. Me había concedido una mente incansable. Y eso es algo aún más poderoso que la belleza, porque no solo permite que la mujer encuentre el amor, sino que consiga conservarlo.

Sebastian observó a su abuela con una expresión ligeramente desconcertada. No estaba muy seguro de a qué se estaba refiriendo, pero lo que tenía claro era que quería escuchar el resto de su historia.

—Es igual —dijo Lola, comprendiendo que debía continuar—. Nunca había esperado que me estrechara entre sus brazos un guapo príncipe azul y me llevara a su castillo en el aire. Era demasiado práctica como para creer en ese tipo de disparates de cuento de hadas. Lo único que deseaba era un hombre honrado y trabajador que me tratara bien y cuidara de mis hijos. Pero la primera vez que puse los ojos sobre tu abuelo en la plaza del pueblo y vi su hermoso rostro moreno y su cuerpo fornido, no pude evitarlo: por primera vez en mi vida comencé a creer en los cuentos de hadas. —Lola profirió una risita—. Eso también será lo que el amor haga contigo, Sebastian. Te hará creer que puedes volar si agitas los brazos o que eres capaz de respirar bajo el agua si te concentras lo suficiente. Es un sentimiento extraordinario, pero, en mi caso, también suponía un problema, porque muchas jóvenes muy hermosas también se habían fijado en tu abuelo. En todas las reuniones del pueblo flirteaban con él, exhibiéndose desvergonzadamente ante él y compitiendo por su atención siempre que se les presentaba la oportunidad.

»Pero yo no me desanimé. Mientras ellas flirteaban, yo me apartaba, contemplando y esperando. Estudié su comportamiento, lo que le hacía sonreír o enfadarse, quiénes eran sus amigos y con quién evitaba relacionarse. En muy poco tiempo, me sabía de memoria la mayoría de las cosas que le gustaban y le disgustaban, y pronto me enteré de que su plato favorito desde que era niño era el arroz sazonado y de que estaba totalmente convencido de que nadie podía prepararlo mejor que su propia madre.

»No perdí ni un minuto e inmediatamente me puse manos a la obra para perfeccionar mi receta. Durante semanas, experimenté con una gama de distintas verduras y carnes, e innumerables condimentos para darle al plato el sabor perfecto. Cuando terminé, no hubo ni una sola persona que no dijera que aquel era el mejor arroz sazonado que habían probado en su vida y, en el fondo de mi corazón, supe que si Ramiro lo probaba, tal vez tendría alguna oportunidad con él. Aun así, no podía ponerme delante de él con un plato de arroz sin más y obligarle a comérselo. Tendría que esperar la ocasión adecuada y, si estábamos hechos el uno para el otro, yo sabía que acabaría por presentarse. Esperé durante más de un año y, cuando ya estaba empezando a pensar que quizá no sucedería, un día se presentó la oportunidad perfecta.

»La madre de Ramiro se puso enferma, y en nuestro vecindario era costumbre llevarles comida a los vecinos hasta que la señora de la casa se hubiera recuperado. Como puedes imaginarte, muchas jóvenes estaban deseosas de impresionar al hijo con sus platos caseros. Llegaban a la casa y le dejaban sus creaciones a quien abriera la puerta. Si era Ramiro el que contestaba, intercambiaban con él unas cuantas bromas durante varios minutos, seduciéndolo con su belleza antes de entregarle la comida.

»Pero unos cuantos minutos no serían suficientes ni de lejos para que tu abuelo comprendiera que él y yo estábamos hechos el uno para el otro, así que pensé largo y tendido qué hacer. Me costó muchísimo decidir qué ponerme y cómo peinarme. Finalmente, me decanté por un vestido rojo de mi hermana, con el que daba la sensación de que, al menos, tenía un poco de carne en los huesos, y me peiné el cabello en un moño alto. Me sentaba bien a la cara, pero, sobre todo, quería evitar el riesgo de que se me cayera algún pelo en la comida. Cuando por fin llegó mi turno, me presenté ante la puerta de casa de tu abuelo con una bolsa de ingredientes crudos y le expliqué que le llevaba arroz sazonado, pero que como más delicioso estaba, era cuando se comía inmediatamente, así que tendría que preparárselo allí y en aquel momento. Ansioso por disfrutar de su plato favorito, me invitó a pasar a la cocina de su madre sin necesidad de más explicaciones.

»—Te conozco de vista —comentó Ramiro—, pero se me ha olvidado tu nombre.

»—¡Oh! ¿En serio? ¡Qué desastre! —respondí yo frunciendo el ceño, pero sin decirle cómo me llamaba.

»—¿No me lo vas a decir? —me preguntó, y me sonrió de tal manera que me temblaron las rodillas, aunque conseguí mantener la compostura.

»—Te lo diré una vez que hayas comido y ni un minuto antes.

»—¿Y eso por qué?

»—Porque una vez que pruebes el mejor arroz sazonado de toda tu vida, nunca olvidarás el nombre de la mujer que te lo preparó.

»—¡Vaya! —me respondió él—, ahora ya no solo tengo hambre, sino también curiosidad.

»Me puse manos a la obra y, mientras tanto, Ramiro me contemplaba y me preguntaba muchas cosas sobre mi familia y mi vida, tratando de tenderme trampas para que le dijera mi nombre, pero yo era demasiado lista, cosa que le hizo sonreír todo el tiempo. Si sentía curiosidad cuando empecé a cocinar, ahora estaba totalmente fascinado. Cuando terminé con los preparativos principales, bajé el fuego al mínimo para que la media hora que le hacía falta al arroz se prolongara a más del doble.

»Finalmente, cuando la comida estaba lista, le serví una generosa ración. El arroz tenía un aspecto hermosísimo, y Ramiro sonrió de oreja a oreja mientras lo admiraba, pero, cuando lo probó, la sonrisa desapareció de sus labios.

»—No has exagerado ni lo más mínimo —me aseguró—. Sin duda, este es el arroz sazonado más delicioso que he probado en toda mi vida. —Adoptó un aspecto algo avergonzado cuando añadió—: Es incluso mejor que el de mi madre.

»—Sabía que te gustaría —le dije mientras él estaba tan absorto en la comida que, después de servirle una segunda ración, conseguí escabullirme sin decirle mi nombre.

»Aquella misma noche, llamaron a la puerta de mi casa. Mi madre me vino a buscar a la parte trasera y me dijo que había un atractivo joven preguntando por mí. Me dio un salto el corazón, pero fui tranquilamente hasta la puerta para recibirlo.

»—¿Acaso me he dejado algo en tu casa? —le pregunté, tratando de adoptar un aire confundido.

»—Sí, una promesa rota —me respondió él—. Y además, gracias a cierta muchacha sin nombre, hoy he comido bastante como para alimentar a tres personas en todo un día. Lo menos que puede hacer esa muchacha es acompañarme hasta la plaza para ayudarme a bajar un poco la comida.

»Admití que se lo debía, y caminamos juntos a primera hora de la noche por el sendero que conducía al pueblo, justo cuando las estrellas comenzaban a despuntar en el cielo. La selva se cernía en torno a nosotros, obligándonos a acercarnos más y más, e inhalábamos el perfume de las flores silvestres mientras escuchábamos el hipido de los coquíes, que para mí sonaban más alegres que nunca. Casi podía ver sus brillantes ojillos escudriñándonos desde debajo de las piedras y las hojas, y no me cabía la menor duda de que nos estaban sonriendo.

»—¿Es cierto que el mío ha sido el mejor arroz sazonado que has comido en tu vida? —le pregunté.

»—Sin duda alguna, lo ha sido.

»—Pues si te ha gustado mi arroz sazonado —le dije—, pensarás que has muerto e ido al cielo cuando pruebes mi guiso de carne.

»—Ya me siento como si estuviera en el cielo —respondió él cogiéndome de la mano, y a partir de aquel día, fue mío para siempre.

Mientras Lola contaba su historia, Sebastian intentaba imaginársela de jovencita, y se parecía un poquito a Kelly Taylor. También le echaba de vez en cuando alguna mirada al serio retrato de su abuelo colgado de la pared. Estaba claro que no parecía el tipo de hombre que se dejaría conquistar por un simple plato de comida.

—¿Y todo eso pasó por un poco de arroz? —le preguntó Sebastian.

—No era un arroz cualquiera —le respondió Lola—. Era el arroz más increíble de la isla, quizá incluso del mundo entero.

—¡Yo quiero probarlo! —afirmó el niño, repentinamente ansioso por experimentar lo que su abuelo había encontrado tan delicioso como para cambiarle la vida.

—Muy bien —asintió Lola—. Pero entonces tienes que hacer exactamente lo que yo te diga.

Lola echó una buena cantidad de tocino cortado en trozos gruesos en la olla y le indicó a Sebastian que removiera constantemente mientras se cocía. A medida que hacía lo que su abuela le había pedido, ella añadió cebollas, pimientos y ajo, todo ello picado muy fino, a la grasa que soltaba el tocino, además de una pizca de especias. A medida que los trocitos multicolores de verduras y carne comenzaron a calentarse y a chisporrotear, Sebastian inhaló el penetrante aroma y notó la embriagadora magia en el aire. Se imaginó a su abuelo cuando era un atractivo joven, inclinado sobre la encimera e inhalando aquel mismo aroma, mientras contemplaba a su novia combinando hábilmente los ingredientes como si estuviera organizando su futuro en común.

Una vez que esos ingredientes iniciales se cocieron correctamente y empezaron a dorarse, Lola añadió tomates frescos, alcaparras, pollo cortado en trocitos, una buena cantidad de caldo de carne y tres tazas llenas hasta arriba de arroz blanco. Inmediatamente, el chisporroteo se detuvo y la densa y turbia mezcla adquirió una hermosa tonalidad dorada. Cuando empezó a hervir, Lola comenzó a removerla, a medida que un brillo divino se formaba en la parte superior. Sebastian estaba deseando meter la cuchara, moverlo y probarlo y repetir esa operación varias veces más.

—Ahora tenemos que dejar que se haga solo —anunció Lola—. No podemos tocarlo más de una vez o, de lo contrario, perturbaremos la naturaleza intrínseca del plato. Ya hemos añadido los ingredientes adecuados y hemos plantado el escenario. Ellos saben lo que tienen que hacer a partir de ahora.

Sebastian se bajó del taburete y, solo entonces, se acordó de lo que había estado preocupándole todo el día. La expresión de Lola seguía siendo plácida y, a mitad de la nerviosa descripción de su nieto de las conversaciones telefónicas que había escuchado la noche anterior en relación con los planes de trasladarla a una residencia de ancianos, su abuela levantó la tapa de la olla para echarle un vistazo al arroz.

—No estoy segura, pero creo que va a salir un buen montón de
pegao
.

—¿Qué quieres decir, abuela?

—Pegao, pegao
—repitió ella emocionada—. Es la mejor parte de cualquier plato de arroz que se precie; se trata de la deliciosa costra que se queda pegada a la parte inferior de la olla. Ahí es donde se concentra todo lo bueno del plato para formar una combinación de sabores insuperables. Hay quien dice que es incluso mejor que el sexo.

—¡Abuela! —exclamó Sebastian, disgustado porque su abuela no estuviera prestándole la atención adecuada a lo que él le había contado—. Tienes que dejar de hablar sobre el arroz.

—Pero no estoy hablando del arroz. Se trata del
pegao
—aclaró ella, acompañando su afirmación con un gesto de asentimiento—, y te va a encantar.

Antes de que Sebastian pudiera responder, oyeron el repiqueteo familiar de un bastón y el crujido de la puerta de pantalla abriéndose. Se volvieron para ver a Charlie Jones de pie en el umbral, con un ramo de rosas amarillas entre las manos. Sin percatarse del caos que reinaba en la casa, dio unos cuantos pasos temblorosos hacia ellos y se quitó el sombrero.

—Siento llegar tarde, pero se me había perdido esto —comentó levantando el bastón en el aire—. Y he tardado casi una hora en encontrarlo.

—¡Madre mía! ¡No me digas que lo has encontrado metido en la nevera! —exclamó Lola, contemplando el ramo de flores con curiosidad—. Parece que siempre que la gente pierde algo, ¡aparece dentro de la nevera!

—No, esta vez no —respondió el anciano con una sonrisa de orgullo—. Esta vez lo he encontrado en la ducha.

Realmente, daba gusto verle. Charlie Jones no solo se había puesto ropa nueva e iba recién afeitado con su cabello gris cuidadosamente engominado hacia atrás, sino que llevaba una reluciente dentadura nueva.

—¡Bueno, pero mírate! —exclamó Lola—. ¡Tienes un aspecto tan flamante como un penique recién hecho!

Al escuchar aquello, Charlie se irguió.

—¿Notas algo… en particular? —preguntó, ensanchando su sonrisa.

Lola se le acercó un paso y olfateó el aire.

—Pues sí, de hecho, sí. La fragancia a limón de tu colonia es absolutamente encantadora. ¿No estás de acuerdo, Sebastian?

Charlie Jones se volvió para ponerse frente a Sebastian, que no perdió ni un instante en afirmar:

—Además, llevas dientes nuevos.

—¡Es cierto! —le respondió Charlie, palmeándose la rodilla—. ¡Me he hecho con unos piños nuevos!

—En realidad —comentó Lola, haciendo un gesto de desdén con la mano—, no me había dado cuenta, pero claro, tampoco es que antes sonrieras demasiado. ¿Esto significa que vas a reírte más a partir de ahora, Charlie?

—Pues sí, creo que sí —le respondió el anciano, y entonces, para sellar aquella promesa, le entregó a Lola las rosas, que ella aceptó con un gesto elegante y devolviéndole la sonrisa.

—Son preciosas, muchas gracias —ronroneó Lola mientras las metía en el jarrón en el que anteriormente se encontraban los tulipanes de plástico que ella misma había tirado junto con las velas artificiales—. La cena todavía no está lista. ¿Te apetece charlar un rato? —le propuso a Charlie, dirigiéndose a la sala de estar.

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