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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (14 page)

BOOK: Justicia uniforme
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—Quizá sea ésa la única ventaja. Desgraciadamente, al cabo de los dieciocho meses, todos vuelven al nido.

—¿Eso es lo que crees que hará Raffi? —preguntó Brunetti.

—Si en algo vale mi opinión —empezó ella, y Brunetti se preguntó cuándo no había valido—, Raffi no hará el servicio militar. Vale más que se vaya a Australia y se pase dieciocho meses recorriendo el país y trabajando de lavaplatos. Desde luego, así aprenderá cosas más útiles. O que haga el servicio sustitutorio, trabajando de voluntario en un hospital.

—¿Y tú le dejarías ir a Australia solo? ¿Dieciocho meses? ¿A fregar platos?

Paola lo miró y sonrió al ver la expresión de auténtico asombro que él tenía en la cara.

—¿Por quién me tomas, Guido? ¿Por una gallina clueca? No seria fácil dejarlo marchar, ni mucho menos, pero creo que le haría mucho bien independizarse. —Como Brunetti no decía nada, agregó—: Por lo menos, le enseñaría a hacerse la cama.

—Ya se la hace —dijo Brunetti, tomando la frase al pie de la letra.

—Quiero decir, en un sentido más amplio —explicó Paola—. Así comprendería que la vida no se reduce a esta pequeña ciudad con sus pequeños prejuicios y quizá se diera cuenta de que para conseguir lo que quieres tienes que trabajar.

—¿En vez de pedirlo a tus padres?

—Exactamente. O a tus abuelos.

Raras veces había oído Brunetti a Paola expresar, ni veladamente, una crítica de sus padres, por lo que la curiosidad le hizo ahondar en el tema.

—¿Para ti fue demasiado fácil? Me refiero a tu infancia.

—No mucho más fácil que para ti difícil, cariño.

Brunetti, que no estaba seguro de lo que ella había querido decir, iba a preguntárselo cuando se abrió bruscamente la puerta del apartamento y Chiara y Raffi irrumpieron en el corredor, catapultados. Él y Paola se miraron y sonrieron. Ya era hora de almorzar.

Capítulo 13

Como solía ocurrir, el almuerzo en casa, en compañía de su familia, levantó enormemente el ánimo a Brunetti. No hubiera podido precisar si su reacción era distinta de la del animal que vuelve a su guarida: segura, con el calor de la prole que saliva al oler la presa recién muerta que les trae. Cualquiera que fuera la causa, la experiencia lo reconfortaba y le permitía volver al trabajo con nuevas energías para reanudar la caza.

Toda imagen de violencia se borró de su mente cuando entró en el despacho de la
signorina
Elettra y la vio sentada a su mesa, leyendo, con la barbilla apoyada en una mano, cómoda y relajada.

—¿No interrumpo, supongo? —preguntó viendo en los papeles el sello del Ministerio del Interior y, debajo, la franja roja que marcaba los documentos confidenciales.

—Nada de eso, comisario —dijo ella, guardando los papeles en una carpeta con movimiento indolente, con lo que despertó el interés de Brunetti.

—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó él mirándola a los ojos y evitando leer la etiqueta de la carpeta.

—Por supuesto, comisario —dijo ella. Guardó la carpeta en el cajón de arriba y se acercó un bloc—. ¿De qué se trata? —preguntó, bolígrafo en mano, con una amplia sonrisa.

—¿En la carpeta de la academia hay algo sobre la violación de una muchacha?

El bolígrafo cayó sobre la mesa y la sonrisa se desvaneció. Toda ella se retrajo, pero no dijo nada.

—¿Se encuentra bien,
signorina?
—preguntó él, alarmado.

Ella miró al bolígrafo, lo recogió, puso el capuchón cuidadosamente, lo quitó, miró a Brunetti y sonrió.

—Desde luego, comisario. —Miró el bloc, apoyó la punta del bolígrafo en el papel—. ¿Nombre de la muchacha? ¿Cuándo ocurrió?

—No lo sé —empezó Brunetti—. Ni siquiera estoy seguro de que ocurriera. Debió de ser hace unos ocho años, seguramente, mientras yo estaba en Londres, en un seminario de la policía. Fue en la San Martino. Según el informe original, la muchacha fue violada, al parecer, por más de uno. Pero no se presentaron cargos, y no se habló más del caso.

—¿Y qué desea que busque, comisario?

—No lo sé con exactitud —respondió Brunetti—. Cualquier indicio de lo que pudiera ocurrir, quién era la muchacha, por qué el caso desapareció de los periódicos. Todo lo que encuentre.

Pareció que le llevaba mucho tiempo hacer la anotación; él aguardaba a que terminara. Todavía con el bolígrafo en la mano, ella dijo:

—Si no se presentó denuncia, no es probable que tengamos algo aquí, ¿verdad?

—No; pero quizá encuentre alguna referencia del parte original.

—¿Y si no?

Brunetti estaba sorprendido: normalmente, ella no manifestaba tantas dudas ante una investigación.

—Quizá en los periódicos. Una vez sepa la fecha, claro —dijo.

—Miraré en su carpeta de Personal, para ver cuándo estuvo en Londres, comisario. —Ella levantó la mirada del bloc, con la cara serena.

—Sí, claro —dijo él sin convicción—. Estaré en mi despacho.

Mientras subía la escalera, Brunetti pensaba en lo que había dicho Paola acerca de los militares, tratando de descubrir por qué él no podía decidirse a condenarlos tan rotundamente. Sabía que en parte era a causa de su propia experiencia en el ejército, por breve que hubiera sido, y por el buen recuerdo que guardaba de aquel período de franca camaradería. Quizá no fuera nada más elevado que el espíritu de la partida, reunida en torno a la presa, comentando las incidencias de la cacería, mientras la grasa chisporrotea en el fuego. Pero, si no le engañaba la memoria, su lealtad era para con sus camaradas inmediatos, no para un ideal abstracto de cuerpo o regimiento.

En sus lecturas de relatos históricos, Brunetti había encontrado muchos ejemplos de soldados que morían defendiendo con orgullo la bandera del regimiento o realizando gestas heroicas para salvar el supuesto honor del grupo, pero esos actos siempre le parecían una manera un poco estúpida de malgastar la vida. Desde luego, al leer la narración de los hechos en sí y hasta el texto de las honras militares que se tributaban a los valientes, casi siempre, a título póstumo, Brunetti sentía que se le ensanchaba el corazón ante la nobleza de su conducta, pero, en el fondo, el pragmático sentido común entonaba su antífona, para recordarle que unos muchachos habían sacrificado la vida para defender lo que no era más que un trozo de tela. Intrépidos, sí, y valientes, pero también insensatos hasta la idiotez.

Encontró la mesa cubierta de informes de todas clases, detritus de varios días de falta de atención. Envolviéndose en el sentido del deber, Brunetti dedicó las dos horas siguientes a una ocupación tan fútil como cualquiera de los actos que tanto reprobaba él en aquellos valientes jóvenes. Mientras leía informes de arrestos por robos en domicilios y por las distintas modalidades de delincuencia callejera, observó que los nombres de muchos de los detenidos eran extranjeros y que su edad los eximía de pena. Eso no le preocupaba; lo alarmante era que cada uno de aquellos arrestos suponía otro voto para la derecha. Años atrás, había leído un cuento, seguramente, de un estadounidense, que terminaba con la imagen de un interminable cortejo de pecadores que subían al cielo caminando por un ancho arco. A veces, imaginaba que el mismo cortejo de pecadores caminaba lentamente por el firmamento de la política italiana, pero su destino no era precisamente el paraíso.

Medio idiotizado por el tedio de la tarea, oyó que alguien pronunciaba su nombre desde la puerta y, al levantar la cabeza, vio a Pucetti.

—¿Sí, Pucetti? —dijo llamando con un ademán al joven agente—. Pase. Siéntese. ¿De qué se trata? —preguntó. Al mirar al recién llegado, se sintió impresionado por lo joven que parecía con su bien planchado uniforme; demasiado joven para llevar aquella pistola en la cadera y demasiado inocente para haber aprendido a manejarla.

—Es sobre el chico Moro, señor —dijo Pucetti—. Vine ayer pero usted no estaba.

Sonaba casi como un reproche, algo que Brunetti no estaba acostumbrado a oír de labios de Pucetti. Lo incomodó que el joven se atreviera a hablarle en este tono, pero reprimió el impulso de explicar a Pucetti que no había necesidad de apresurarse. Si se daba la impresión de que la policía trataba el caso de la muerte de Moro como suicidio, quizá la gente se mostrara dispuesta a hablar del chico con mayor libertad; además, él no tenía por qué justificarse ante este muchacho. Esperó un poco más de lo habitual y preguntó simplemente:

—¿Qué hay?

—¿Recuerda el día en que estuvimos hablando con los cadetes? —dijo Pucetti, y el comisario sintió la tentación de preguntarle si se figuraba que había llegado a la edad en la que necesitaba estímulos para que le funcionase la memoria.

—Sí —se limitó a decir Brunetti.

—Ha ocurrido algo extraño, señor. Cuando fuimos a hablar con ellos otra vez, al parecer algunos no sabían ni que hubiera estudiado con ellos en la escuela. La mayoría me dijeron que no lo conocían bien. Hablé con Pellegrini, el que lo encontró, pero no sabía nada. Me dijo que la noche antes había bebido mucho y se acostó alrededor de la medianoche. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Pucetti informó—: Sí; había estado en una fiesta, en casa de un amigo, en Dorsoduro. Cuando le pregunté cómo había entrado, me dijo que tenía llave del
portone.
Que había pagado al
portiere
veinte euros por ella y, por la manera de decirlo, daba la impresión de que cualquiera podía comprarla. —Hizo una pausa, por si Brunetti tenía alguna pregunta, y prosiguió—: Hablé con el compañero de cuarto, que dijo que era verdad y que Pellegrini lo había despertado al llegar. Pellegrini explicó que se había levantado a eso de las seis a beber agua y que entonces encontró a Moro.

—Pero no fue él quien llamó, ¿verdad?

—¿El que nos llamó a nosotros, quiere decir?

—Sí.

—No, señor: fue un conserje. Dijo que al entrar a trabajar oyó un tumulto en los aseos y, al ver lo sucedido, nos llamó.

—Más de una hora después de que Pellegrini encontrara el cuerpo —dijo Brunetti, como pensando en voz alta. En vista de que Pucetti callaba, le instó—: ¿Qué más? Siga. ¿Qué más dijeron de Moro?

—Todo está aquí, señor —dijo el agente, poniendo una carpeta en la mesa de Brunetti. Pareció sopesar lo que iba a decir—: Ya sé que parece extraño, pero da la impresión de que a la mayoría no les importa. No como nos importaría a nosotros o a cualquiera, si le pasara una cosa así a un conocido o a un compañero de trabajo. —Reflexionó y agregó—: Daba un poco de tristeza, su manera de hablar, como si no lo conocieran. Si vivían allí juntos, si iban a clase juntos, ¿cómo no habían de conocerlo? —Al oírse levantar la voz, Pucetti se obligó a calmarse—. De todos modos, uno me dijo que un par de días antes había tenido una clase con Moro y que por la noche y al día siguiente habían estado estudiando juntos, preparando un examen.

—¿Cuándo era el examen?

—Al día siguiente.

—¿Al día siguiente de qué? ¿De la muerte?

—Sí, señor.

La conclusión de Brunetti fue terminante, pero aun así preguntó a Pucetti:

—¿A usted qué le parece?

Era evidente que el agente se había preparado para esa pregunta, porque su respuesta fue inmediata.

—La gente se suicida, bueno, por lo menos, eso me parece a mí, se suicida, quizá, después de un examen, si el resultado es malo. Por lo menos, eso haría yo —dijo, y agregó—: aunque yo nunca me mataría por un estúpido examen.

—¿Por qué se suicidaría usted, Pucetti?

El agente miró a su superior con ojos de búho.

—Pues, me parece que por nada. ¿Y usted, señor?

Brunetti rechazó la idea con un ademán.

—Por nada, desde luego. Aunque supongo que eso nunca se sabe. —Tenía amigos que estaban suicidándose con el estrés, el tabaco o el alcohol, y algunos tenían hijos que se suicidaban con la droga, pero no recordaba a nadie, por lo menos, en este momento, a quien considerase capaz de darse la muerte deliberadamente. Pero quizá ésta sea la razón por la que un suicidio cae siempre como un rayo: el que se suicida es siempre aquel de quien menos sospecharías semejante acto.

Su atención volvió a Pucetti sólo a tiempo de captar el final de lo que decía:

—…para ir a esquiar este invierno.

—¿El joven Moro? —preguntó Brunetti, disimulando su distracción.

—Sí, señor. Y ese chico dijo que a Moro le ilusionaba, que le encantaba esquiar. —Calló esperando algún comentario de su superior y, en vista de que no llegaba, prosiguió—: Parecía realmente afectado.

—¿Quién? ¿Ese chico?

—¿Sí.

—¿Por qué?

Pucetti lo miró con extrañeza, sorprendido de que Brunetti no lo hubiera deducido.

—Porque, si no se mató él, alguien tuvo que matarlo.

Al ver la mirada de complacencia con que Brunetti lo escuchaba, Pucetti empezó a sospechar, no sin cierta desazón, que quizá su superior sí lo había deducido.

Capítulo 14

En días sucesivos, la atención de Brunetti tuvo que desviarse de la familia Moro y sus desgracias para concentrarse en el
Casinò.
En esta ocasión, no se pidió a la policía que investigara las frecuentes y refinadas formas de fraude practicadas por jugadores y crupieres sino las acusaciones formuladas contra la administración del casino por enriquecerse a costa del erario público. Brunetti era uno de los pocos venecianos que recordaban que el
Casinò
pertenecía a la ciudad y, por consiguiente, era consciente de que cualquier apropiación indebida o malversación de las ganancias del
Casinò
era una detracción de los fondos destinados a la ayuda a viudas y huérfanos. Que personas que pasan la vida entre apostadores y tahúres roben no era una sorpresa para Brunetti, lo que a veces lo asombraba era el descaro con que actuaban, porque, al parecer, todos los servicios accesorios del
Casinò
—banquetes, fiestas particulares, incluso el bar— habían ido siendo transferidos discretamente a una empresa que estaba administrada por el hermano del director.

Como hubo que traer a detectives de otras ciudades, para que no fueran reconocidos cuando acudieran al
Casinò
haciéndose pasar por jugadores, y encontrar a empleados dispuestos a declarar contra sus jefes y compañeros, hasta el momento, la investigación había sido lenta y complicada. Brunetti se encontró implicado en ella a expensas de otros casos, incluido el de Ernesto Moro, en el que seguían acumulándose los indicios que abonaban la tesis del suicidio: ni el informe del laboratorio con el análisis de la cabina de la ducha y la habitación del muchacho contenía dato alguno que pudiera esgrimirse para justificar sospechas sobre la causa de la muerte, ni las declaraciones de alumnos y profesores revelaban una opinión que no fuera la del suicidio. Brunetti, aunque no se dejaba convencer por la falta de indicios verosímiles que apoyaran su idea, recordaba las veces en las que su impaciencia había perjudicado la investigación. Así pues, paciencia y calma eran el lema que se había impuesto.

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