Miró de nuevo la pistola.
«Nunca he disparado a un objetivo en la vida real», pensó.
Recordaba el frío y la neblina de las calles de Newark.
No había sido como ella lo imaginaba. Ni siquiera había sabido que entonces estaba en medio de una acción real. Los viandantes, las miradas y los gestos amenazadores, la inútil persecución por las calles. Por primera vez había sido de verdad para ella. Apretó los dientes y se prometió que no volvería a fallar.
Dejó el arma sobre la cama y alcanzó el teléfono. Michael Weiss contestó al tercer tono.
—¡Eh, Andy! —exclamó—. Vaya, me alegra saber de ti. ¿Cómo han ido las cosas por ahí? ¿Qué ha pasado con tu chico malo?
—Yo tenía razón —respondió Shaeffer—. Ese tipo está como un cencerro. Tengo que ayudar a este poli de Escambia con un arresto, luego volveré a casa.
Notó que Weiss estaba asimilando su enigmática explicación. Antes de que él pudiera replicar, agregó:
—Estoy en Florida. Puedo llegar a Starke mañana, ¿de acuerdo? Allí te pondré al corriente.
—Está bien —respondió él—. Pero no pierdas más tiempo. Por cierto, adivinas qué he encontrado.
—¿El arma del crimen?
—No he tenido tanta suerte. Pero adivina quién realizó doce llamadas de teléfono a su hermano de los cayos durante el mes previo a los asesinatos. Y adivina de quién era el todoterreno nuevecito al que multaron por exceso de velocidad en la 1-95, a las afueras de Miami, veinticuatro horas antes de que el señor periodista hallara los cuerpos.
—¿Del bueno del sargento?
—Bingo. Mañana veré al concesionario. Tengo que averiguar exactamente cómo compró ese cuatro por cuatro nuevo, rojo. Con neumáticos gruesos y una barra de luces. Ya sabes, un Ferrari de paleto sureño. —Soltó una risita—. Venga, Andy, yo ya he recabado toda la información. Ahora necesito tu famosa técnica de interrogatorio implacable para acorralar a ese tipo. Es el hombre que buscamos. Lo presiento.
—Iré mañana —dijo ella.
Colgó. Sus ojos se posaron en el arma, que yacía en la cama a su lado. Dejó la mente en blanco, cogió la pistola y, protegiéndola entre sus manos, se tumbó en la cama y se quitó los zapatos, aunque no la ropa. Se dijo que necesitaba dormir un rato y cerró los ojos, sin soltar la pistola, ligeramente indignada con Cowart por haber puesto de relieve la verdad: ella seguiría implicada hasta el final.
Cowart se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando al teléfono, como si esperara que fuera a sonar. Finalmente cogió el auricular. Pulsó el ocho para establecer una comunicación de larga distancia, luego comenzó a marcar el número de su ex mujer y su hija en Tampa. Pulsó nueve de los once dígitos y se detuvo.
No se le ocurría nada que decir. No tenía nada que añadir a lo que les había contado de madrugada. Y no quería enterarse de que habían desoído su advertencia y continuaban desprotegidas y expuestas al peligro en su lujosa casa de urbanización. Era preferible imaginar a su hija descansando a buen recaudo en Michigan. Desconectó la línea, volvió a pulsar el ocho y marcó el número de la centralita del Miami Journal. Necesitaba hablar con alguien del periódico.
—
Miami Journal
—contestó una voz de mujer.
Cowart guardó silencio.
—
Miami Journal
—repitió la mujer con cierta impaciencia—. ¿Oiga?
La operadora colgó y Cowart se quedó sosteniendo el auricular. Pensó en Vernon Hawkins y deseó poder telefonear al cielo. «O tal vez al infierno —se dijo—. ¿Qué me aconsejaría Hawkins? Sin duda que lo arreglara y luego continuara con mi vida.» Aquel viejo detective no tenía tiempo para tonterías.
Volvió a mirar el auricular. Mientras sacudía la cabeza, como resistiéndose a cumplir una orden que no había recibido, se lo llevó al oído y marcó el número de la recepción.
—Soy Cowart, de la ciento uno. Querría que me llamaran a las cinco para despertarme.
—Sí, señor. Tiene usted que madrugar.
—Así es.
—Habitación ciento uno a las cinco. Descuide, señor.
Colgó y se tumbó en la cama. Le pareció un mal chiste que la única persona en el mundo con la que se le ocurría hablar fuera el recepcionista de un anodino motel. Cerró los ojos y se dispuso a esperar a que llegara la hora de levantarse.
La noche envolvió al teniente Brown como un traje que no se ajusta a la talla. Un calor suave y húmedo anegaba el aire oscuro. Ráfagas ocasionales de luz surcaban el cielo distante, como si hubiera estallado una tormenta en el Golfo, a kilómetros de distancia, más allá de la costa de Pensacola. Daba la impresión de que se estaban librando batallas a lo lejos. Pachoula, sin embargo, continuaba tranquila, ajena a las colosales fuerzas que se batían en las cercanías. Volvió a centrar su atención en la silenciosa calle por la que circulaba. A la derecha vio la escuela, un edificio bajo y poco atractivo, a la espera de la transfusión de niños que le devolvería la vida. Escuchó crujir la suspensión del coche a medida que avanzaba y se detuvo un instante bajo el sauce, volviendo la mirada atrás para contemplar la escuela.
«Aquí comenzó todo. Fue exactamente aquí donde ella se subió al coche. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no vio el peligro y echó a correr hasta ponerse a salvo? ¿Ni siquiera gritó pidiendo ayuda?»
Era la edad, él lo sabía, pasaba lo mismo con su propia hija. Era lo bastante mayor para estar expuesta a todos los horrores del mundo, pero demasiado pequeña para saber reconocerlos. Pensó en cuántas veces se había planteado contarles a su hija y a Joanie Shriver la verdad sobre los peligros que acechaban a todas horas. Pero en todas las ocasiones había preferido tragarse los horrores que resonaban en su cabeza para que las niñas tuviesen un día más, una hora más, unos minutos más de inocencia y de la libertad que aquélla conlleva.
«Uno pierde algo cuando sabe estas cosas», pensó.
Recordó la primera vez que alguien lo había llamado «negro» y la lección que había aprendido aquel día. Fue a los cinco años y volvió a casa llorando. Su madre lo consoló y consiguió que se le pasara el disgusto, pero no pudo asegurarle que no volvería a suceder. En aquel momento Brown supo que había perdido algo. «Lo que uno aprende sobre el mal lo aprende despacio, pero para siempre —pensó—. Los prejuicios. El odio. La compulsión. El asesinato. Cada lección te arranca un trocito de la esperanza de la juventud.»
Puso el coche en marcha y recorrió unas manzanas hasta la casa de los Shriver. Había luz en la cocina y el salón y, por un instante, consideró la posibilidad de llamar a la puerta. Sería bienvenido, no lo dudaba. Le ofrecerían un café, tal vez algo de cena. «Pero antes éramos amigos. Ahora no soy más que alguien que evoca recuerdos terribles.» Le ofrecerían asiento en el salón y esperarían educadamente a que les explicara el motivo de su visita y él se vería forzado a inventarse algo que sonara más o menos oficial. No sería capaz de contarles nada de lo que estaba sucediendo. Y al final ellos hablarían sobre su hija y dirían que echaban de menos a la de Brown, la amiga de Joanie, porque ya no pasaba nunca por allí. Escuchar aquello le resultaría muy duro.
Se quedó contemplando la casa hasta que las luces se apagaron y se fueron a la cama, a dormir, fuera como fuese el sueño que los Shriver lograran conciliar.
Brown tenía una extraña sensación de invisibilidad, como si el color de su piel se fundiese con la noche. Tuvo un horrible y fugaz pensamiento: que Ferguson sintiera lo mismo al deslizarse en la oscuridad, dejando que lo camuflara. «¿Es así como se siente?», se preguntó. No supo responderse.
Recorrió las calles que conocía desde la infancia, calles que susurraban sobre la edad y la continuidad, antes de toparse con las recientes urbanizaciones residenciales, que hablaban de cambio y futuro. Sintió la textura de la ciudad casi como un granjero cuando remueve la tierra. De pronto se encontró en su propia calle; vislumbró un coche patrulla aparcado a media manzana y se detuvo detrás.
El agente uniformado se apeó inmediatamente; llevaba la pistola en una mano y en la otra una linterna con la que alumbró hacia el coche de Brown.
Él bajó.
—Soy yo, el teniente Brown —se identificó.
El joven agente se acercó.
—Dios mío, teniente, me ha dado un susto de muerte.
—Lo siento. Sólo quería echar una ojeada.
—¿Va a quedarse, señor? ¿Quiere que me vaya?
—No. Quédese. Yo tengo otros asuntos que atender.
—De acuerdo.
—¿Alguna novedad?
—No, señor. Bueno, sí, una cosa, pero lo más seguro es que no fuera nada. Un Ford oscuro último modelo. Matrícula de otro estado. Pasó dos veces por aquí hace una hora. Muy despacio, como si me estuviera observando. Debería haber tomado nota de la matrícula, pero no me dio tiempo. Pensé en seguirle, pero no ha vuelto a pasar por aquí. Eso es todo. Nada serio.
—¿Vio al conductor?
—No, señor. La primera vez no me llamó la atención. Sólo me fijé cuando pasó de nuevo. Probablemente no hay nada de raro en eso. Alguien que vino a ver a algún familiar y se perdió, seguro que fue algo así.
Tanny Brown miró al joven policía y asintió con la cabeza. No sentía miedo, sólo asumió con frialdad que tal vez la muerte había pasado lentamente por allí.
—Sí. Seguro que fue algo así. Pero esté alerta, ¿entendido?
—Sí, señor. Dentro de media hora vendrán a relevarme. Me aseguraré de informar acerca de ese Ford.
Tanny Brown regresó a su coche. Miró hacia su casa. Las luces estaban apagadas. «Mañana hay cole», pensó. Una oleada de responsabilidades domésticas se le vino encima. Su vida había quedado eclipsada desde que empezó a seguirle la pista a Ferguson. No se sentía culpable por ello; obsesionarse y desatender la normalidad cotidiana formaba parte del trabajo de policía. De pronto se sintió muy agradecido a su padre. Conseguir que las niñas acabasen los deberes, apagaran la maldita televisión sin protestar demasiado y se metiesen en la cama no era tarea fácil.
Por un momento, tuvo ganas de entrar para ver a sus hijas mientras dormían, incluso hablar un momento con el viejo, que probablemente estaría roncando en un sillón de la sala, con los sueños humedecidos en whisky. Su padre solía tomarse uno o dos whiskis cuando las niñas se iban a la cama; ayudaba a mitigar el dolor de la artritis. De vez cuando, Tanny lo acompañaba con una copa; había ocasiones en que él también necesitaba un consuelo para sus propios dolores. Por un instante imaginó que tenía a su difunta mujer a su lado en el coche y sintió ganas de hablar con ella.
«¿Qué le diría? —se preguntó—. Que no lo he hecho del todo mal, pero que ahora necesito arreglar las cosas. Volver a ponerlas en su sitio lo mejor que pueda. Lograr que todo vuelva a ser seguro como antes.»
Asintió con la cabeza y apartó el coche del bordillo. Se alejó atravesando calles conocidas, lugares que le traían recuerdos del pasado. Notaba la presencia de Ferguson como un mal olor que se hubiera quedado impregnado en la ciudad. Se sentía mejor moviéndose de un lado a otro, como si su vigilancia sirviera de protección. Ni siquiera le pasó por la cabeza irse a dormir; recorrió arriba y abajo las calles de su memoria, aguardando a que transcurriera la suficiente noche para ver con claridad y hacer lo que mejor conviniese.
Al principio, la luz del alba parecía reacia a abrirse camino entre las sombras. Desdibujaba las formas, convirtiendo el mundo en un lugar sereno e inquietante. Era todavía de noche cuando Brown pasó por el motel a recoger a Cowart y Shaeffer. Habían recorrido las calles desiertas, dejando atrás farolas y letreros de neón, una tenue iluminación que sólo contribuía a aumentar la inevitable sensación de soledad que acompaña a las primeras horas del día. Adelantaron a unos pocos coches y furgonetas. No se veía a nadie por las aceras. Sólo divisaron unas cuantas personas en la barra de una tienda de donuts; aquél fue el único indicio de que no estaban solos.
Brown conducía muy deprisa, saltándose los
stop
y un par de semáforos en rojo. Al cabo de pocos minutos ya habían atravesado la ciudad y se dirigían a las afueras. Era como si Pachoula hubiera tropezado y se hubiera quedado atrás; como si la tierra se hubiera ido expandiendo hasta rodearlos y arrastrarlos hacia la variada maraña de sauces llorones, grandes zarzamoras retorcidas y extensos pinares. Luces y sombras, verdes apagados, marrones y grises, todo se mezclaba con fluidez; tenían la sensación de adentrarse en un mar de bosque movedizo.
El teniente se desvió de la carretera principal y el coche comenzó a vibrar y dar sacudidas por el camino flanqueado de árboles que llevaba a la cabaña de la anciana Ferguson. A Cowart le suscitó miedo aquella familiaridad, como si hubiera algo terrible y al mismo tiempo tranquilizador en la idea de haber pasado antes por aquel camino.
Trató de imaginarse lo que ocurriría, pero su desasosiego fue aún mayor. Le vino a la cabeza la carta que había recibido muchos meses atrás: «… un crimen que no cometí.» Aferrando el reposabrazos, clavó la mirada al frente.
Desde el asiento trasero, Andrea Shaeffer rompió el mutismo que mantenían.
—Creía que había ido a organizar los refuerzos. No veo a nadie. ¿Qué está pasando aquí?
Brown respondió con tono cortante para evitar más preguntas.
—Pediremos ayuda si la necesitamos.
—¿Y qué me dice de los uniformados? ¿No necesitaríamos unos uniformados?
—No se preocupe, todo irá bien.
—¿Dónde están los refuerzos?
—Están esperando —masculló el teniente.
—¿Dónde?
—Cerca.
—¿Podría mostrarme dónde?
—Desde luego —respondió Brown, y sacó su revólver reglamentario de la pistolera que colgaba al hombro—. Aquí. ¿Satisfecha?
Aquello puso punto final a la conversación. A Shaeffer no la sorprendió que fueran a proceder solos. De hecho, cayó en la cuenta de que ella lo prefería así. Se permitiría el lujo de plantar cara a Ferguson cuando llegaran a la cabaña de la abuela. «Ese capullo creyó que me había asustado. Pensó que yo había salido corriendo —se dijo—. Pues aquí estoy. Y no soy ninguna chiquilla indefensa.» Bajó la mano hasta su pistola. Miró a Cowart, que iba con la mirada al frente completamente absorto, ajeno a todo.
Pensó que nunca volvería a acercarse tanto a la esencia de lo que significaba ser policía como en aquel momento y los que vendrían a continuación. La determinación de aquella búsqueda parecía haber sobrepasado con mucho las consideraciones profesionales, como los derechos y las pruebas, y haber entrado en un terreno completamente distinto. Se preguntó si la proximidad de la muerte siempre desembocaba en la locura, y se respondió: «Por supuesto.»