—Le diré una cosa: Ferguson no me dijo dónde buscar el cuchillo.
—¿Me está diciendo que alguien le dijo dónde encontrar el arma que podría haber causado la muerte a Joanie Shriver?
—Eso es.
—¿Le importaría compartir esta información?
Cowart levantó la vista de sus garabatos.
—Antes dígame una cosa, teniente. Si yo le cuento lo que sé sobre ese cuchillo, ¿reabrirá el caso? ¿Está dispuesto a ir al fiscal del estado? ¿Ponerse en pie ante el juez y declarar que es necesario volver a abrir el caso?
Brown hizo una mueca.
—No puedo hacer una promesa de ese tipo a ciegas. Vamos, Cowart, suéltelo.
El periodista negó con la cabeza.
—Es que no sé si puedo fiarme de usted, teniente. Lo siento.
Tanny Brown pareció enfurecerse.
—Pensaba que entendería una cosa —dijo casi siseando.
—¿Qué cosa?
—Que en esta ciudad el caso de Joanie Shriver permanecerá abierto hasta que su asesino pague por lo que hizo.
—Ésa es la cuestión, ¿no? ¿Quién paga por ello?
—Todos lo estamos pagando. A todas horas. —Dio un puñetazo en la mesa. El estruendo retumbó en el pequeño despacho—. Si tiene algo que decir, ¡dígalo ahora!
Cowart reflexionó un momento y al final respondió:
—Blair Sullivan fue quien me dijo dónde encontrar el cuchillo.
Aquel nombre surtió el efecto esperado. Primero Brown pareció sorprendido, luego frustrado; como un bateador que esperara una bola rápida y viese cómo por el efecto se le cuela por la esquina de la base.
—¿Sullivan? ¿Qué tiene que ver ese cabrón con todo esto?
—Usted debería saberlo. Pasó por Pachoula en mayo de 1987, y en su camino dejó un rosario de cadáveres.
—Lo sé, pero…
—Y él sabía dónde estaba el cuchillo.
Brown se quedó mirándolo fijamente.
—¿Sullivan admitió haber asesinado a Joanie Shriver? —preguntó incrédulo.
—No, no lo admitió.
—¿Le dijo que Ferguson no mató a esa niña?
—No exactamente, pero…
—¿Dijo algo que desmienta expresamente su culpabilidad?
—Sabía lo del cuchillo.
—Sabía que había un cuchillo —precisó Brown—. Pero no si se trata de aquel cuchillo; sin un informe forense, no es más que un trozo de metal oxidado. Vamos, Cowart, usted sabe que Sullivan está como una cabra. ¿Le proporcionó algo que se pudiera considerar, aunque fuera remotamente, una prueba? —Entornó los ojos.
Cowart vio cómo procesaba rápidamente la información, especulando, asimilando, descartando, y entonces pensó: «Demasiado complicado para él. No querrá ni plantearse la posibilidad de haber incurrido en un error. Tiene a su asesino, y con eso se da por satisfecho.» Así pues, dijo:
—Nada.
—Entonces eso no basta para reabrir una investigación que ha resultado en condena.
—Muy bien. Prepárese para leerlo en el periódico. Ya veremos si con eso no basta.
El policía lo fulminó con la mirada y señaló la puerta.
—Váyase, señor Cowart. Váyase ahora mismo. Métase en su coche de alquiler y vuelva al motel. Haga las maletas. Diríjase al aeropuerto, tome un avión y regrese a su ciudad. Y no vuelva por aquí, ¿entendido?
Cowart se irritó.
—¿Me está amenazando?
El detective negó con la cabeza.
—No; le estoy dando un consejo.
—¿Y?
—Hágame caso.
Cowart se levantó de la silla y se quedó mirando fijamente al detective. Los ojos de ambos se enzarzaron en un pulso visual. Cuando el detective por fin le dio la espalda, Cowart se volvió y salió por la puerta, la cerró de un portazo y apretó el paso entre las brillantes luces fluorescentes de la jefatura de policía; los agentes uniformados y otros detectives se hacían a un lado, como si levantara una ola ante sí. Notaba sus ojos sobre la espalda al avanzar por los pasillos, acallando a su paso una docena de conversaciones. Oyó que mascullaban a sus espaldas, que pronunciaban su nombre con desagrado en varias ocasiones. Él no miró alrededor ni alteró el paso. Bajó solo en el ascensor y salió a la calle por las amplias puertas de cristal. Luego se dio media vuelta y levantó la mirada hacia el despacho de Brown. Por un momento lo vio de pie junto a la ventana, observándolo. Una vez más se sostuvieron la mirada. El periodista sacudió ligeramente la cabeza.
Entonces vio que el detective desaparecía de la ventana.
Por un instante Cowart se quedó inmóvil, dejando que la noche lo envolviera. Luego se marchó, caminando despacio al principio y después apretando el paso, hasta marchar enérgicamente por la ciudad, con las palabras que darían vida a su artículo empezando a cobrar forma en su mente.
De regreso en casa, sin embargo, el cansancio acumulado hacía que los vivos se perdieran en sus libretas y los muertos se apoderaran de su imaginación.
Era tarde, pasadas ya las doce, una clara noche de Miami en que el cielo parecía una vasta negrura salpicada de grandes pinceladas sobre un infinito de estrellas titilantes. Necesitaba a alguien con quien compartir su inminente victoria, pero no tenía a nadie. Todos se habían ido, se los habían robado la edad, el divorcio y demasiadas muertes. Necesitaba especialmente a sus padres, pero ya hacía tiempo que lo habían dejado.
Su madre había muerto cuando él no era más que un muchacho. Una mujer tranquila y menuda, de una delgadez huesuda y atlética, que compensaba su abrazo duro y a la vez frágil con una voz suave y casi sensual, muy habilidosa para contar historias. Hija de una época que la había condenado al papel de ama de casa, los había criado a él y a sus hermanos y hermanas siguiendo un interminable ciclo, primero de pañales, biberones y dentición, y luego de rodillas rasguñadas y heridas imaginarias, deberes, entrenamientos de baloncesto, y los esporádicos e inevitables desengaños de adolescencia.
Había tenido una muerte rápida a las puertas de la vejez. Cáncer de colon inoperable. Cinco semanas, una progresión mágica y continua de la vida a la muerte, marcada por una piel día a día más amarillenta y una voz y un andar cada vez más débiles. Su padre había muerto justo después de ella, lo cual resultaba extraño. Cuando Cowart se hizo mayor, llegó a enterarse de las escandalosas infidelidades de su padre, siempre fugaces y mal disimuladas. En retrospectiva parecían menos desgraciadas que su aventura con el periódico, la cual le había robado tiempo y entusiasmo para estar con su familia. Así que, cuando después del funeral de la madre, el padre había dedicado seis obsesivos meses de interminables semanas al trabajo, sólo para anunciar acto seguido que se jubilaría anticipadamente, todos los hijos se llevaron una sorpresa.
Habían mantenido largas conversaciones telefónicas, en las que él ponía su decisión en entredicho y se preguntaba qué haría, flotando él solo en un enorme y mudo vacío, recordando su hogar aburguesado y la proximidad de sus jóvenes hijos, a quienes su presencia había resultado inusual y posiblemente incómoda. Matthew era el menor de seis hermanos —dos profesores, un abogado, un médico, un artista y él mismo— dispersos a lo largo y ancho del país; sin embargo, ninguno de ellos se encontraba lo bastante cerca para ayudar a su padre, que había envejecido de repente. Todos habían obviado la realidad. Acabó disparándose un pistoletazo en su aniversario de boda.
«Debería habérmelo imaginado —pensó Cowart—. Debería haberme adelantado a los acontecimientos.» Su padre lo había llamado por teléfono dos noches antes. Habían conversado vagamente y con cautela sobre noticias y cobertura informativa. Su padre le había dicho: «Recuerda: no son los hechos lo que quieren, sino la verdad.» Pocas veces había dicho algo así a su hijo, pero cuando Cowart procuró que continuara hablando, se despidió con brusquedad.
La policía lo había encontrado sentado en su escritorio, con un pequeño revólver en una mano, una herida de bala en la frente y una fotografía de su esposa en el regazo. Mathew, el eterno periodista, pidió a los policías que le describieran la escena con todo lujo de detalles; una vez conocidos, jamás lograría olvidarlos, y despojarían a la muerte de su halo trágico: su padre llevaba unas gastadas zapatillas rojas y un traje de ejecutivo azul con una corbata floreada que su esposa le había regalado con ocasión de algún día del Padre; un ejemplar de la edición de aquel día, con notas escritas en rojo, estaba abierto sobre la mesa, delante de él, al lado de un refresco bajo en calorías y medio sándwich de queso. Había recordado extender un cheque a la señora de la limpieza y dejarlo sujeto con cinta adhesiva a su antigua lámpara verde oscuro. Había media docena de papeles arrugados que su padre había arrojado al suelo y habían quedado esparcidos alrededor de la silla; todos eran notas empezadas y nunca terminadas dirigidas a sus hijos.
El cielo estaba estrellado.
«Yo era el menor —pensó—. El único que siguió sus pasos en la profesión. Pensaba que eso nos acercaría, que podría mejorar las cosas, que él se sentiría orgulloso… o celoso.» En cambio, se había vuelto más distante.
Pensó en la sonrisa de su madre. La de su hija se la recordaba. «Y he dejado que mi esposa se la llevara sin apenas rechistar.» Aquel pensamiento le produjo una repentina sensación de vacío, que enseguida se llenó con el recuerdo dantesco de las fotografías de la pequeña Joanie Shriver en la escena del crimen.
Bajó la cabeza y contempló la calle. A lo lejos, vio que el bulevar resplandecía con la luz amarillenta de las farolas y los faros de los coches al pasar. Se giró al oír una sirena unas calles más allá, y entró en su edificio. Subió en ascensor, recorrió el pasillo y abrió la puerta de su apartamento. Por un instante se detuvo en el recibidor y, acto seguido, encendió las luces y echó un vistazo alrededor. Vio el desorden propio de un soltero: libros amontonados en los anaqueles, pósteres enmarcados en las paredes, un escritorio lleno de papeles, revistas y recortes. Buscó algo familiar que le dijera que estaba en casa; luego suspiró, cerró la puerta y, antes de acostarse, se puso a deshacer las maletas.
Cowart pasó una larga semana hablando por teléfono y reconstruyendo el contexto de la historia. Hubo abruptas llamadas a los fiscales que habían condenado a Ferguson y no querían hablar con ningún periodista, y llamadas más largas a los hombres que llevaban los casos contra Blair Sullivan. Un detective de
Pensacola
había corroborado la presencia de Sullivan en el condado de Escambia cuando se produjo el asesinato de Joanie Shriver; el comprobante de la tarjeta de crédito por repostar en una gasolinera próxima a Pachoula databa del día anterior a la muerte de la niña. La fiscalía de Miami le enseñó el cuchillo que Sullivan llevaba encima en el momento de su detención: era un cuchillo barato sin marca distintiva y con una hoja de unos diez centímetros, parecido aunque no idéntico al que él había encontrado en aquella alcantarilla.
Cowart sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó: «Encaja.»
Otras piezas encajaban.
Habló largo y tendido con funcionarios de Rutgers, que le facilitaron el modesto expediente académico de Ferguson. Había sido un estudiante aplicado pero bastante mediocre; un alumno cuyo único interés parecía consistir en completar los estudios, lo que había logrado de manera correcta, mas en absoluto notable. El encargado de una residencia de estudiantes lo recordaba como un tipo tranquilo y poco sociable, del grupo de los marginados, y poco dado a las fiestas y la vida social. Según aquel hombre, era un joven solitario y reservado que se había mudado a un apartamento al poco tiempo de acabar el primer año de universidad.
Luego habló con el tutor de Ferguson en el instituto, quien le dijo otro tanto de lo mismo, si bien señaló que, en Newark, las notas de Ferguson eran mejores. Ninguno de los dos hombres había sabido darle el nombre de algún amigo íntimo del joven.
Empezó a ver a Ferguson como un hombre que flota al margen, inseguro de sí mismo, inseguro de su identidad y su porvenir; un hombre que espera algo, cuando ya le ha pasado lo peor. Más que como alguien inocente, lo veía como una víctima de su propia pasividad. Un hombre del que aprovecharse. Eso le ayudó a entender lo sucedido en Pachoula. Pensó en el contraste existente entre dos hombres que formaban parte del caso: a uno no le gustaba caerse y dar tumbos en la parte de atrás del autobús, mientras que el otro atravesaba la línea de fuego corriendo para ayudar a los demás. Uno pasó por la universidad y el otro se hizo policía. «Ferguson no tuvo ninguna oportunidad cuando se vio cara a cara con Brown», pensó.
Antes del fin de semana, un fotógrafo que el
Journal
había enviado al norte de Florida estaba de regreso. Esparció sus fotografías sobre un expositor, ante la atenta mirada de Cowart: había una a todo color de Ferguson en su celda, mirando fijamente a la cámara por entre los barrotes; otra de la alcantarilla, y otras de Pachoula, de la casa de los Shriver y del colegio. También estaba la misma fotografía que Cowart había visto colgada en la escuela y una de Tanny Brown y Bruce Wilcox saliendo con gesto furibundo del departamento de homicidios del condado de Escambia.
—¿Cómo consiguió ésta? —preguntó Cowart.
—Me pasé el día vigilando, a la espera. Tampoco se puede decir que a ellos les hiciera demasiada gracia.
Cowart asintió, encantado de no haber estado allí para verlo.
—¿Y Sully?
—No dejó que lo fotografiara. Pero tengo una buena toma de su juicio. Mire. —Le enseñó la fotografía.
Era Blair Sullivan avanzando por un pasillo de los tribunales, encadenado de pies y manos, y escoltado por dos corpulentos detectives. Miraba a la cámara con desdén, medio sonriente, medio amenazante.
—Hay algo que no acabo de entender —dijo el fotógrafo.
—¿Qué es?
—Bueno, si viera que este hombre se me acerca en la calle, seguramente echaría a correr en la otra dirección. No me subiría a su coche. Pero Ferguson… en fin, ya me entiende, ni siquiera cuando te mira con rabia parece tan despiadado. Quiero decir, podría convencerme de que subiera a su coche.
—Nunca se sabe —repuso Cowart, y cogió la fotografía de Sullivan—. Este hombre es un psicópata. Podría convencerte de cualquier cosa. No es sólo esa niña; piensa en todas las personas que asesinó. ¿Qué me dices de esa pareja de ancianos a la que mató después de ayudarlos a cambiar un neumático? Es posible que le dieran las gracias antes de morir. O la camarera que se fue con él para pasar un buen rato, ¿recuerdas? Creía que se iban de juerga. No lo tomó por un asesino. ¿Y el muchacho de la estación de servicio? Tenía uno de esos botones de emergencia justo debajo de la caja registradora, pero no lo pulsó.