—Pues ahí me vendió.
El abogado se sirvió otro vaso y se lo bebió de un trago. «No, a usted no —pensó Cowart—, a Ferguson.»
—Y las muestras de sangre, ¿qué?
—Tipo cero positivo. Apuesto a que la mitad de los hombres de este país tiene ese grupo sanguíneo. Lo contrasté con los peritos, y les pregunté por qué no habían analizado la sangre hasta llegar a la base enzimática y por qué no habían hecho una prueba de ADN o alguna otra mierda de prueba. Claro que conozco la respuesta. Tenían una buena cabeza de turco y no querían hacer nada que lo estropeara todo. Así que, ¡coño!, todo parecía encajar. Y ahí estaba Robert Earl, sentado en el banquillo de los acusados, sin saber dónde meterse, abatido y más culpable que el mismísimo diablo. Sencillamente, aquello no sirvió de nada.
—¿Y la confesión?
—Debería haber sido desechada. Estoy convencido de que al pobre muchacho se la hicieron escupir a golpes. Sí, señor, totalmente convencido. Pero, mire usted por dónde, cuando la sacaron a colación fue la piedra de toque, ya sabe a qué me refiero. Ningún miembro del jurado iba a poner en duda las palabras que habían salido de boca del muchacho. Cada vez que le preguntaban: «¿hiciste esto?» o «¿hiciste lo otro?», él respondía: «sí, señor», «sí, señor». Todos esos «sí, señor»… no se podía hacer demasiado al respecto. Eso era todo lo que decía la declaración. Yo lo intenté, vaya si lo intenté, hice todo lo que pude. Argumenté duda razonable, argumenté falta de pruebas concluyentes, pregunté a los miembros del jurado dónde estaba el arma del crimen. Y algo que justifica la inocencia de Bobby Earl: les expliqué que uno no puede matar a una persona sin que le quede algún tipo de marca; cosa que él no tenía. Argumenté a favor y en contra y de todas las maneras; se lo aseguro. Pero no sirvió de nada. Me quedé mirando a esos tipos del jurado y enseguida supe que les importaba una mierda lo que yo dijera. Todo lo que oían era la maldita confesión. Sus propias palabras se salieron de la página para clavarse en él. Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor. Él mismo se sentó en la silla eléctrica, como quien se sienta a la mesa para cenar. Aquí la gente estaba muy disgustada por lo que le había ocurrido a la pequeña y todos querían acabar de una vez, echar tierra sobre el asunto y darle carpetazo ya, para que todo volviera a la normalidad. No sabría encontrar a nadie en este lugar que se hubiera levantado para decir algo bueno del muchacho. Algo sobre él, ya sabe, sobre su actitud y esas cosas. No señor, nadie lo apreciaba; ni siquiera los negros. Y con esto no digo que no hubiera prejuicios de por medio…
—Todo el jurado blanco. ¿No encontró ningún negro capacitado?
—Lo intenté, señor. Lo intenté. Pero la acusación usó sus perentorias recusaciones para descartar del jurado a todos y cada uno de ellos.
—¿Usted protestó?
—Protesta denegada. Se hizo constar en acta. Tal vez la acepten en la apelación.
—¿Y eso no le fastidia?
—¿Por qué lo pregunta?
—Bueno, lo que usted me está diciendo es que Ferguson no tuvo un juicio justo y que tal vez sea inocente. Y resulta que ahora mismo está en el corredor de la muerte.
El abogado se encogió de hombros.
—No sé… —dijo—. Sí, lo del juicio, bueno, eso sí. Pero lo de su inocencia… ¡Joder!, aquella maldita confesión contenía sus propias palabras.
—Pero usted acaba de decir que se la hicieron escupir a golpes.
—Así es, señor. Pero…
—Pero ¿qué?
—Estoy chapado a la antigua. Me gusta creer que si uno es inocente, no hay nada en el mundo que le haga decir lo contrario. Eso me fastidia.
—Ya —repuso Cowart con frialdad—, pero la justicia está repleta de ejemplos de confesiones coaccionadas y tergiversadas, ¿no?
—Correcto.
—Cientos. Miles.
—Correcto. —El abogado apartó la mirada, ruborizado—. Supongo. Desde luego, ahora que Roy Black lleva el caso y que usted escribirá algo que espabilará a ese juez o que el gobernador no pueda pasar por alto, bueno… las cosas tienen pinta de arreglarse.
—¿Se arreglarán?
—Todo se arregla, incluso la justicia. Aunque lleva su tiempo.
—Bueno, parece que él no tuvo demasiadas oportunidades la primera vez.
—¿Quiere saber mi opinión?
—Sí.
—Pues no tuvo ninguna oportunidad.
«Sobre todo con usted en la defensa —pensó Cowart—. Le preocupaba más su prestigio en Pachoula que librar a alguien del corredor de la muerte.»
El abogado se retrepó en su silla y, nervioso, agitó su bebida en la mano hasta hacer tintinear el bourbon con hielo.
La noche cubrió la ciudad con una densa oscuridad. Cowart recorría las calles lentamente, sorteando las ocasionales luces que arrojaban las farolas o los escaparates. Pero estos momentos de pálido resplandor eran efímeros; como cuando se pone el sol. Pachoula acabó entregándose por completo a la oscuridad. En el aire se respiraba el frescor del campo y un silencio palmario. Sólo oía sus propios pasos en la acera.
Aquella noche le costó conciliar el sueño. Los sonidos del hotel (la voz de un borracho, el crujir de una cama en la habitación de al lado, un portazo, el ruido de las máquinas de hielo y refrescos) se filtraron en su imaginación e interrumpieron el examen de lo que había visto y oído. Era entrada la medianoche cuando el sueño por fin lo atrapó en sus redes, aunque apenas descansó.
En sueños conducía a medianoche por las calles de Miami, plagadas de disturbios. El resplandor de los edificios en llamas acariciaba el coche y proyectaba sombras al frente. Iba despacio, maniobrando con prudencia para evitar los cristales rotos y la basura que invadían la calzada, sabedor de que se acercaba al centro de los disturbios, pero ignorante de que su trabajo consistía en ver aquello y registrarlo. Cuando el coche giró en una esquina, vio una muchedumbre que bailaba, robaba, atravesaba el resplandor del fuego corriendo hacia él. Veía a la gente gritar y le parecía que decían su nombre. De repente, en el coche de al lado sonó un alarido desgarrador. Se trataba de la niña asesinada y cuando Cowart se disponía a preguntarle qué estaba haciendo allí, su coche se vio rodeado. Vio el rostro de Ferguson y, de pronto, docenas de manos lo arrancaron del volante mientras el coche se balanceaba como un barco a la deriva en medio de un huracán. Vio que sacaban a la niña del otro coche, pero, cuando se la arrebataron de las manos Cowart oyó el grito: «¡Papi, sálvame!»
Despertó jadeando. Se levantó tambaleando para servirse un vaso de agua y clavó la mirada en el espejo del baño, como en busca de alguna herida visible, pero sólo vio el sudor que le empapaba el pelo y la frente. Luego se sentó junto a la ventana, para recordar.
Unos seis años atrás se había fijado en la furia con que una turba de negros sacaba a dos adolescentes blancos de una furgoneta. Sin darse cuenta, los adolescentes se habían metido en la zona de los disturbios y habían acabado en medio del caos. «Ojalá fuera un sueño —pensaba—. Ojalá no hubiera estado allí.» La multitud se había aglomerado en torno a los jóvenes que pedían ayuda a gritos, para agarrarlos y empujarlos, zarandeándolos hasta que ambos desaparecieron bajo una avalancha de patadas y puñetazos, acribillados con piedras y balas. Cowart estaba a una manzana de distancia, no lo bastante cerca para servir de testigo a la policía, pero sí para no olvidar jamás lo ocurrido; se había escondido al abrigo de un edificio chamuscado, al lado de un fotógrafo que no dejaba de disparar su cámara y de lamentar no haber llevado el zoom. Mientras los dos esperaban la llegada de la muerte, vieron cómo ambos cuerpos destrozados quedaban abandonados en la calle y la turba se alejaba en otra dirección. Cowart echó a correr de regreso al coche, consciente de que jamás lograría huir de aquella visión. Muchas personas habían perdido la vida aquella noche.
Cowart recordó haber escrito el artículo en la redacción, tan impotente como los dos jóvenes que había visto morir, atrapado por las imágenes que recreaba en su artículo.
«Pero al menos no estoy muerto —pensó—. Sólo una parte de mí lo está.»
Volvió a estremecerse y se encogió de hombros; luego se puso en pie, estirando y flexionando los músculos. «Tienes que estar alerta», se aconsejó. Iba a entrevistar a los dos detectives. Se preguntó qué dirían. Y si él se lo creería.
Después fue a darse una ducha, como si el potente chorro de agua corriendo por su cuerpo pudiera limpiar también su memoria.
Una agente de la oficina de delitos mayores de la comisaría del condado de Escambia le indicó a Matthew Cowart un sofá de cuero sintético lleno de bultos y le dijo que esperara allí mientras localizaba a los dos detectives. Era una mujer joven, probablemente atractiva pero con un rostro marcado por un tedio ceñudo, llevaba el cabello recogido severamente y mantenía una postura rígida bajo el marrón apagado de su uniforme de policía. Cowart le dio las gracias y tomó asiento. La mujer marcó un número y habló en voz baja para que él no oyese lo que decía.
—Vendrá alguien en un par de minutos —le dijo la agente tras colgar.
Luego se volvió para examinar unos documentos que tenía sobre la mesa. «De modo que todo el mundo sabe a qué he venido», pensó Cowart.
El departamento de homicidios estaba en un edificio nuevo anexo a la cárcel del condado. Disponía de una eficaz insonorización: el ruido se perdía en la gruesa moqueta marrón y era sofocado del todo por los tabiques de corcho que separaban las mesas de los detectives de la sala de espera donde Cowart aguardaba con impaciencia. Procuró concentrarse en la inminente entrevista, pero se distraía continuamente. El silencio era inquietante.
Empezó a pensar en su familia. Su padre había sido director de un pequeño diario en una ciudad media de Nueva Inglaterra, una ciudad industrial que había medrado gracias a las afortunadas inversiones de grandes empresas que inyectaron dinero, savia nueva y un innegable toque de modernidad a la arquitectura local. Era una persona distante que trabajaba de sol a sol. Vestía trajes azules o grises que parecían colgar del cuerpo enjuto de un asceta; era un hombre anguloso y astuto, de sonrisa difícil, con los dedos manchados de nicotina y tinta de periódico.
Su padre sentía pasión por los interminables pormenores, detalles y sensacionalismos del diario. Lo obsesionaba la búsqueda de la noticia o el artículo capaz de salir en primera plana, algo que impactara: una aberración, un crimen horroroso, una fechoría escandalosa… Entonces su rigidez se relajaba y escribía con una especie de goce nervioso y excitante, como un bailarín que oyera música por primera vez tras años de silencio. Su padre era como un terrier, dispuesto a abalanzarse sobre lo que fuera e hincarle el diente con saña, dándole revolcones hasta hacerle perder el conocimiento.
«¿Acaso somos tan diferentes?», se preguntó. No mucho. Su ex mujer solía decir que era un romántico, como si eso fuera un insulto. «Un caballero andante —pensó mientras veía entrar un hombre en la sala de espera—, aunque con el corazón de un bulldog.»
—¿Es usted Cowart? —inquirió el hombre.
Cowart se puso en pie.
—El mismo.
—Soy Bruce Wilcox. —Y le tendió la mano—. Acompáñeme, el teniente Brown llegará dentro de unos minutos. Podemos hablar aquí.
El detective lo condujo por un laberinto de mesas hasta llegar a un despacho acristalado, que desde un rincón presidía la zona de trabajo. En la puerta se leía: TENIENTE T. A. BROWN. HOMICIDIOS. Wilcox cerró la puerta y se acomodó tras una mesa gris, indicando a Cowart que tomara asiento frente a él.
—Hemos tenido un pequeño accidente de avión —dijo mientras ordenaba algunos documentos sobre la mesa—. Un pequeño Piper Cub en vuelo de instrucción. Tanny tuvo que ir al lugar del siniestro y supervisar el rescate del estudiante y el piloto. Los tipos quedaron sepultados en el fondo de un pantano. Un trabajo desagradable, desde luego. Primero hay que vadear toda esa mierda para llegar al avión, y luego extraer los cadáveres. Tengo entendido que se produjo un incendio. ¿Alguna vez ha tenido que manipular un cuerpo calcinado? Dios, no se lo recomiendo. —Meneó la cabeza, alegrándose de haberse librado de esa misión en concreto.
Cowart lo examinó. Era un hombre rechoncho, de pelo largo y lacio peinado hacia atrás; mostraba una acritud distendida y rondaba los treinta. Wilcox se había sacado una curiosa americana rojiza y la había colgado en el respaldo de la silla. Ahora se balanceaba en su asiento como queriendo apoyar los pies sobre la mesa. Cowart vio unos hombros anchos y unos brazos fuertes, propios de alguien bastante más alto.
—En cualquier caso —prosiguió el detective—, rescatar cadáveres es uno de los gajes del oficio. Normalmente me toca a mí… —Levantó el brazo y sacó músculo—. Practicaba lucha en el instituto y soy bajito, así que me puedo colar en rincones pequeños. Espero que en Miami tengan técnicos y personal de rescate que se encarguen de este tipo de cosas. Aquí tenemos que hacerlo nosotros mismos. De hecho, cualquier cadáver es asunto nuestro. Primero investigamos si se trata de un asesinato (eso es fácil cuando te enfrentas a un avión calcinado) y luego llevamos los cuerpos al depósito de cadáveres.
—¿Y cómo va el negocio? —preguntó Cowart.
—La muerte es un trabajo fijo —respondió el detective y soltó una lacónica risita—. No hay paro. No hay permisos. No hay épocas de poca demanda. Sólo trabajo fijo, buen trabajo. ¡Joder!, tendría que haber un gremio de detectives de homicidios; siempre hay alguien que se muere.
—¿Y qué clase de asesinatos se producen aquí?
—Bueno, seguramente sabrá que tenemos un problema de drogas en toda la costa del Golfo. ¿No es una bonita manera de decirlo? Un problema de drogas. Suena bien; aunque yo más bien diría que se trata de un huracán de drogas. En cualquier caso, no cabe duda de que genera trabajo extra.
—Eso no lo sabía.
—Así es. Sobre todo en los dos últimos años.
—¿Y antes del tráfico de drogas?
—Discusiones domésticas que acaban con un cadáver. Muertes por atropello. De vez en cuando alguien dispara o apuñala por asuntos de juego, mujeres o peleas de perros. Ése es el pan de cada día en el condado. También tenemos algunos conflictos propios de grandes ciudades como
Pensacola
; sobre todo con los soldados. Peleas en locales, ya sabe. Hay un foco de prostitución en torno a la base, y eso también arroja navajazos y tiroteos. Navajas mariposa y pistolas del 32 con culatas de nácar. Como he dicho, algo muy parecido a lo que usted se había imaginado; nada demasiado excepcional.