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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (9 page)

BOOK: Juego de damas
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De ahí el vestido vaporoso y la melena al viento.

Margherita planeó que esperaría a que estuvieran los dos solos frente al lago, de espaldas a la luna, a salvo del susurro del viento que transportaba hasta allí las voces y las melodías desde la fortaleza florentina y lo envolvería con aquellos visillos de seda y le taparía los oídos con sus manos, la boca con su lengua. Lo miraría de frente, se lanzaría de cabeza al pozo negro de sus ojos y, desde dentro de su cuerpo, le agarraría el corazón; se lo detendría. Para que dejara de latir al compás del corazón de Paola y comenzara una nueva andadura al ritmo fresco y joven y salvaje del suyo propio.

«Tengo algo que contarte,
amore
», le diría sin palabras. Y él la abrazaría a su vez, libre por fin de las cadenas que lo secuestraban: las gruesas y largas cadenas que lo ataban a su culpable pasado.

A Stefano, Margherita lo había conocido de lejos a los quince años. Por aquel entonces él era ya un hombre casado, su esposa una belleza alegre y despreocupada, y sus hijas, Francesca y Claudia, dos bebés de capotita y piqué. Fue en una comida al aire libre que habían organizado los Trivulzio en su casa de Blevio el 31 de agosto, festividad de San Abbondio, y que no se deshizo hasta eso de las siete, cuando ya Tivano y Breva, los vientos que preceden a las tormentas, comenzaban a bajar por la cuesta.

La edad era mala para casi todo. Margherita tenía cuerpo de niña y sueños de pájaro libre: unas ganas locas de echar a volar en cuanto se despistara su madre, que no le quitaba el ojo de encima —«qué edad más mala»— y un diario donde no apuntaba nada porque los días pasaban vacíos y el papel se quedaba en blanco. Cómo se aburría —«qué edad más mala»— en ese lago sin diversiones. Demasiado pronto para salir de casa. Demasiado tarde para jugar con sus viejas muñecas de trapo y porcelana, que si las inclinaba cerraban los ojos, si las empinaba los abrían y se quedaban así, mirando sin expresión desde los cristales azules de sus pupilas. Qué edad más malísima.

—Margherita,
cara
, ¿verdad que no te importa cuidar de estas niñas tan preciosas un rato? Se llaman Francesca y Claudia. Sólo será mientras comemos. Han venido sin la niñera…

En aquel jardín sobre el lago, los Borghetti habían coincidido por casualidad con los Ventura Cossentino, vecinos en Como y en Milán. No eran amigos porque pesaban más los intereses que los separaban que las coincidencias que los unían, pero se soportaban educadamente cuando no tenían más remedio que encontrarse en alguna reunión social a la que estaban invitadas ambas familias. El mayor escollo era la enemistad entre los patriarcas: Tomasso Borghetti, padre de Margherita, y Pompeyo Cossentino, suegro de Stefano, competidores acérrimos en el negocio de las telas. Por fortuna, esa tarde el viejo Pompeyo había decidido quedarse en casa, conocedor de la probable presencia de Tomasso en Villa Trivulzio y la fiesta, de momento, transcurría en paz.

—Es que se me dan fatal los niños —había protestado Margherita inútilmente mientras su madre la cargaba con un bebé regordete que la miró con susto antes de romper a llorar con una rabieta descomunal y con una niña pequeña, que no habría cumplido todavía los tres años y que también lloraba a mares.

Margherita intentó apaciguar el escándalo de los chillidos y las patadas y las lágrimas de las dos criaturas, pero no hubo modo. Tuvo que levantarse el padre de aquellas niñas obedeciendo las órdenes silenciosas de una madre entretenida en otros menesteres —«ve tú, Stefano, que yo estoy hablando con mis amigas»— y relevar a Margherita de una misión desproporcionada para su corta edad y su falta de experiencia.

—Tú eres Margherita Borghetti, ¿verdad? —le preguntó su salvador, un hombre muy guapo al que descubrió un montón de noches sin dormir bajo los párpados.

—Sí.

—Has crecido muchísimo.

—Gracias.

—Pero estás un poco triste. Te lo noto en la cara.

—No estoy triste —protestó Margherita.

—Pues entonces es que te aburres. A mí, algunas veces, no se lo digas a nadie —miró a su alrededor—, me pasa lo mismo.

—Es que no hay nadie interesante en este lago —dijo Margherita con ojos soñadores, aunque se arrepintió de inmediato. A ella le hubiera gustado pasar las vacaciones en la Liguria, en Portofino o en Santa Margarita, con su amiga Rosetta, que tenía unos primos divertidísimos, pero sus padres habían decidido que aún era pronto para separarse de ella —una niña tan tierna e inocente— y se la habían llevado a rastras al lago, como cada verano desde que tenía uso de razón.

—¿Y yo? ¿No te parezco interesante? —respondió Stefano con picardía, haciéndose el ofendido.

Margherita sonrió, el sol la deslumbraba un poco. Tenía todavía la cara redondeada y sierras en los dientes. Le devolvió a las niñas, se disculpó por no haber sabido calmarlas, le acompañó con la vista en su retorno a la mesa, notó que se balanceaba un poco al caminar —tal vez por el arco abierto de sus piernas— y esa noche, desvelada, repitió su nombre, «Stefano, Stefano», como una runa mágica capaz de transportarla a su lado y de escurrirse entre sus brazos. Sueños de niña mala.

Luego lo olvidó durante los años largos del fin de la infancia. Se licenció en Empresariales para poder tomar las riendas algún día del negocio familiar —cosas de ser hija única—, se enamoró de un gamberro, luego de un pirata, luego de un
play-boy
y más tarde de un don nadie, porque ninguna de sus conquistas era suficiente a los ojos de sus padres.

—Margherita, hija, mira que eres buena —le advertían—. Te dejas engatusar por el primero que pasa. Debes aprender a desconfiar de las amistades inconvenientes y de los espabilados que sólo quieren aprovecharse de tu fortuna.

Así que pasó media vida de amor secreto en amor prohibido, sin atreverse jamás a presentar como Dios manda, en sociedad, a los hombres de su vida. Bien cierto es que al final ninguno de aquellos príncipes azules resultó ser más que un sapo más o menos verrugoso y que todos, uno detrás de otro, acabaron saltando fuera de escena con una patada entre las ancas.

Entonces regresó Stefano.

Habían pasado catorce años desde el encuentro fortuito en Villa Trivulzio. Venía arrastrando una pena muy honda, caminaba encorvado. Había perdido el brillo en la mirada. Se había olvidado de reír.

Entró en el despacho con una cartera de piel, traje de chaqueta, corbata formal. Se hundió en el Chester de cuero, de frente a Margherita, y al levantar la vista de sus papeles ella le contó mil noches más en vela.

—¿Stefano Ventura?

El asintió, la vida arruinada.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Stefano traía un negocio mal envuelto que dejó caer sobre la mesa con la sensación de estar entregando un regalo a sabiendas de que quien lo recibe no lo apreciará. Un triste negocio. Un traje gris.

—Pero ¿qué te ha pasado, hombre? ¿Qué te ha hecho la vida?

Margherita supo entonces que su mujer, Paola Cossentino, había abandonado la casa de Milán y se había encerrado en el palacete de Florencia, sola con sus partituras, vestida de negro. Que ya no hablaba, ni comía, ni cantaba, ni reía. Que él, intentando sacarla a flote, había estado a punto de ahogarse con ella. Que el aire se había detenido tras las cortinas de su casa, que se había vuelto pesado y pegajoso. Macizo. Irrespirable. Que no hubo discusiones porque a Paola se le borraron las palabras de la memoria. Que su despedida fue en silencio. «Tú te quedas, yo me voy». Y que la promesa ante Dios —«todos los días de mi vida»— empezaba a pesarle tanto, tanto, que no sabía cuánto tiempo más iba a ser capaz de aguantar su vela.

Margherita, acostumbrada a la clandestinidad impuesta por las exigencias paternas, se lanzó al vacío sin pensárselo demasiado. Le dijo: «¿Sabes que ahora sí te encuentro interesante?». Y comenzó a lamerle las heridas a ratos robados, ajena a los peligros del amor infiel. Hasta que una tarde, recién cicatrizado el corazón del hombre, se topó de frente con su hija Francesca.

Y fue tan violento el golpe, tan profundo el odio que ni el tiempo ni la necesidad lograron arrancarle a esa niña de pelo caoba y ojos entornados una sola palabra. Ni siquiera de desprecio.

La relación que se estableció entre ellas desde esa calle oscura en adelante fue lo más parecido a la nada, entendida ésta como ladrarle a la luna o pedirle deseos a las estrellas fugaces. Por más que Margherita se esforzó en agradar a Francesca con buenas palabras, detalles amables, regalos bonitos y hasta la eligió dama de honor de su boda y le compró un vestido precioso para que estuviera más guapa que ella misma, no logró más que una cara larga y un silencio sólido.

Algunas veces se permitía pensar que la chica no estaba del todo en sus cabales. Lo pensaba para sus adentros, asustada hasta del eco de esas sospechas en su cabeza, no lo fuera a escuchar Stefano, que dormía plácidamente a su lado, ajeno a estos miedos bien fundados que comenzaron el día en que encontró a su hijastra despierta a medianoche con unas tijeras de cocina entre los dedos destrozando los visillos.

—¿Qué ocurre, Francesca? Dime, ¿qué te pasa?

Pero ella no respondió, entretenida como estaba luchando contra un enemigo invisible que se escondía más allá de la ventana.

Salió del dormitorio y regresó a su cama. Ordenó instalar cerrojos en su puerta, le dijo a Stefano que necesitaba más intimidad, dormir tranquila, saber que sus horas de amor estaban a salvo de ojos y oídos indiscretos, y Stefano creyó que se refería a Paola.

—Margherita,
amore
. —Siempre la llamaba así, «
amore
»—. Mi mujer vive en Florencia. Muy lejos de aquí. Estamos a salvo de sus tentáculos, no temas.

—No la llames «mi mujer». Ahora y para siempre tu mujer soy yo.

Y echó el tranco haciendo un ruido de mil demonios.

Luego soñó que Francesca, armada con una guadaña, entraba por la ventana y le cortaba la cabeza.

Ya se había rendido. Sólo le quedaba esperar a que la niña se hiciera mayor. Entonces la echaría de casa, la enviaría bien envueltita, con un lacito de seda y un billete de ida a Florencia, a alegrarle las tardes tristes a Paola.

Ya estaba, ya había cumplido los dieciocho. «Tengo algo que contarte,
amore
», le diría a Stefano. Y después la vida daría comienzo, por fin, lejos de toda la carga que arrastraba el hombre. Olvidados de Francesca, de Paola y de Claudia, tres recuerdos nada más, desdibujados por el abandono. Solos Stefano y Margherita y lo que quisiera añadir Dios en la isla desierta del futuro en blanco.

IX

—Mírala, Claudia —dijo Francesca espiando tras los visillos—. Te digo que se trae algo entre manos. Me da la sensación de que sospecha algo.

—¿Que vamos a matarla?

—Puede ser. Desde luego, sabe de sobra que la odiamos. ¿Por qué no íbamos a querer matarla?

Claudia se acercó a la ventana. Todavía desprendía un fuerte olor a flores porque el perfume se le había quedado impregnado en el pelo, pero el enfado era ya agua pasada. Nunca les duraban los disgustos más que unos minutos de silencio. Enseguida retomaban el hilo de las conversaciones interrumpidas como si no hubiera pasado nada. Jamás se pedían perdón. No era necesario.

—Tal vez también ella esté pensando en la manera de deshacerse de nosotras —temió Claudia—. Por eso se compra esos vestidos tan bonitos: para engatusar a papá con sus mentiras. Le dirá que estamos locas, que le damos miedo.

—Siempre ha intentado separarnos de él. Desde el primer día.

En el jardín, ajena a la conspiración de las niñas, Margherita hablaba con Stefano en susurros. Habían cenado en silencio, como de costumbre, y luego se habían quedado asolas disfrutando de la noche fresca en la terraza frente al lago. Desde el balcón de su habitación, Francesca y Claudia no podían escuchar lo que la bruja le estaba diciendo a su padre, pero sí observar que, mientras le arrullaba con su discurso secreto, intencionadamente le recorría la espalda. Su mano subía y bajaba por aquella camisa, se escurría por dentro, le arañaba la piel.

Stefano la besaba. ¿Qué otra cosa podía hacer si, al fin y al cabo, era un hombre? La abrazaba, jugaba con su pelo, la levantaba en volandas, como si pesara lo mismo que una pluma y temiera que se la pudiera llevar el viento.

—Me están dando arcadas —dijo Francesca cerrando el visillo con rabia—. Voy a acabar con ella esta misma noche. Con las tijeras de la cocina. Bajo, las cojo, me meto debajo de la cama, espero a que se duerma y se las clavo en un ojo. He leído que los cortes en los ojos son mortales porque van directamente al cerebro.

—Ni se te ocurra, Franchie —la advirtió Claudia—. Si haces eso, nos meterán a las dos en la cárcel. Mantén la sangre fría, ten un poco de paciencia. Ya estamos cerca. Consultemos el libro.

Entonces volvió a abrir el libro donde residían todas las pistas de aquella investigación morbosa y después de un rato en silencio señaló con su dedo flaco uno de los dibujos que ilustraban sus páginas.

—Nuestra Sydney hablaba de una villa con dos cuerpos, una balaustrada acristalada y un jardín, ¿verdad? Pues mira.

Francesca se fijó en la casa que le indicaba su hermana. En efecto, cumplía con todos los requisitos.

—Pero aquí pone Villa Mondolfo —leyó un poco decepcionada, escudriñando el dibujo.

—El nombre es lo de menos, tonta —respondió su hermana—. Han pasado muchos años. Lo habrán cambiado. Lo importante es que la casa sigue en pie y nos espera.

Siguiendo aquellas indicaciones, como impulsada por un resorte mecánico, sin encomendarse a Dios ni al demonio, Claudia se puso en marcha. Las zapatillas de felpa y el camisón largo. El libro bajo el brazo y un candil. Francesca la siguió de la misma guisa, sin protestar. Parecían dos sonámbulas por las escaleras oscuras y luego dos fantasmas en pie sobre el embarcadero cuando cogieron los remos de la barquita y se deslizaron sigilosas sobre las aguas negras rumbo a Villa Mondolfo, la casa que, al parecer, guardaba entre sus muros el secreto de aquel crimen.

Pasaron a escasos metros de Margherita y Stefano —sus cabezas casi visibles entre los barrotes de la terraza—, pero los amantes, atentos como estaban a las exigencias de su naturaleza —hombre él, bruja ella—, ignoraron los lamentos de la madera y no hicieron caso tampoco cuando les alcanzó la corriente helada de odio puro que recorrió sus dos sombras entrelazadas.

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