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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (3 page)

BOOK: Islas en la Red
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Eso no sirvió de mucho. Se mostraban despectivos hacia todo tipo de rústicos. En especial hacia los yanquis doctrinarios que vivían en peculiares castillos de arena y practicaban la democracia económica. Laura pudo decir ya que el día siguiente iba a ser difícil.

De hecho, todo el asunto era delicado. No sabía lo suficiente acerca de aquella gente…, no disponía de los archivos de huéspedes adecuados sobre ellos. Rizome-Atlanta estaba siendo evasiva acerca de aquella reunión de banqueros, cosa que era de lo más inusual.

Laura tomó nota de lo que querían para desayunar y dejó a los tres banqueros intercambiando hoscas miradas con los huéspedes Rizome. Se llevó a la niña con ella a la cocina. El personal de cocina se encontraba ya en pie y trasteando con las cacerolas. El personal de cocina estaba formado por la señora Delrosario, setenta años, y sus dos nietas.

La señora Delrosario era un tesoro, aunque tenía un rasgo de carácter propenso al hervor cuando sus consejos eran aceptados con algo menos que una total atención y seriedad. Sus nietas vagaban por la cocina con una expresión triste y sometida. Laura sentía pena por ellas e intentaba darles un respiro siempre que podía. La vida no era fácil para una quinceañera estos días.

Laura le dio a la niña su biberón preparado. Loretta lo tragó con entusiasmo. En eso era igual que su padre…, realmente dotada para echarse al estómago cualquier potingue que ninguna persona en su sano juicio comería.

Entonces el relófono de Laura zumbó. Era recepción. Laura dejó a la niña con la señora Delrosario y regresó al vestíbulo, cruzando las habitaciones del personal y la oficina del primer piso. Salió detrás del mostrador de recepción. La señora Rodríguez alzó la vista por encima de sus bifocales, aliviada.

Había estado hablando con una extranjera, una mujer inglesa de unos cincuenta años con un traje de seda negro y una gargantilla de cuentas. La mujer tenía una enorme melena de ondulado pelo negro, y llevaba los ojos espectacularmente sombreados. Laura se preguntó qué hacer con ella. Parecía la viuda de un faraón.

—Aquí está —dijo la señora Rodríguez a la extranjera—. Laura, nuestra directora.

—Coordinadora —aclaró Laura—. Soy Laura Webster.

—Yo soy la reverenda Morgan. Llamé antes.

—Sí. ¿Acerca de las candidaturas para el Concejo Municipal? —Laura pulsó su relófono y comprobó su agenda. La mujer había llegado con media hora de anticipación—. Bien —dijo—, ¿quiere pasar a este lado del mostrador? Podemos hablar en mi oficina.

Laura llevó a la mujer a la atestada y pequeña subofícina sin ventanas. En esencia era un cuarto donde el personal tomaba café, con una base de datos conectada al ordenador principal de arriba. Allí era donde Laura llevaba a la gente que esperaba que intentara estrujarla. El lugar parecía convenientemente modesto y pobre. David lo había decorado con cosas tomadas de sus expediciones a las ruinas: antiguos asientos de coche de vinilo y un escritorio modular de envejecido plástico beige. La luz del techo brillaba a través de un tapacubos perforado.

—¿Café? —preguntó Laura.

—No, gracias. Nunca tomo cafeína.

—Entiendo. —Laura dejó la jarra a un lado—. ¿Qué podemos hacer por usted, reverenda?

—Usted y yo tenemos mucho en común —dijo la reverenda Morgan—. Compartimos nuestra confianza en el futuro de Galveston. Y ambas apostamos por la industria turística. —Hizo una pausa—. Tengo entendido que su esposo diseñó este edificio.

—Sí, lo hizo.

—Es «barroco orgánico», ¿verdad? Un estilo que respeta a la Madre Tierra. Eso evidencia un enfoque tolerante por su parte. Previsor y progresivo.

—Muchas gracias. —Ahí viene, pensó Laura. —A nuestra Iglesia le gustaría ayudarla a ampliar los servicios a sus huéspedes corporativos. ¿Conoce usted la Iglesia de Ishtar?

—No estoy segura de seguirla —dijo Laura cuidadosamente—. En Rizome consideramos que la religión es un asunto privado.

—Nosotras las mujeres del Templo creemos en la divinidad del acto sexual. —La reverenda Morgan se reclinó en su asiento de coche deportivo y se arregló el pelo con ambas manos—. El poder erótico de la Diosa puede destruir el mal.

El eslogan halló un nicho en la memoria de Laura. —Entiendo —dijo educadamente—. La Iglesia de Ishtar. Conozco su movimiento, pero no había reconocido el nombre.

—Es un nombre nuevo…, los principios son viejos. Es usted demasiado joven para recordar la Guerra Fría. —Como muchos de su generación, la reverenda parecía sentir una positiva nostalgia hacia ella…, los buenos viejos días bilaterales. Cuando las cosas eran más simples y cada mañana podía ser la última—. Porque pusimos fin a ello. Invocamos a la Diosa para que llevara la guerra lejos de los hombres. Fundimos la guerra fría con el calor corporal divino. —La reverenda dejó escapar un ligero bufido—. Los sempiternos poderes masculinos reclamaron para ellos el éxito, por supuesto. Pero el triunfo correspondió a nuestra Diosa. Ella salvó a la Madre Tierra de la locura nuclear. Y aún sigue curando a la sociedad de nuestros días.

Laura asintió animosamente.

—Galveston vive del turismo, señora Webster. Y los turistas esperan algunas amenidades. Nuestra Iglesia ha llegado a un acuerdo con la ciudad y la policía. Nos gustaría llegar también a una comprensión con su grupo.

Laura se frotó la barbilla.

—Creo poder seguir su razonamiento, reverenda.

—Ninguna civilización ha existido nunca sin nosotros —dijo fríamente la reverenda—. La Santa Prostituta es una figura antigua, universal. El Patriarcado la degradó y la oprimió. Pero nosotras restablecemos su antiguo papel como consoladora y sanadora.

—Estaba a punto de mencionar la vertiente médica —dijo Laura.

—Oh, sí —dijo la reverenda—. Tomamos todo tipo de precauciones. Los clientes son sometidos a tests para detectar sífilis, gonorrea, clamidia y herpes, así como retrovirus. Todos nuestros templos poseen clínicas completamente equipadas. Las enfermedades sexuales han descendido espectacularmente desde que nosotras practicamos nuestro arte…, puedo mostrarle estadísticas. También ofrecemos un seguro sanitario. Y garantizamos la absoluta reserva, por supuesto.

—Es una proposición muy interesante —dijo Laura, tabaleando en su escritorio con un lápiz—. Pero no es una decisión que pueda tomar por mí misma. Me encantará presentar su idea a nuestro Comité Central. —Inspiró profundamente. El aire de la diminuta estancia estaba lleno con el humoso olor a pachulí de la reverenda. El olor de la locura, pensó repentinamente Laura—. Tiene que comprender usted que Rizome puede tener algunas dificultades con esto. Rizome alienta fuertes lazos sociales en sus asociados. Es parte de nuestra filosofía corporativa. Algunos de nosotros puede que consideren la prostitución un signo de descomposición social.

La reverenda abrió las manos y sonrió.

—He oído hablar de la política de Rizome. Son ustedes demócratas económicos…, admiro eso. Como iglesia, negocio y movimiento político, nosotras mismas somos un grupo del nuevo milenio. Pero Rizome no puede cambiar la naturaleza del animal macho. Ya hemos prestado nuestros servicios a varios de sus asociados masculinos. ¿Le sorprende eso? —Se encogió de hombros—. ¿Por qué arriesgar su salud con grupos aficionados o criminales? Nosotras las mujeres del Templo somos seguras, puede confiarse en nosotras, y económicamente sensatas. La Iglesia está dispuesta a hacer negocio.

Laura rebuscó en su escritorio.

—Déjeme ofrecerle uno de nuestros folletos.

La reverenda abrió su bolso.

—Tome usted algunos de los nuestros. Llevo algunos panfletos de campaña…, me presento para el Concejo Municipal.

Laura miró por encima los panfletos. Estaban vistosamente impresos. Los márgenes estaban punteados con símbolos de cruces egipcias, yin-yangs y cálices. Laura escrutó el denso texto, salpicado de cursivas y palabras en rojo.

—Veo que abogan por una política liberal acerca de las drogas.

—Los crímenes sin víctimas son instrumentos de la opresión Patriarcal. —La reverenda rebuscó en su bolso y extrajo una cajita para píldoras esmaltada—. Unas pocas de éstas defenderán el caso mejor de lo que pueda hacerlo yo. —Dejó caer tres cápsulas rojas sobre el escritorio—. Pruébelas, señora Webster. Es un obsequio de la Iglesia. Sorprenda a su esposo.

—¿Perdón? —dijo Laura.

—¿Recuerda el vértigo del primer amor? ¿La sensación de que todo el mundo tenía un nuevo significado debido a ello? ¿No le gustaría recapturar eso? La mayor parte de las mujeres lo desearían. Es una sensación embriagadora, ¿no? Y éstas son las embriagantes.

Laura contempló las cápsulas.

—¿Me está diciendo usted que esto son pociones de amor?

La reverenda se agitó incómoda, con un susurro de negra seda contra vinilo.

—Señora Webster, por favor, no me confunda con una bruja. Los de la Iglesia de Wicca son reaccionarios. Y no, no son pociones de amor, no en sentido folclórico. Lo único que hacen es agitar esa oleada de emoción…, no pueden dirigirla a nadie en particular. Eso es algo que tiene que hacer usted por usted misma.

—Suena aventurado —dijo Laura.

—¡Entonces es el tipo de peligro para el que han nacido las mujeres! —dijo la reverenda—. ¿Ha leído usted alguna vez novelas románticas? Millones lo hacen, por ese mismo estremecimiento. ¿O comido chocolate? El chocolate es un regalo de amante, y existe una razón tras esa tradición. Pregúntele alguna vez a un químico acerca del chocolate y los precursores de la serotonina. —La reverenda se llevó una mano a la frente—. Todo se reduce a lo mismo, ahí arriba. Neuroquímica. —Señaló hacia la mesa—. La química de estas cápsulas. Son sustancias naturales, creaciones de la Diosa. Parte del alma femenina.

En algún momento, pensó Laura, la conversación se había deslizado suavemente fuera de la cordura. Era como dormirse en un avión y despertarse en alta mar. Lo más importante era no dejarse dominar por el pánico.

—¿Son legales? —preguntó.

La reverenda Morgan tomó una cápsula con sus lacadas uñas y la engulló.

—Ningún análisis sanguíneo mostrará nada. No puede ser acusada de nada por los contenidos naturales de su cerebro. Y no, no son ilegales. Todavía. Gracias a la Diosa, las leyes del Patriarcado aún están por detrás de los adelantos en química.

—No puedo aceptarlas —dijo Laura—. Deben ser valiosas. Es un conflicto de intereses. —Laura las recogió, se puso en pie y se inclinó por encima del escritorio.

—Estamos en la edad moderna, señora Webster. Las bacterias que unen los genes pueden crear drogas a toneladas. Nuestros amigos pueden fabricarlas a treinta centavos cada una. —La reverenda Morgan se puso también en pie—. ¿Está segura? —Deslizó las cápsulas de nuevo en el interior de su bolso—. Venga a vernos si cambia de opinión. La vida con un hombre puede volverse rancia muy fácilmente. Créame, lo sabemos. Y, si eso ocurre, nosotras podemos ayudarla. —Hizo una pausa meditativa—. De formas muy diferentes.

Laura sonrió tensamente.

—Buena suerte con su campaña, reverenda.

—Gracias. Aprecio sus buenos deseos. Como dice siempre nuestro alcalde, Galveston es la Ciudad de la Alegría. Es cosa de todos nosotros procurar que siga siéndolo.

Laura la acompañó fuera. Observó desde la pasarela mientras la reverenda subía a un transporte autoconducido. El transporte se alejó con un zumbido. Una bandada de pardos pelícanos cruzó la isla, camino de la bahía de Karankawa. El sol de otoño brillaba fuerte. Era todavía el mismo sol y las mismas nubes. Al sol no le importaban los paisajes dentro de las cabezas de la gente.

Volvió a entrar. La señora Rodríguez alzó la vista desde detrás de recepción y parpadeó.

—Me alegro de que mi viejo no sea más joven —exclamó—.
La puta,
¿eh? —dijo en español—. Una auténtica puta. No es amiga de nosotras las mujeres casadas, Laurita.

—Supongo que no —admitió Laura, y se reclinó en el mostrador. Se sentía ya cansada, y sólo eran las diez.

—Iré a la iglesia este domingo —decidió la señora Rodríguez—.
Qué brujería,
¿eh? ¡Una auténtica bruja! ¿Vio usted esos ojos? Como una serpiente. —Hizo la señal de la cruz—. No se ría, Laura.

—¿Reírme? Demonios, estoy dispuesta a colgar unas cuantas ristras de ajos. —La niña se echó a llorar en la cocina. Una frase japonesa acudió de pronto a la mente de Laura—.
Nakitsura ni bachi
—estalló—. Nunca llueve pero diluvia. Sólo que es mejor en el original. «Una abeja para un rostro que llora.» ¿Por qué nunca puedo recordar esa tontería cuando la necesito?

Laura subió a la niña a la oficina en la torre para ocuparse del correo del día.

La especialidad corporativa de Laura era las relaciones públicas. Cuando David había diseñado el Albergue, Laura había preparado aquella habitación para reuniones de negocios. Estaba equipada para conferencias importantes; era un nódulo a toda escala dentro de la Red global.

El Albergue efectuaba la mayor parte de sus operaciones por télex, impresos dirigidos por cable, como los dossiers de los huéspedes y los programas de llegadas. La mayor parte del mundo, incluso África, estaba conectada por télex en estos días. Era mucho más sencillo y barato, y Rizome lo alentaba.

El fax era más elaborado: facsímiles enteros de documentos, fotografiados y pasados por las líneas telefónicas como cadenas de números. El fax era bueno para los gráficos y las fotos; la máquina de fax era esencialmente una fotocopiadora con un teléfono. Era enormemente divertido jugar con ella.

El Albergue recibía y emitía también montones de llamadas telefónicas tradicionales: voz sin imagen, tanto en directo como grabada. También voz con imagen: el videófono. Rizome alentaba las llamadas unidireccionales pregrabadas porque eran más eficientes. Había menos posibilidades de que se produjeran caras confusiones en una llamada unidireccional grabada. Y los vídeos grabados podían ser subtitulados para todos los grupos lingüísticos de Rizome, una importante ventaja para una multinacional.

El Albergue podía manejar también teleconferencias: llamadas telefónicas múltiples entrelazadas. Las teleconferencias eran la cara línea fronteriza donde los teléfonos se mezclaban con la televisión. Dirigir una teleconferencia era un arte valioso de conocer, especialmente en relaciones públicas. Era un cruce entre presidir una reunión y realizar un noticiario televisivo, y Laura lo había hecho muchas veces.

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