La sensación que acompaña al rapport es muy positiva y genera la armonía que jalona la simpatía, en donde los distintos implicados experimentan la cordialidad, la comprensión y la autenticidad del otro. Aunque sólo sea de un modo provisional, se trata de una sensación que fortalece los vínculos interpersonales.
Son tres, según Rosenthal, los ingredientes que determinan este tipo de relación, la atención, la sensación de bienestar mutua y la coordinación no verbal que, cuando se hallan simultáneamente presentes, favorecen la emergencia del rapport.
El primero de los ingredientes es la atención compartida. Cuando dos personas atienden a lo que el otro dice y hace, se genera una sensación de interés compartido, una atención de doble sentido que constituye una especie de adhesivo perceptual y alienta la aparición de los mismos sentimientos.
Uno de los indicadores del rapport es la empatía mutua y eso era precisamente lo que experimentábamos con Bob, porque él se hallaba completamente presente y nos prestaba toda su atención. Ése es el indicador que establece la diferencia entre las relaciones simplemente relajadas y el rapport porque si bien, en el primer caso, nos sentimos a gusto, no tenemos la sensación de que la otra persona se halle conectada con nuestros sentimientos.
Rosenthal cita un estudio en el que los sujetos del experimento se agruparon en parejas. Uno de los miembros de cada pareja, secretamente aliado con los investigadores, tenía que presentarse con un dedo herido y, en un determinado momento, parecía volver a lesionarse. Si, durante la supuesta lesión, el otro estaba mirando a los ojos de la supuesta víctima, se sobresaltaba e imitaba su expresión dolorida, cosa que era mucho menos probable cuando no miraba directamente aunque fuese, no obstante, consciente de su dolor. Y es que, cuando no prestamos una atención completa, sólo conectamos con el otro de un modo parcial y soslayamos detalles cruciales, especialmente de índole emocional. Mirar directamente a los ojos abre la puerta de acceso a la empatía.
La atención, pues, no es más que el primero de los requisitos imprescindibles del rapport. El siguiente ingrediente es la sensación positiva, que se pone básicamente de manifiesto a través del tono de voz y de la expresión facial. Debemos señalar que, para el establecimiento de una sensación positiva, los mensajes no verbales son mucho más importantes que todo lo que podamos decir verbalmente. Resulta sorprendente, en este sentido, cierto experimento en el que, cuando los directivos proporcionaban a sus subordinados un feedback poco halagador con un tono de voz y una expresión cordial y amable, quienes recibían las críticas no dejaban, por ello, de sentirse a gusto en la relación.
La coordinación o sincronía constituye el tercer ingrediente fundamental de la fórmula del rapport de Rosenthal, que habitualmente discurre a través de canales no verbales tan sutiles como los movimientos corporales, el ritmo y la sincronía de la conversación. Las personas que han establecido un buen rapport se sienten bien y expresan libremente sus emociones. Sus respuestas espontáneas e inmediatas se hallan tan bien coordinadas como si estuvieran ejecutando una danza planificada de antemano. Sus ojos se cruzan con frecuencia, sus cuerpos permanecen próximos, se sientan cerca, sus narices permanecen más próximas que durante una conversación habitual y no se incomodan por la presencia de silencios.
A falta de tal coordinación, la conversación resulta incómoda, con respuestas inoportunas y pausas embarazosas, en cuyo caso, los implicados se mueven nerviosamente o se quedan paralizados, desajustes que acaban socavando el rapport.
La sincronía
En un determinado restaurante local trabaja una camarera a la que todo el mundo adora, porque muestra un curioso talento natural para sintonizar con el ritmo y el estado de ánimo de sus clientes y entrar en sincronía con ellos.
Es silenciosa y discreta con el hombre taciturno que consume lentamente su refresco en la mesa de la esquina, pero se muestra extravertida y sociable con los ruidosos trabajadores de una empresa vecina que han venido a comer y se vuelca por completo al atender la mesa de la joven mamá, fascinando con una cara divertida y un par de chistes a sus dos hijos hiperactivos. No es de extrañar que todo el mundo se lo agradezca con una generosa propina.
Esa camarera tan diestra en captar la longitud de onda de sus clientes ilustra perfectamente los beneficios interpersonales de la sincronía. Y, cuando mayor es el grado de sincronía inconsciente existente entre los movimientos y gestos que tienen lugar durante una determinada interacción, más positivamente se siente y recuerda el encuentro.
El poder sutil de esta danza se puso claramente de manifiesto en un ingenioso experimento con estudiantes de la New York University que se ofrecieron como voluntarios para lo que suponían que se trataba de un nuevo test psicológico. Los sujetos debían evaluar una serie de fotografías ante otro estudiante que, confabulado con los investigadores, sonreía, se mantenía serio, movía nerviosamente el pie o se frotaba el rostro.
Hiciera lo que hiciese el sujeto aliado con los investigadores, el voluntario tendía a imitarle. Así, por ejemplo, cuando aquél se frotaba el rostro o esbozaba una sonrisa, provocaba en el sujeto el mismo tipo de respuesta. La minuciosa entrevista que siguió al experimento dejó muy claro que los voluntarios no tenían la menor idea de haber estado sonriendo o sacudiendo miméticamente su pie ni tampoco habían sido conscientes de la danza gestual en la que acababan de participar.
Cuando, en otra de las facetas del mismo experimento, el entrevistador imitaba intencionalmente los movimientos y gestos de la persona con la que hablaba, no les resultaba especialmente grato, pero la cosa era completamente distinta cuando los imitaba de manera espontánea. A diferencia, pues, de lo que suelen afirmar libros muy populares al respecto, responder deliberadamente a alguien —imitando los movimientos de sus brazos o asumiendo su postura, por ejemplo— no favorece el rapport. En este sentido, la imitación mecánica y fingida parece hallarse completamente fuera de lugar.
Los psicólogos sociales han descubierto una y otra vez que, cuanto más naturalmente coordinados —es decir, cuanto más simultáneos, al mismo ritmo o armonizados de cualquier otro modo— se hallen los movimientos de las personas que se relacionan, más positivos son sus sentimientos. El mejor modo de percatarnos de ese flujo no verbal consiste en observar una conversación entre dos amigos desde una distancia que no nos permita escuchar lo que están diciendo, en cuyo caso, asistimos a una elegante danza de la que también participa el contacto ocular. Es interesante señalar, en este último sentido, que cierto coach de teatro familiariza a sus discípulos con esta danza silenciosa visionando películas en las que el sonido, sin embargo, permanece desconectando.
La ciencia actual dispone de herramientas que actúan como una especie de lupa que pone de manifiesto aspectos que resultan invisibles al ojo desnudo, como la sintonía entre el ritmo respiratorio del que escucha y la emisión de aire del que habla. Los experimentos realizados en este sentido han puesto de relieve que, cuando dos amigos están hablando, su ritmo respiratorio se acopla, de modo que ambos respiran al mismo tiempo o que, cuando uno exhala, el otro inhala.
La intensidad de esta sincronía respiratoria es mayor cuanto mayor es la proximidad entre los participantes y aumenta todavía más en los momentos en que ríen ya que, en tal caso, comienzan casi en el mismo instante y, mientras lo hacen, se sincroniza también su ritmo respiratorio.
La coordinación constituye una especie de amortiguador social de los encuentros interpersonales y cumple con la función de lubricar los momentos más embarazosos, como las largas pausas, las interrupciones y las ocasiones en que ambos hablan simultáneamente. Es por ello que, aun cuando una conversación se deshilvane o caiga en el silencio, la sincronía mantiene la sensación de relación, transmitiendo un mensaje tácito de acuerdo y comprensión entre emisor y receptor.
A falta de esta sincronía física, la conversación requiere, para que los participantes se sientan cómodos, de una mayor coordinación verbal. Esto es algo que queda muy claro cuando, por ejemplo, las personas no pueden verse — como sucede en una conversación telefónica o a través de un interfono—, en cuyo caso, las pautas verbales y la alternancia deben coordinarse más que en el caso de que los interlocutores se hallan físicamente presentes.
La simple coincidencia de posturas constituye un elemento extraordinariamente importante del rapport. Cierto estudio que investigó los cambios de postura de los alumnos de un aula descubrió por ejemplo que, cuanto más semejantes son sus posturas a las de sus profesores, más intenso es el rapport y mayor también su nivel general de implicación mutua. De hecho, la coincidencia postural constituye un indicador muy claro del clima emocional del aula.
La sincronía va acompañada de un placer visceral cuya intensidad es tanto mayor cuanto mayor sea el tamaño del grupo. La expresión estética de la sincronía grupal se manifiesta en el disfrute universal de bailar o moverse al mismo ritmo que puede advertirse en el impulso que mueve los brazos de los espectadores que “hacen la ola” en las gradas de un estadio de fútbol.
El fundamento neurológico de la resonancia se halla integrado en la estructura misma de nuestro sistema nervioso. Aun estando en el útero de la madre, el feto sincroniza sus movimientos con el ritmo del habla humana, pero no con otros sonidos. El niño de un año de edad sincroniza el momento y la duración de su parloteo infantil con el ritmo del habla de su madre y, cuando el bebé se encuentra con su madre (o cuando dos extraños se ven por vez primera), la sincronía transmite el mensaje “estoy contigo”. una forma implícita de decir “continúa, por favor” que mantiene el compromiso de la otra persona. Y, cuando la conversación toca a su fin, se alejan de la sincronía, enviando la señal implícita de que ha llegado ya el momento de concluir la interacción. Cuando, por otra parte, la interacción no alcanza la sincronía —es decir, cuando se interrumpen o, de algún modo, no acaban de encajar—, se genera un sentimiento negativo.
Cualquier conversación discurre a través de dos canales, el superior (que transmite la racionalidad, las palabras y los significados) y el inferior (que opera a un nivel subverbal y expresa una vitalidad ajena a toda forma), manteniendo la interacción a través de la experiencia inmediata de la conexión. La sensación de conexión no depende tanto de lo que se dice como del vínculo emocional tácito más directo e íntimo.
Esta conexión subterránea no es ningún misterio, porque siempre manifestamos nuestros sentimientos sobre las cosas mediante expresiones faciales espontáneas, como gestos, miradas y similares. Es como si, a un nivel sutil, estuviésemos manteniendo una conversación silenciosa que nos permitiera adivinar, entre líneas, cómo nos sentimos en la relación y ajustarnos así en consecuencia.
Cada vez que dos personas conversan podemos contemplar este minué emocional en la danza de sus cejas, en los gestos rápidos de sus manos, en las expresiones faciales fugaces, en los veloces ajustes del ritmo verbal, en los intercambios de miradas y cosas por el estilo. Esta sincronía es la que nos permite acoplarnos y conectar y, si lo hacemos bien, entrar en resonancia emocional positiva con los demás.
Cuanta mayor es la sincronía, más semejantes son las emociones que experimentan los implicados y su mantenimiento determina el ajuste emocional. Cuando, por ejemplo, un bebé y su madre pasan juntos de un bajo nivel de energía y alerta a otro más elevado, es mayor el placer que experimentan. La misma capacidad de resonar de ese modo indica la existencia, aun en los bebés, de circuitos cerebrales subyacentes que convierten a la sincronía en algo muy natural.
Los relojes internos
—Pregúnteme por qué no puedo contar un buen chiste.
—Muy bien. ¿Por qué no puede...
—Porque carezco de sentido de la oportunidad.
Los buenos cómicos tienen un gran sentido del ritmo y de la oportunidad para contar chistes y, como sucede en el caso de los concertistas que estudian una partitura musical, suelen analizar minuciosamente cuántas pulsaciones deben esperar antes de rematar un chiste... o, como bien ilustra el chiste que acabamos de mencionar, cuándo deben interrumpirlo. Conseguir el pulso justo garantiza la expresión artística del chiste.
La naturaleza ama el ritmo. La ciencia ha descubierto que el mundo natural está lleno de sincronías cada vez que un proceso natural se acopla y oscila al ritmo de otro. Así, cuando las olas están desacompasadas, se anulan mutuamente y cuando, por el contrario, se sincronizan, se ven amplificadas.
Ese acompasamiento se halla muy presente en el mundo natural (desde las olas del océano hasta los latidos del corazón) y también ocurre en el dominio de las relaciones interpersonales cuando nuestros ritmos emocionales se sincronizan. Cuando un “metrónomo humano” nos propone un determinado ritmo nos hace un favor y viceversa.
El mejor modo de advertir esta sincronía quizás consista en escuchar el despliegue virtuoso de un concierto, en cuyo caso, los músicos parecen extasiados y oscilar al ritmo de la música. Pero lo más interesante es que, por debajo de esa evidente sincronía, la conexión se asienta en los mismos cerebros de los músicos.
La investigación realizada sobre la actividad neuronal de cualquier par de esos músicos pone de manifiesto una gran sincronicidad. Cuando dos violoncelistas, por ejemplo, tocan el mismo fragmento musical, el ritmo de activación neuronal de sus hemisferios derechos parece acoplarse, una sincronía que es mucho mayor que la existente entre los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de cada uno de los ejecutantes.
Para establecer ese grado de sintonía es necesario contar con el concurso de lo que los neurocientíficos denominan “osciladores”, es decir, sistemas neuronales que actúan como relojes que nos permiten llevar a cabo los ajustes y reajustes necesarios para coordinar su tasa de activación en función de la periodicidad de un determinado input, que va desde algo tan sencillo como el ritmo al que una amiga le da los platos que está lavando para que usted los seque hasta algo tan complicado como los movimientos de un pas de deux bien coreografiado.
Aunque habitualmente demos por sentada esa coordinación, se han desarrollado elegantes modelos matemáticos para tratar de describir esta microrrelación. Esas matemáticas neuronales se aplican cada vez que sincronizamos nuestros movimientos con el mundo exterior, no sólo con el mundo humano, sino también con el mundo físico, como ilustra perfectamente el portero que intercepta un balón lanzado a toda velocidad o el tenista que devuelve un saque a 150 kilómetros por hora.