Lanzó un débil gañido, esperando todavía que Índigo parpadeara y la mirara, y que la demencia de sus ojos hubiera desaparecido. Pero la joven no la oyó. En lugar de ello se agachó, el broche apretado con fuerza en su mano, y miró hacia adelante, como si contemplara un mundo extraño y terrible, y le gustara.
Ni siquiera levantó la cabeza cuando el animal abandonó la cueva corriendo.
Un total agotamiento se había apoderado de Jasker, pero su descanso se veía interrumpido por pesadillas inconexas y desagradables. Éstas culminaron en un sueño durante el cual, en otro nivel de conciencia, le pareció oír una voz que pronunciaba su nombre una y otra vez, y cuando se despertó con un sobresalto se quedó momentáneamente desorientado por el silencio que reinaba en su santuario. Se incorporó en su lecho, frotándose los irritados párpados; entonces dio un nuevo respingo al ver a
Grimya
en la entrada de la caverna.
Los ojos de la loba estaban enrojecidos por la congoja. Jadeante, el animal miró al hechicero con una expresión de muda súplica; luego, ante su asombro, resolló de forma gutural, pero clara:
—¡Por favor, ayú... dame!
Jasker se la quedó mirando boquiabierto, preguntándose por un fugaz instante si no estaría soñando todavía. Había conjeturado que la loba era capaz de comunicarse telepáticamente, pero no se había imaginado aquello. Por fin recuperó la voz, aunque apagada por la incredulidad.
—
Grimya...,
puedes hablar...
El animal hundió la cabeza en un gesto que daba a entender confusión e incluso vergüenza.
—Sí. No..., no quería que lo sup... pieras. Pero ahora, no pppuedo... ocultar... lo más. ¡Necesito tu ay... ayuda, Jasker!
A causa de la sorpresa que le produjo el descubrimiento, Jasker no había prestado demasiada atención a lo que
Grimya
había dicho. Pero ahora, aunque con cierto retraso, se dio cuenta, y sintió una aguda punzada de aprensión que borró los últimos restos de su cansancio.
—¿Qué sucede? —Con los músculos en tensión, empezó a ponerse en pie—. ¿Ha ocurrido algo?
—A... ún no. Pero me temo que sucederá. Es Índigo. Ella... —
Grimya
golpeó el suelo con la pata llena de desaliento ante sus limitadas facultades—. Está
enferma.
Un temor nauseabundo convulsionó el estómago de Jasker.
—Por la lengua de Ranaya, ¿no querrás decir que padece la enfermedad de Charchad?
—No, no es e... so. En su cabeza. En su mmmente. Tiene que ver con el hombre, el hombre he... rido. Intenté hab-blar con ella, pero no qu... quiso escuchar. Por favor..., no pppuedo explicarlo bi... bien. Ven y verás.
No precisó que lo apremiaran. Para que
Grimya
hubiera roto su secreto —y podía comprender muy bien por qué deseaba que nadie, excepto Índigo, conociera su peculiar talento— algo debía de andar muy mal.
—Ve delante —le dijo—. Sólo Ranaya sabe si yo podré conseguir algo allí donde tú has fracasado, pero lo intentaré.
Abandonaron la cueva y
Grimya
fue por delante de él a través del laberinto de túneles por los que había seguido la pista del hechicero. Le costaba controlar su impaciencia ante los movimientos más lentos del hombre, y al final echó a correr cuando avistaron la entrada de la caverna principal. Jasker la vio desaparecer por allí y su corazón casi se detuvo cuando le llegó por el túnel el eco de un lastimero aullido.
—
¡Grimya!
Recorrió a la carrera los últimos metros y se precipitó al interior de la cueva. La loba estaba clavada en el centro de la habitación, las orejas pegadas a la cabeza; al entrar él se volvió y lloriqueó una palabra llena de desesperación.
—¡I... do!
La caverna estaba vacía. El suelo se hallaba lleno de cosas, la mayoría pertenecían a Índigo, aunque también había una buena cantidad de objetos personales de Jasker mezclados con ellas. Daba toda la impresión de que alguien había registrado la cueva frenéticamente antes de dejarlo todo abandonado al caos.
Grimya
tenía razón: Índigo se había ido.
Y también Quinas.
J
asker maldijo entre dientes y se sentó en el suelo, ya que sus piernas parecían no querer aguantarlo.
Grimya
corrió a su lado con la lengua colgando.
—¿Qué... vamos a ha... hacer?
La idea de que Quinas pudiera haber recuperado fuerzas suficientes para dominar a Índigo resultaba ridícula; sólo podía haber abandonado la cueva como su prisionero y no viceversa. Pero si el estado mental de la muchacha era tal y como daba a entender la loba, aquella idea no era ningún consuelo.
—
Grimya.
—Se volvió hacia ella con la intención de tomar sus manos, pero entonces recordó que no era un ser humano—. ¿Por qué querría llevarse a Quinas de la cueva? ¿Se te ocurre alguna razón?
La cabeza del animal se balanceó negativamente.
—No... qu... quiso hablar... me. Pero estaba... estaba... —lanzó un desdichado gruñido—. No ppuedo explicar. ¡No sé la pa... palabra apro... apropiada!
—¿Enojada?
—Sssí. Pero más. Como si hubiera... co... conseguido una presa, pero no pupu... diera creer que la había mat... matado, y por lo tan... tanto intentara ma... matarla una y otra vez.
Jasker comprendió la analogía.
—Obsesionada —repuso.
Era lo que había temido.
—Ob... se... sesio... nada. —La loba repitió la palabra con grandes dificultades.
—Sí. Yo también lo he advertido,
Grimya; y
lo comprendo. Verás, yo también estoy obsesionado con la idea de destruir al Charchad, y por eso puedo comprender los sentimientos de Índigo. Pero —lanzó una risa forzada, sin la menor alegría—, aunque parezca extraño, no creo que mi obsesión pueda equipararse a la suya. Algo la empuja; algo que ni siquiera puedo empezar a entender y que hace que mis sentimientos parezcan superficiales en comparación. Cuando trajimos a Quinas a la cueva... —Se contuvo bruscamente—. No. No tienes por qué saber eso; no es justo que te cargue con ello. Baste con decir que creo que deberíamos encontrar a Índigo y pronto.
—Puedo seguir... le el rrrastro —dijo
Grimya
—. Igual que se... guí el tuyo. Será fácil. Pero...
—¿Pero qué?
—Hay algo másss, Jasker. A... algo que no te he dicho.
Aunque la voz de la loba no podía matizar demasiadas modulaciones, su tono alertó al hechicero. Arrugó la frente.
—¿Qué es,
Grimya?
¿Qué es lo que no me has dicho?
—Yo... —Se lamió el hocico preocupada—. No debería decirlo. Se me ha advertido que no lo... diga. Pero si no te a... viso...
El hombre se dio cuenta de que estaba muy angustiada, el deber y el instinto luchaban en su interior y eso la confundía terriblemente. Extendió la mano y le acarició la parte superior de la cabeza, en un intento de calmarla y de convencerla de que su preocupación era auténtica.
—
Grimya,
si has prometido guardar un secreto, entonces lo comprendo y lo respeto; es algo muy noble. Pero hay momentos en que las cosas cambian de forma imprevisible, y si eso sucede, entonces guardar el secreto a veces provoca más daño que bien. ¿Me entiendes?
—Essso creo...
—¿No te parece que éste puede ser uno de esos momentos que no pueden preverse?
—Yo... —Insegura de sí misma, la loba se alejó. Bajó el hocico casi hasta rozar el suelo, pensativa, luego levantó por fin la mirada hacia él—. No sé si lo que dices es ver... dad, pero c... creo que debo decir... telo. Por Índigo. —Se detuvo un instante—. Debo ha... blarte de Né-me-sis.
Jasker sintió un escalofrío.
—¿Némesis? —preguntó con brusquedad.
Grimya
parpadeó.
—¿Sa... sabes lo que es?
Era la palabra que había visto en la mente de Índigo, el fragmentado concepto de un demonio peculiarmente personal que no había comprendido del todo. El corazón de Jasker se puso a latir con más fuerza.
—Sólo he oído hablar de ello una vez —le respondió—. Pero de alguna manera es importante para ella, ¿verdad?
—Sí —admitió
Grimya
sintiéndose muy desdichada.
—¿Y tiene alguna conexión con la plata?
Los ojos de la loba lanzaron un destello rojo y echó hacia atrás los labios, mostrando los colmillos en actitud defensiva.
—¿Cómo sabes eso?
Ansioso por no perder más tiempo con explicaciones detalladas, Jasker disimuló.
—Fue algo que Índigo me dijo. Una insinuación, nada más.
Grimya,
debes hablarme de Némesis; cuéntame todo lo que sepas. —Levantó la cabeza y paseó la mirada por la vacía cueva, como si algún sonido o sombra lo hubiera asustado; luego se estremeció a pesar del calor—. Mi instinto me dice que es de vital importancia.
—Comprendo el ins... tinto —repuso el animal—. Y el mío habla con la misma voz. Pero... ¡ahhh! ¡Ojalá p... pudiera hablar a tu mente! Lo he int... tentado, y no pppue-des oírme.
Así que tenía poderes telepáticos, como él había adivinado. Jasker maldijo en silencio sus propias deficiencias, las habilidades periféricas que nunca había desarrollado. «Si hubiera sido un sirviente más aplicado... », pensó; pero ahora ya era demasiado tarde.
Miró de nuevo a la loba y dijo:
—Sé que es muy duro para ti,
Grimya,
pero debemos hacer todo lo que podamos. Por favor, dime lo que sepas.
Y así, a trompicones, pero tan deprisa como le fue posible,
Grimya
le explicó la diabólica amenaza que seguía los pasos de Índigo, y cómo se había manifestado a través del broche de Chrysiva, que había dado origen a la salvaje y extraña locura de su amiga. Jasker la escuchó, intentando ayudarla cuando no podía encontrar la palabra que le faltaba, y por fin consiguió reconstruir la historia lo suficiente como para tener una idea clara, y nada agradable, de ella.
Pensó en las imágenes que había visto en la mente de Índigo durante la prueba de la verdad. Ahora quedaban explicadas muchas cosas: desde su casi inhumana perseverancia hasta su depravada resolución de prolongar el sufrimiento de Quinas, y la compadeció profundamente. Pero mezclada con su compasión había la certeza total de que dejar que la simpatía nublara su juicio podría resultar un error muy peligroso. Índigo había perdido el control de sus propias motivaciones, y Jasker supuso que en aquellos momentos la influencia del demonio sobre ella era ya demasiado fuerte como para que fuera capaz de razonar. Había que acabar con aquel dominio o, de lo contrario, impulsada por la furia demente que Némesis había orquestado con tanta astucia. Índigo se arrojaría de cabeza y sin considerarlo de forma racional contra el enemigo que intentaba destruir; y aquella imprudente obsesión sería su ruina.
Aquello era precisamente lo que deseaba Némesis.
Grimya
había empezado a pasear de un lado a otro de la cueva. Estaba ansiosa por actuar en vez de hablar, y Jasker se daba perfecta cuenta de que habían perdido mucho tiempo mientras ella relataba su historia. Pero era de vital importancia enterarse de la verdad; Némesis no era un poder al que se podía tomar a la ligera, y sin la advertencia de
Grimya
no hubiera estado preparado para enfrentarse a él.
La loba dijo:
—Quiero ir tras ella. Si es... pero mucho más, no habrá ras-trro que seguir.
—Iré contigo.
—Nnno. Tú sólo me... re-trasarías. —Lo miró como pidiendo disculpas—. Sola, puedo encon... trrrar... la sin ser vista.
Tenía razón; él no era ningún cazador, ni rastreador. Pero poseía otras habilidades...
—Muy bien —repuso—. Pero ten muchísimo cuidado. Ranaya sabe muy bien que no me gusta tener que decir esto, pero si Índigo ha caído, como tú dices, presa de ese demonio, puede que ya no te considere una amiga.
Viejos recuerdos se agitaron en los ojos de la loba, y agachó la cabeza.
—
Lo... sé.
—Entonces encuéntrala y regresa junto a mí tan rápido como puedas.
—Lo ha... re.
Y sin decir nada más,
Grimya
salió corriendo de la cueva. Jasker oyó cómo sus garras arañaban el suelo de piedra mientras recorría el túnel a toda velocidad; luego se dirigió rápidamente al altar de Ranaya. La magia no podía ayudarle ahora; nunca había poseído talento para ver mentalmente, y el olfato de
Grimya
podía localizar a Índigo allí donde sus poderes no conseguirían nada. Hasta que la loba regresara con información sobre su paradero, no podía hacer otra cosa que rezar a su deidad.
Jasker se arrodilló ante el altar y empezó a suplicar en silencio y con gran fervor en busca de consejo.
Para desaliento de
Grimya,
el rastro de Índigo estaba casi destruido por el calor y la contaminación procedente de las minas. Salió de la red de túneles al abrasador sol de primera hora de la tarde, y se vio asaltada al instante por los hedores sulfurosos que un viento del noroeste arrojó sobre su rostro y que convirtieron la atmósfera que la rodeaba en una neblina de color cobre. La roca era demasiado árida para reflejar ni siquiera una pisada, y durante varios minutos
Grimya
se dedicó a olfatear el suelo, luchando por interpretar y separar los olores de la piedra caliente, el viejo magma y el hedor aún más desagradable del lejano valle. Por fin, no obstante, su hocico encontró algo que reconoció. Una insinuación tan sólo, pero la condujo por un antiguo lecho de lava, montaña arriba.
Él calor la hacía jadear y el suelo rocoso le quemaba las patas, pero hizo caso omiso de las molestias y corrió por la torrentera; de vez en cuando se detenía para comprobar que el rastro, débil pero todavía perceptible, no había desaparecido. Intentaba moverse por la sombra siempre que podía encontrarla, pero a medida que ascendía más y más hacia las cumbres, las zonas umbrías se hicieron cada vez más escasas, hasta que se encontró en una loma que se cocía bajo el ardiente sol.
Grimya
se detuvo para orientarse. El viento era más fuerte allí y agitaba su pelaje, pero mitigaba muy poco el calor; allá a lo lejos, a sus pies, pudo ver la espesa y sucia niebla fosforescente que flotaba sobre las minas. Hogueras tenebrosas relucían por entre la mezcla de humo y niebla allí donde ardían los hornos de fundición, y el aire vibraba, pesado y amenazador, con el hedor y el ruido que subía del valle.
Grimya
se estremeció y no quiso seguir contemplando la escena. Volvió la cabeza para examinar la loma y vio, algo más adelante, allí donde la cresta se hundía para formar un estrecho desnivel entre dos conos volcánicos idénticos, a dos figuras que se movían con lentitud.