Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
Una tarde, Nahueltruz se presentó en la editora. Saludó afectuosamente a Mario Javier y le preguntó por sus padres. Saludó también a Ciro Alfano, que se mostró intimidado ante la figura de coloso que le extendía una mano grande como una prensadora.
—Buenas tardes, Blasco —dijo a continuación, y se acercó a su escritorio.
—Buenas tardes —contestó el muchacho.
Mario Javier le pidió a Ciro que les alcanzara una taza de mate cocido y acomodó una silla junto a la de Nahueltruz. Hacía un esfuerzo para no llamarlo cacique y para evitar los temas y las gentes del pasado. Hablaron mayormente del periódico. Blasco, que permanecía callado, se dedicó a estudiar a Nahueltruz, a quien encontró envejecido y cansado, como si esos días de separación se hubiesen convertido en años. Definitivamente, sus sienes estaban más canosas, sus ojeras más abultadas y el ceño de la frente más acentuado.
—Vengo de casa del senador Cambaceres —pronunció Guor—. Me dijo que, por el momento, resulta imposible conseguir el permiso para visitar Martín García.
Tanto Mario Javier como Blasco sabían que la visita a la isla significaba la única posibilidad de volver a ver a Epumer, el tío más querido de Nahueltruz.
—Como están las cosas —prosiguió—, con la expedición de Roca recién terminada, prefieren esperar a que se aplaque el avispero antes de dar rienda suelta con los prisioneros. ¡Cómo si pudieran hacer algo, los pobres diablos! —exclamó, y parte de su eterno rencor despuntó en sus ojos grises confiriéndoles una vivacidad ausente hasta ese momento.
—¿Se ha arruinado tu negocio de caballos con el señor Lynch? —preguntó Blasco a quemarropa, y a Nahueltruz le tomó unos segundos responder.
—No es por eso que me opongo a que te relaciones con su hija.
—¿Se ha arruinado?
—No, no se ha arruinado. Lynch está tan necesitado de dinero que ha seguido adelante, a pesar de todo. Más ahora que Lezica amenaza con retirar su parte del capital si el matrimonio no se concreta. He ofrecido poner el dinero que falte.
—Entonces —habló Blasco—, el matrimonio de Pura y ese hombre es por dinero.
—Los matrimonios de estas gentes
siempre
son por dinero. No quiero que te lastimen, Blasco —expresó Guor con el gesto y la voz repentinamente mitigados—. Quiero que regreses a casa, que estés con nosotros, tu familia.
—No. Estoy bien donde estoy. Me gusta ganar mi dinero. Me gusta esta independencia que de otro modo no tendría. Ya soy un hombre, Lorenzo, y si quiero desposar a Pura Lynch debo aprender a ganarme el pan.
Laura entró en la imprenta y saludó a Ciro Alfano.
—¡Señora Riglos! —exclamó el muchacho, que sufría un desbarajuste cada vez que la hermosa viuda se le plantaba enfrente—. ¿Ha traído el último capítulo de
La gente de los carrizos?
¡Es un éxito! La tirada ha aumentado considerablemente. Las suscripciones también. ¿Puede creer que las señoras envían a sus criadas a suscribirse? Ocultan su interés en el folletín, pero resulta evidente. Si no, ¿cómo mujeres analfabetas se suscribirían? Debo confesarle, señora, que yo mismo soy un gran admirador suyo.
Al percatarse de la presencia de Nahueltruz, Laura dejó de sonreír. Nahueltruz, por su parte, se había puesto de pie y la miraba. Laura también lo miró y le pareció que el último encuentro en lo de Lynch había ocurrido décadas atrás. Entregó el manuscrito a Ciro, dijo «buenas tardes» y marchó hacia la calle. Guor salió tras ella, desconcertando a Ciro, preocupando a Mario Javier y a Blasco. Laura caminaba a paso ligero; María Pancha la seguía con una canasta bajo el brazo.
—¡Señora Riglos! —llamó, y acortó la distancia a la carrera.
Era la primera vez en más de seis años que Nahueltruz se topaba con la negra María Pancha. El tiempo no corría para esa mujer, lucía igual, incluso su hostilidad era la misma. Se quitó el sombrero y la saludó con un breve movimiento de cabeza. Enseguida se dirigió a Laura, radiante en su traje de seda a rayas rosas y blancas. La caminata veloz le había coloreado los carrillos. Se la veía saludable. Parecía mentira que semanas atrás se hubiera cotilleado que sufría de consunción.
—Laura —dijo en voz baja.
—¿Señor Rosas? —replicó ella, ocultando su mirada detrás del parasol.
—Sabes que no estoy de acuerdo con esta relación entre la señorita Lynch y Blasco...
—Me tiene sin cuidado —aseguró, y tuvo intención de recomenzar la marcha, pero Guor le suplicó que aguardase.
—Escúchame, por favor.
Laura corrió su parasol y lo miró directo a los ojos.
—Tengo prisa, señor Rosas. Hable de una vez.
—No estoy de acuerdo, es verdad, y mis razones las conoces de memoria. Los Lynch destrozarán a Blasco antes de permitirle que se acerque a Pura. Y sabes que haré lo imposible para preservarlo de ese calvario. No hice de él lo que hice para que tu sobrina lo destruya por un capricho de niña gazmoña. De todos modos, quiero agradecerte lo que haces por él. Eduarda me ha dicho que la Editora del Plata es de tu propiedad, y también me ha dicho que ayudas a Blasco en muchas otras cosas.
—Por ejemplo —apuntó María Pancha—, en esta canasta llevo a la pensión su ropa lavada y planchada con mis propias manos, que no es poco,
señor Rosas.
—María Pancha, por favor —intervino Laura, pero la mujer no tenía pensado callarse.
—Y Eusebio, el cochero del señor Francisco, le lleva todas las noches un plato de comida caliente. Una porción de la
misma
comida que se sirve en la mesa de la Santísima Trinidad,
señor Rosas.
—¿Por qué lo haces, Laura?
—¿Acaso no ha escuchado lo que se murmura? —siguió María Pancha—. Dicen que lo hace por Pura. Otros insinúan que se trata simplemente del gusto de Laura por el escándalo. Incluso hay quienes aseguran que está enamorada del señor Lezica. La verdadera razón es otra, y está celosamente guardada.
—¿Por qué? —insistió Guor.
—¿Por qué? —repitió Laura con fastidio—. Porque si alguien me hubiese ayudado
a mí
seis años atrás en Río Cuarto, cuando me encontraba tan sola y desesperada, otra habría sido mi historia. Pero eso ya no cuenta. Buenas tardes.
La hostilidad de Laura lo dejó sin fuerzas y, mientras ella se alejaba, él permaneció quieto en medio de la acera, con la mirada puesta en su figura. Lo sobrecogieron las ganas de preguntarle y decirle muchas cosas, pero no se movió ni hizo el intento de seguirla o llamarla. Recordó, como a menudo, las palabras que Ventura Monterosa le dijo antes de partir. Que Laura lo amaba, que lo había amado antes y que lo amaría siempre.
Déjá vu
Virginiana Parral jamás habría aprendido a leer y escribir si su vida no hubiese dado un giro radical la siesta en que el patrón la vio bañarse en la laguna y la tomó sin mayores explicaciones. Ella contaba quince años cuando María Esther, el primer fruto de sus amoríos con el patrón, nació. Virginiana dejó el rancho de su padre, un peón más de la estancia, y se mudó a la casa grande, donde servía al patrón en la mesa y en la cama.
Además de poseer una belleza agresiva y exótica, con sus ojos de tigresa y una piel cobriza que brillaba a la luz del sol y de la luna, Virginiana era perspicaz y rápida de entendederas. Con paciencia, usando las artimañas que seducen a cualquier hombre infatuado, ganó autoridad en la casa grande, desplazó a la mujer del capataz y se convirtió en la patrona de quienes habían sido sus pares. Ahora la llamaban «señora», y le temían.
Al patrón lo complació la avidez de Virginiana y le pidió al padre Epifanio, el cura de la Matanza, poblado donde se hallaba su campo, que le enseñara a leer y escribir. La muchacha no sólo aprendió a leer y a escribir sino que tomó gusto por las aritméticas, y en poco tiempo se hizo cargo de las cuentas de la estancia, tarea que fastidiaba al patrón, más afecto a los negocios de ciudad que a llenarse las botas con estiércol.
Iban por la segunda niña cuando Virginiana entendió que el patrón la llenaría de hijos que jamás llevarían su apellido. Terminarían por convertirse en peones, respetados y con buenos jornales, sí, pero nada más. En cuanto a las niñas, el patrón ya hacía planes para enviarlas a estudiar a conventos en la ciudad, donde, sin duda, pretendía que pasaran el resto de sus días. Una noche, Virginiana le negó sus favores y se atrincheró en una habitación, la que abandonó cuando le confirmaron que el patrón había partido hacia la ciudad hecho una furia. Virginiana dejó de ocuparse de los asuntos del campo; las cuentas se acumulaban, los mamotretos juntaban polvo en los anaqueles con las entradas vacías, los animales se desperdigaban en propiedades vecinas y los peones no recibían la paga; también desatendió los quehaceres domésticos y prohibió que otros los llevaran a cabo. De regreso, el patrón se encontró con un desquicio.
—Virginiana, ¿qué estás buscando? —preguntó sin mayor autoridad.
—Que me convierta en su mujer, patrón.
—Ya eres mi mujer.
—Su mujer ante Dios, patrón, y que mis hijos lleven su apellido.
El hombre meditó unos segundos antes de prometer:
—Cuando me des un hijo varón, te convertiré en mi esposa.
A Virginiana le pareció un trato justo. A su debido tiempo, le dio un varón, y, por insistencia de ella, el niño llevó el nombre del padre: Climaco Lezica.
Los casó el padre Epifanio luego de la cuarentena de Virginiana en una ceremonia a la que asistieron pocas personas. La vida del matrimonio no distaba de la del concubinato que habían llevado por más de cinco años. Él visitaba “la Matanza” cuando los negocios en la ciudad se lo permitían, mientras ella continuaba a cargo del campo, de la casa grande y de los niños. Solamente que ahora Virginiana lucía un vistoso anillo en la mano izquierda y se hacía llamar «señora Lezica».
A menudo, los peones que viajaban a Buenos Aires le traían periódicos que a Virginiana le gustaba leer. En especial se había aficionado a
La Aurora,
uno con folletines cautivantes escritos por una mujer, una tal Laura Escalante. Allí se enteró del jaleo entre “lauristas” y “lynchistas”. El periódico se le resbaló de las manos cuando llegó al párrafo que decía que Climaco Lezica era el protagonista del embrollo.
La jornada empezó con la consuetudinaria disputa con tía Dolores, que se arrogaba el papel de ministra plenipotenciaria de José Camilo Lynch y Climaco Lezica en la Santísima Trinidad. Laura terminó por ordenarle que empacara y se marchara antes del mediodía.
—Esta es la casa de mis padres —interpuso Dolores—, no me moverás de aquí.
—Se equivoca.
Era
la casa de sus padres. Está a mi nombre desde que pagué la hipoteca que la gravaba. ¡Ahora la quiero fuera antes del mediodía!
Laura nunca había visto llorar a su abuelo Francisco. El anciano se presentó en su habitación y rogó misericordia para su hija Doloritas, una mujer, dijo, amargada a causa de los golpes recibidos en el pasado.
—Yo también fui duramente golpeada por la vida, abuelo.
—Pero tu espíritu, Laurita —interpuso Francisco Montes—, es superior al de ella. Por eso, porque conozco tu naturaleza, es que apelo a tu piedad no apartes a Dolores de esta casa, estaría perdida sin nosotros, incluso sin ti.
—No me adjudique un espíritu superior para convencerme de no expulsar de mi propia casa a una mujer que siempre me ha hostilizado. No soy tan benévola ni perfecta. Pide demasiado. He soportado bastante.
—Lo sé. Has tenido paciencia y has sido generosa. La verdad es, querida, que yo no podría vivir aquí si expulsases a una de mis hijas. ¿Sabes? Permití que tu abuela gobernara sus vidas, incluso la mía, y los frutos están a la vista. Quizás sea demasiado tarde, pero quiero protegerlas.
Las mejillas apergaminadas de Francisco brillaron de lágrimas, y Laura no tuvo corazón para negarle lo que pedía. Se arrodilló frente a él, le retiró las manos de la cara y se la secó con su pañuelo.
—Tía Dolores puede quedarse, abuelo. Pero ya no vuelva a llorar. Usted sabe, a los niños no nos gusta ver llorar a los adultos.
Más tarde, Laura se topó con Dolores en el corredor.
—No confunda mi misericordia, no es para con usted sino para con mi abuelo Francisco. Por el bien de todos, no vuelva a cruzarse en mi camino.
Laura decidió dejar atrás el altercado y olvidar las lágrimas de su abuelo. Nada le arrumaría el entusiasmo con el que aguardaba la velada en el Club del Progreso esa noche. Necesitaba prepararse. La sociedad aguardaba expectante su aparición, y ella se había propuesto descollar. La excitaba enfrentar el antagonismo de los “lynchistas”, y ya se regodeaba con los intercambios cargados de ironías y sutilezas. Ansiaba conocer la opinión de Avellaneda, de Sarmiento, ¡ah, en especial la de Sarmiento!, de Estanislao Zeballos, que de seguro la atacaría, de Eduardo Wilde, que, probablemente, se mostraría ambiguo.
La presencia de Roca otorgaría a la noche la intriga que la convertiría en inolvidable. La idea del reencuentro le provocaba sentimientos en disputa. Por un lado, aún la seducía el adusto general. Por el otro, Clara Funes y sus cuatro hijos se volvían obstáculos pesados como cadenas. En el fondo, incluso a pesar de ella y de sus esfuerzos, aún contaba Nahueltruz Guor.
Eduarda Mansilla le había advertido que evitara a Climaco Lezica durante la fiesta. Se decía que andaba como loco y que culpaba abiertamente a la viuda de Riglos por influenciar en el ánimo de su prometida. La tozudez de Lezica resultaba sorprendente. Su falta de orgullo, también. No parecía importunarlo el papel de novio despreciado ni ser objeto de bromas pesadas y comentarios sardónicos. Los periódicos obtenían pingües ganancias con el enredo, y hasta se publicaban folletines basados en la historia de Lezica y la señorita Lynch. El más popular era el de
El Mosquito,
titulado
A la vejez, viruela.
A Laura comenzaba a inquietarla la tenacidad de Lezica y la intransigencia de su primo José Camilo. ¿Hasta cuándo debería esconder a Purita? Aunque la paciencia de la muchacha era loable, Laura sabía que no mantendría enjaulado a un espíritu inquieto como el de ella por mucho tiempo. Incluso Blasco se impacientaba, y Laura temía que se precipitara en una decisión que lo perjudicaría irremediablemente.
Elegía entre sus trajes para la fiesta en el Club del Progreso cuando María Pancha le informó que la señora Lezica la aguardaba en la sala.
—¿La señora Lezica? —se extrañó Laura—. ¿Acaso la madre de Lezica no murió el año pasado?