Indias Blancas (49 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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María Pancha dejó la silla y se encaminó hacia la ventana donde permaneció en silenciosa contemplación. Al volverse, tenía los ojos arrasados y el gesto deformado en una mueca de ira reprimida. «¡Maldito salvaje, maldito Mariano Rosas!», prorrumpió, sus palabras como un látigo que azotaron el aire. «¡Lo maldigo, a él y a su descendencia! ¡Ojala ardan en el infierno!». Descargó los puños sobre el marco de la ventana y gritó de rabia. Corrí junto a ella y la aferré por las muñecas. «¡No, no!, —imploré, desesperada—. ¡No maldigas a mi hijo ni al hombre que tanto amé!».

Fue una larga noche de confesiones y lágrimas. Cerca de la madrugada, me sentí aliviada, con una ligereza en el alma que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Antes de retirarse a su dormitorio, María Pancha, con esa honestidad tan propia de ella, me previno: «Siempre odiaré el recuerdo de ese indio que te apartó de nuestro lado y que te hizo sufrir».

Dormí hasta las primeras horas de la tarde, un sueño profundo y sin resquicios por donde se filtrasen las pesadillas y los fantasmas que me habían acechado últimamente. Me desperté renovada. Salté de la cama y abrí la ventana de par en par. Me bañé, me vestí y comí de buen ánimo. Me presenté en el despacho de tío Lorenzo y le pedí dinero para hacer compras con María Pancha. Mi guardarropas era menos que impropio; sólo contaba con algunas prendas de algodón y un par de botines de cordobán que Generosa Javier había comprado por cuenta de mi tío en Río Cuarto. No podía presentarme en Buenos Aires, menos aún viajar a Europa, tan mal vestida. Las tiendas de Córdoba dejaban que desear y, aunque tío Lorenzo había sido más que generoso, sólo cortaríamos vestidos elegantes de los paños que conseguimos porque María Pancha era hábil con la aguja. No pasaban desapercibidas las miradas, algunas curiosas, otras siniestras, que nos echaban las mujeres en las tiendas y por la calle; todas conocían a María Pancha como la esclava que había salvado al general Escalante luego del ataque de los matreros, y no necesitaban ser inteligentes para colegir que aquella forastera que la acompañaba era la que se decía Blanca Montes.

De regreso en casa de tío Lorenzo, nos encontramos con Escalante. Al verme, se puso de pie de un salto. La sonrisa se me borró de los labios; el día ya no me parecía tan brillante ni el paseo tan atractivo. Coloqué mis paquetes sobre los de María Pancha y le pedí que los llevara a la recámara. La vacilación de tío Lorenzo dejaba entrever que se sentía culpable por haber violado un pacto tácito dejando entrar a Escalante otra vez en su casa. Asimismo, comprendí que no podía rehuir eternamente a ese hombre que había sido mi esposo: debía enfrentarlo, y ese momento parecía propicio. Le pedí a tío Lorenzo que nos dejara a solas y tomé asiento; Escalante hizo lo mismo.

Increíblemente segura, esperé a que el general hablase; yo no tenía nada que decir. «Tu tío viajó hace poco a Ascochinga para avisarme que te había rescatado», explicó el general, y los colores me subieron al rostro al caer en la cuenta de que el mentado viaje a Río Tercero para comprar mulas, en realidad había sido uno a Ascochinga para vender a su sobrina. Principalmente me molestaba que Escalante creyera que yo había propiciado esa visita y que bregaba por un acercamiento. Bastante mordaz, expresé: «Sinceramente no creo, general, que se haya enterado de mi llegada a Córdoba gracias a la visita de tío Lorenzo a su estancia», y lo contemplé de hito en hito, desafiándolo. «Si algo he aprendido de esta bendita ciudad suya es que las noticias viajan en volandas», añadí, y noté que el general reprimía una mueca divertida. «Es cierto, —admitió—, lo supe pocos días después, dos días después, para ser preciso; mi hermana Selma envió un chasque a Ascochinga con la noticia», explicó con bastante fluidez, luego pareció apagarse. Lucía agobiado y cansado; había apoyado un codo sobre la pierna y con la mano se sostenía la cabeza. Yo, por mi parte, me empecinaba en el silencio. ¿Qué sabría este hombre acerca de mí y de Mariano Rosas? ¿Sabría de Nahueltruz? En caso de que Escalante se hallara en desconocimiento de estos hechos, por cierto, no sería yo la que echaría luz sobre ellos.

«Fue muy duro para mí aceptar que te habían arrebatado de mis manos», confesó Escalante. «Me sentí un inútil, poco hombre. Había permitido que un puñado de salvajes te apartaran de mí, no había sido capaz de protegerte y preservarte, a ti, lo más importante de mi vida». Se calló, evidentemente avergonzado por eso de “lo más importante de mi vida”, remiso como era a revelar sus sentimientos. «Para usted yo he muerto, general», expresé con rencor, y me guardé de ventilar otros sudarios, como que había tratado de matarme. «Supongo que mi aparición en esta ciudad le resulta sumamente inconveniente después que aseguró que yo estaba muerta y sepultada. No obstante, le suplico que no se aflija: algunos piensan que ni siquiera soy Blanca Montes sino una impostora. Partiré pronto a Buenos Aires y luego a Europa y, como siempre, las murmuraciones y habladurías se irán acallando hasta ser olvidadas por completo». El general Escalante bajó la vista, herido por la acritud de mis palabras. Aunque en contra de mi voluntad, volví a experimentar lástima por él. «Has cambiado, Blanca», aseguró con timidez. Me molestó el tono de reproche y la desilusión en su semblante; me molestó además que esa nueva mujer que era yo no le agradara. Confundida, le espeté que no quedaba nada por decir. «Buenas tardes, general», y me evadí hacia el corredor, pero Escalante me aferró por la muñeca y me apretó contra su pecho. «¡No te irás!», ordenó en un susurro sobre mi sien, y más para sí, preguntó: «¿Qué haré contigo ahora, Blanca?». Traté de zafarme. Él volvió a sujetarme cerca de su cuerpo, al tiempo que expresaba con firmeza: «No volveré a perderte, aunque tenga que luchar contra ti, contra tu resentimiento y contra mí mismo. Y créeme, Blanca, esta vez no perderé la batalla». Escalante intentó besarme, pero yo aparté el rostro. Mi rechazo no lo molestó; por el contrario, le centelleaban los ojos con seguridad y decisión. «Volveré mañana», informó imperativamente, y yo, con menos ínfulas que al principio, le dejé en claro que, mientras contara con la anuencia del señor Lorenzo Pardo, podía hacer como gustara. «Esta no es mi casa sino de mi tío», rematé con sarcasmo, y abandoné la sala.

Esa noche, concluida la cena, pedí unas palabras a tío Lorenzo, que me indicó el despacho. «¿Por qué fue a ver al general Escalante a Ascochinga?», solté sin preámbulos. Tío Lorenzo terminó de acomodarse en su butaca detrás del escritorio y meditó sin apremios antes de manifestarme sus dudas y desvelos. «Lamento no haber sido sincero contigo y haberte expuesto mis planes. Te pido perdón». Como yo no le contestaba, prosiguió con embarazo: «Después del rescate, pensé que lo mejor sería alejarte de aquí, protegerte de la inquina de la gente, de los chismes que te lastimarían. Por eso te propuse un largo viaje a Europa. Con el paso de los días, mis reflexiones me llevaron por otros derroteros y terminé por aceptar que no podemos escapar de la verdad. Ciertamente, podríamos alejarnos y vivir como reyes en la ciudad europea que tú eligieras. Y luego, ¿qué? ¿Serías capaz de recomenzar una vida cuando dejaste aquí lazos indisolubles? ¡Eres tan joven!», exclamó, y se puso de pie. «Y tan hermosa. No pasaría mucho hasta que algún hombre te pidiera en matrimonio, algo que no podrías aceptar sin cometer el delito de bigamia. ¿Cómo puedo conducirte y condenarte a un destino tan azaroso después de todo lo que has padecido? Por eso creí que lo mejor sería tratar de recomponer las cosas con José Vicente. Te confieso que, en Ascochinga, lo encontré firme en la decisión de no volver a verte. ¡No lo juzgues!», agregó de prisa al notar mi fastidio. «Cualquier hombre en la posición de Escalante habría reaccionado igual, yo mismo, incluso. Por eso te pido que no lo juzgues. Dejé Ascochinga con las esperanzas deshechas, pues José Vicente me aseguró que no volvería contigo. Ayer, sin embargo, se presentó y me dijo que deseaba verte. No me hallaba en posición de hacerme el ofendido y por eso propicié el encuentro. Él es tu esposo, querida». La declaración de tío Lorenzo me pasmó por lo sensata e irrebatible. Aterida por mi dolor, desesperanzada y resentida, no había osado pensar en el futuro; sin embargo, el futuro existía y debía enfrentarlo con juicio. «No actúes desde el miedo y el rencor», me aconsejó tío Lorenzo.

A la mañana siguiente, Paloma anunció que el padre Marcos Donatti me aguardaba en la sala. María Pancha, que acomodaba los moldes del vestido sobre la pieza de brocado, soltó las tijeras y los alfileres y caminó a trancos por el corredor. La encontré de rodillas frente al sacerdote en el acto de besarle los cordones. «Padre, —dijo María Pancha, y se puso de pie—, ella es Blanca Montes. Blanca, —expresó a su vez—, el padre Marcos es un gran amigo del general».

De Marcos Donatti me sorprendieron su luminosidad y alegría, la juventud y benevolencia de sus facciones y, con el tiempo, su infinita predisposición para amar y justificar a sus semejantes. El hábito de franciscano era el único indicio de su sacerdocio; por lo demás, se trataba de un hombre secular, abierto, amigable y tolerante. «José Vicente me ha hablado tanto de usted que no pude refrenar mis deseos de conocerla. Espero no haber llegado en mal momento». La desenvoltura y frescura de sus modales me despojaron de la incomodidad y le pedí que tomara asiento. María Pancha marchó a la cocina a preparar chocolate caliente, la debilidad del padre Marcos. Desde ese día, cada vez que visitaba lo de tío Lorenzo (casi a diario, por cierto) Marcos Donatti lo hacía con la excusa del chocolate de María Pancha, que ninguno era tan sabroso, espeso y aromático como el de ella. Yo sabía, sin embargo, que Marcos venía por mí. Porque Escalante se lo había pedido. Me pregunto cuánto habrá tenido que ver Marcos Donatti con el repentino cambio de parecer del general, cuando en Ascochinga se había mostrado intransigente con tío Lorenzo.

El general Escalante era otro hombre cuando el padre Marcos se hallaba presente. A veces cenaban en casa de tío Lorenzo y me agradaba verlos conversar, porque Marcos no le temía al general y le importaba bien poco exponerlo y reírse de sus defectos. Escalante, por su parte, lo dejaba hacer con la paciencia y benevolencia de quien deja juguetear a un cachorro con los cordones del zapato. El entrecejo de José Vicente se relajaba, una sonrisa complaciente le embellecía el rostro y una soltura que no mostraba en otras ocasiones ni frente a otras personas me hacía sentir a gusto. El padre Marcos Donatti me enseñó a un general Escalante que no conocía.

Admití que la situación tomaba visos ridículos: Escalante comparecía a diario en lo de tío Lorenzo como si cortejase a una doncella con la anuencia del padre. Me decía que el general pronto perdería la paciencia y me exigiría que me mudara a su casa. La idea me aterraba. El resto, en cambio, parecía animado con la perspectiva del matrimonio Escalante otra vez bajo el mismo techo, incluso tía Carolita, que llegó a Córdoba a principios del invierno acompañada de tío Jean-Émile, de mi prima Magdalena y de la vieja Alcira. De acuerdo con la manera en que operan en mí las sorpresas, me quedé muda y quieta al ver al grupo de viajeros en medio de la sala de tío Lorenzo. Ni siquiera habían enviado un chasque para anunciar su llegada; se habían presentado así, sin aviso. Superada la primera impresión, me arrojé a los brazos abiertos de mi tía y nos desahogamos a coro. Ella, entre suspiros, repetía: «Me dijeron que habías muerto, me dijeron que habías muerto». Siguió Alcira, con su cuerpo empequeñecido y su espalda encorvada, sus ojos de arco senil y su boca sin dientes; con voz trémula me aseguró que siempre había sabido que yo no había muerto durante el ataque de los matreros. «Ahora le puedo pedir al Señor que me lleve junto a Él ya que he vuelto a verte». Tío Jean-Émile se mostró tan afectuoso como de costumbre y Magdalena se aferró de mi brazo y no se separó de mí lo que duró la tarde.

Esa noche, tía Carolita se presentó en mi recámara. «No le haré reclamos al general por semejante embuste, por haberme hecho creer que Dios te había llevado», expresó con un rencor tan poco usual en su modo dulce y contemporizador. «Tu tío Jean-Émile cree que es la lógica reacción de un hombre orgulloso y viril, y que no debemos juzgarlo. No lo juzgaremos, entonces; después de todo, eso no complacería a Nuestro Señor Jesús, siempre tan predispuesto a perdonar. Pues bien, lo perdono de corazón», dijo, con la mano sobre el pecho. «Con todo, quiero que sepas que, de haber sabido la verdad, yo misma me habría internado en ese maldito desierto», afirmó, y yo abrí grandes los ojos pues era la primera vez que la escuchaba maldecir.

Resultó fácil contarle a tía Carolita cuánto había querido a Nahueltruz, incluso al otro hijo, a ese al que nunca le conocería el rostro. Le expliqué lo que significaba Nahueltruz Guor en araucano; le dije que había tenido los ojos grises de los Laure y Luque y el pelo renegrido como el padre, y le enseñé el mechón que siempre llevaba conmigo en el guardapelo de la abuela Pilarita; le referí también que había sido listo y observador, dulce y cariñoso, que los caballos y su perro Gutiérrez habían sido su pasión, que nadaba como un pez, y que, a pesar de sus apenas cuatro años, había aprendido a escribir su nombre y las palabras mamá y papá. «¿Y el padre?», inquirió tía Carolita, con la mansedumbre y la naturalidad de quien pregunta por el tiempo. Le conté entonces de Mariano, de cuánto lo había odiado y de cuánto lo había amado; le mencioné sus ojos azules de pestañas espesas, su cuerpo macizo y sus piernas estevadas; su carácter a veces atrabiliario, otras dulce y complaciente; su maestría sobre el caballo y lo orgullosa que me había sentido al verlo enseñar a su gente a trabajar la tierra y a criar ganado; le hablé también de sus años en “El Pino” y de su relación con don Juan Manuel de Rosas, aunque me cuidé de mencionar que era su padre. Resultaba fácil hablar con tía Carolita, una mujer que no acostumbra a condenar ni prejuzgar.

«Mañana pediremos una misa por las almas de tus hijos y por la de ese hombre», concluyó mi tía, y yo le confesé que me angustiaba la idea de que Nahueltruz hubiese muerto sin haber recibido el bautismo. «No te angusties, querida», me reconfortó tía Carolita, «Dios es demasiado bueno y justo para permitir que tu angelito flote en el limbo por no haber sido bautizado. Me gusta imaginar que hace tiempo que está con Él y que es nuestro embajador».

Pero tía Carolita no se había presentado esa noche en mi recámara sólo para referirse al pasado sino para abordar el rispido tema del futuro. «Eres una muchacha tan valiente, Blanca», dijo, a modo de introito. «Me siento orgullosa de ti. Has debido de padecer entre aquellas gentes, lo sé; y sé que tendrás que hacerlo entre éstas. Mañana también pediremos una misa por ti, para que el Señor te dé fuerzas y sabiduría». Enseguida fue al grano: debía regresar con Escalante, y la razón era sólo una: él era mi esposo. Al igual que tío Lorenzo, tía Carolita parecía soslayar los cuatro años de separación y que yo había pertenecido a otro, incluso, que había parido un hijo de ese hombre. «Dadas las circunstancias, es lo mejor para ti», aclaró de inmediato al percibir mi recelo. «¿Qué será de tu vida si decides apartarte para siempre de él? Estarás condenada a la soledad hasta tanto él muera, y, créeme, ese hombre es un roble, vivirá muchos años. El general Escalante está dispuesto a echar un manto oscuro sobre los incidentes que los alejaron, tú debes hacer lo propio». Era cierto: Escalante parecía dispuesto a olvidar, jamás me preguntaba por la suerte que había corrido entre los indios. Yo, por mi parte, debía perdonarle que hubiese intentado matarme, los engaños que vinieron después y su primer rechazo. Esa noche, no pegué un ojo, con José Vicente Escalante permanentemente en la cabeza.

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