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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (35 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Oscar trató de acallar a los loros.

—¿Lo ideal? —preguntó mientras les acariciaba las plumas encrespadas—. Lo ideal sería hacer desaparecer a Charlie de la faz de la tierra.

—Eso mismo pretendía hacer él con ella —observó Dowd.

—¿Y eso qué significa?

—Solo que ambos son capaces de matar.

Oscar soltó un gruñido de desprecio.

—Charlie solo jugaba con la idea de hacerlo —dijo—. ¡No tiene cojones! ¡No tiene un objetivo! —Regresó a su silla de respaldo alto con expresión malhumorada—. No voy a poder arreglarlo, ¡maldita sea! —añadió—. Me da en la nariz. Hasta ahora hemos mantenido las cosas limpias y ordenadas, pero no seguirán así. Charlie tiene que ser eliminado de la ecuación.

—Es su hermano.

—Es una carga.

—Lo que quiero decir es que, como es su hermano, deberá ser usted quien se encargue de eliminarlo.

Oscar abrió los ojos de par en par.

—Por Dios Santo… —exclamó.

—Piense en lo que dirían en Yzordderrex si lo contara.

—¿Qué? ¿Que he matado a mi propio hermano? No creo que sea algo fascinante.

—Pero hará lo que tenga que hacer para guardar el secreto, por desagradable que sea. —Dowd hizo una pausa para dejar que la idea floreciera—. Eso me parece heroico. Y creo que lo mismo pensarán ellos.

—Estoy pensando.

—Es su reputación en Yzordderrex lo que le preocupa tanto, ¿verdad?, y no lo que ocurra en el Quinto. Ya ha dicho en otras ocasiones que este mundo se hace cada día más aburrido.

Oscar meditó aquello durante un rato.

—Tal vez debería desaparecer. Matarlos a ambos para asegurarme de que nadie sepa nunca a dónde voy…

—A dónde nos vamos los dos.

—… y después desaparecer y entrar a formar parte de las leyendas. Oscar Godolphin, que dejó a su hermano muerto junto a su mujer y desapareció. Sí, eso es. Será un titular estupendo en Patashoqua. —Meditó unos momentos más—. ¿Cuál es el arma típica de asesinato entre parientes? —preguntó por fin.

—La quijada de un burro.

—Qué ridiculez.

—Tendrá que pensar en algo mejor usted mismo.

—Lo haré. Prepárame una copa, Dowdy. Y sírvete otra para ti. Beberemos para olvidar.

—¿No lo hace todo el mundo? —replicó Dowd, pero Godolphin se perdió el comentario, ensimismado ya en sus tramas de asesinato.

Capítulo 20
1

C
ortés y Pai llevaban seis días en la carretera de Patashoqua; días que no se medían por el reloj de Pai, sino por la luz y la oscuridad que dominaban el colorido cielo. Durante el quinto día el reloj pasó a mejor vida, enloquecido por el campo magnético que rodeaba una ciudad de pirámides que dejaron atrás, o eso supuso Pai. A partir de entonces, aunque Cortés deseaba conservar cierta conciencia del tiempo transcurrido en el Dominio que habían abandonado, fue del todo imposible. En cuestión de días, sus cuerpos se acostumbrarían al ritmo de ese nuevo mundo, de modo que Cortés dejó que su curiosidad se saciara con asuntos mucho más importantes: sobre todo, el paisaje por el que viajaban.

Era muy heterogéneo. Durante aquella primera semana habían abandonado la llanura para adentrarse en la región de los lagos (Cosacosa), lo que les llevó dos días; y de allí pasaron a una región de antiguas coníferas, tan altas que las nubes colgaban de las ramas más altas como nidos de aves etéreas. Al otro lado de ese increíble bosque aparecieron a la vista las montañas que Cortés había vislumbrado unos días antes. La cordillera se llamaba Jokalaylau, informó Pai, y, según la leyenda, aquellas cimas habían sido el segundo lugar de descanso de Hapexamendios, después del Monte de Ola Bayak, en su camino a través de los Dominios. Al parecer, no era una casualidad que los paisajes que habían atravesado se parecieran a los del Quinto Dominio: habían sido escogidos precisamente por esa similitud. El Invisible había caminado por Imajica dejando semillas de humanidad a su paso, incluso en el extremo más alejado de su santuario, para así presentarles nuevos retos a las especies a las que favorecía; y, como buen jardinero, las diseminaba allí donde tenían más posibilidades de arraigar. Donde se pudiera conquistar o asimilar la cosecha autóctona; donde la vida fuera lo bastante dura como para asegurar solo la supervivencia de los más fuertes, pero donde la tierra fuera lo bastante fértil como para alimentar a sus hijos; donde llegara la lluvia; donde alcanzara la luz; donde tuvieran lugar todas aquellas vicisitudes que fortalecían a cualquier especie mediante desastres ocasionales, como tormentas, terremotos o riadas.

No obstante, a pesar de que cualquier viajero terrestre habría reconocido la mayor parte de las cosas, no había nada, ni la más nimia piedrecilla del camino, que fuese del todo idéntica a su réplica en el Quinto Dominio. Algunas de esas diferencias eran demasiado grandes como para pasarlas por alto: por ejemplo, el verde con tintes dorados del cielo o los caracoles gigantes que pastaban bajo los árboles que rozaban las nubes. Otras, en cambio, eran menos evidentes pero igual de extrañas, como los perros salvajes que cruzaban la carretera de vez en cuando, sin pelo alguno y tan brillantes como el charol; o grotescas, como los milanos con cuernos que se alimentaban de los animales muertos, o moribundos, que hubiera en la carretera, y que solo se alejaban de sus almuerzos, con las alas púrpuras extendidas como capas, cuando el vehículo estaba a punto de echárseles encima; o absurdas, como los lagartos blancos que se congregaban por millares a las orillas de las lagunas y cuyo impulso de dar volteretas recorría sus colonias en oleadas.

Tal vez, encontrar alguna respuesta nueva para aquellas experiencias estaba fuera de toda discusión cuando la mera proliferación de las historias de viajeros se había encargado de agotar el léxico del descubrimiento. De todas formas, Cortés se sintió molesto al descubrir que las sensaciones que experimentaba no eran más que clichés. El viajero que resultaba conmovido por una belleza indómita o sorprendido por el salvajismo autóctono. El viajero asombrado por la sabiduría primitiva o abrumado por avances inimaginables. El viajero condescendiente. El viajero al que el paisaje hacía sentir humilde. El viajero que ansiaba llegar a la siguiente frontera o aquel que añoraba sin remedio el hogar. De todas estas sensaciones, la única que no salió de los labios de Cortés fue la última. Solo pensaba en el Quinto Dominio cuando aparecía en la conversación con Pai, y eso sucedía cada vez con menos frecuencia a medida que los asuntos prácticos de su aventura iban requiriendo su atención. Al principio, había sido fácil encontrar comida y alojamiento para pasar la noche, al igual que combustible para el coche. Había pueblos y hostales diseminados a lo largo de la carretera, donde Pai, a pesar de la carencia de efectivo, siempre se las ingeniaba para procurarles sustento y un lugar en el que dormir. Según advirtió Cortés, el místico tenía bastantes lances menores a su disposición: formas de utilizar sus poderes de seducción que doblegaban incluso al más feroz de los hosteleros. Sin embargo, en cuanto dejaron atrás el bosque, las cosas se complicaron. La mayoría de los vehículos se había desviado en los cruces, y la carretera había pasado de ser una vía de primer orden en perfecto estado a ser un camino de dos carriles con más agujeros en el asfalto que tránsito. El vehículo que Pai había robado no estaba diseñado para resistir los rigores de los viajes largos y comenzaba a acusar el cansancio. Cuando empezaron a divisarse las montañas más adelante, decidieron parar en el siguiente pueblo e intentar conseguir un modelo más fiable.

—Quizá uno al que le quede un poco de vida —sugirió Pai.

—Lo que me recuerda —dijo Cortés— que nunca me has preguntado acerca del nullianac.

—¿Qué tendría que preguntar?

—Cómo lo maté.

—Supuse que usaste un pneuma.

—No pareces muy sorprendido.

—¿De qué otra forma podrías haberlo hecho? —preguntó Pai en un tono más que razonable—. Querías hacerlo y disponías del poder necesario para ello.

—Pero, ¿de dónde ha salido ese poder? —fue la respuesta de Cortés.

—Siempre lo tuviste —replicó Pai.

Aquello dejó a Cortés con tantas preguntas como antes, si no más. Comenzó a formular una, pero cierto movimiento del coche hizo que le entraran náuseas.

—Me parece que sería mejor que paráramos unos minutos. Creo que voy a vomitar.

Pai detuvo el coche y Cortés salió. El cielo se estaba oscureciendo y alguna flor nocturna perfumaba el aire fresco. En las laderas que se alzaban ante ellos, hordas de bestias con lomos pálidos (parientes de los yak que en aquel lugar recibían el nombre de «doekis») descendían a través del crepúsculo sin dejar de balar hacia los pastos en los que pasaban la noche. Los peligros de Vanaeph y la atestada carretera de las afueras de Patashoqua parecían muy lejanos. Cortés respiró profundamente y las náuseas, al igual que sus preguntas, dejaron de atosigarlo. Alzó la vista para contemplar las primeras estrellas. Algunas eran rojas, como Marte; otras eran doradas: fragmentos del cielo del mediodía que se negaban a desaparecer.

—¿Este Dominio es otro planeta? —le preguntó a Pai—. ¿Estamos en otra galaxia?

—No. No es el espacio lo que separa el Quinto Dominio del resto, sino el In Ovo.

—Entonces, ¿todo el planeta Tierra conforma el Quinto Dominio o se trata solo de una parte?

—No lo sé —respondió—. Supongo que es todo. Pero cada cual tiene una teoría diferente.

—¿Cuál es la tuya?

—Bueno, a medida que nos traslademos entre los Dominios reconciliados, te darás cuenta de que es muy fácil. Hay incontables caminos entre el Cuarto y el Tercero, y entre el Tercero y el Segundo. Nos adentraremos en una neblina y saldremos de ella en otro mundo. Sencillo. Pero no creo que los límites sean fijos. Creo que varían a lo largo de los siglos y que las fronteras de los Dominios cambian. De modo que es muy posible que suceda lo mismo con el Quinto Dominio. Si estuviera reconciliado, las fronteras se expandirían hasta que todo el planeta tuviera acceso al resto de los Dominios. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta el aspecto que tiene Imajica, porque nadie ha trazado jamás su mapa.

—Pues alguien debería hacerlo.

—Tal vez tú seas el hombre indicado —le dijo Pai—. Eras artista antes de convertirte en viajero.

—Era un falsificador, no un artista.

—Pero tus manos son hábiles —replicó Pai.

—Hábiles —repitió Cortés en voz baja—, pero sin inspiración.

Durante un momento, ese pensamiento melancólico le recordó a Klein y al resto del círculo que había dejado en el Quinto Dominio: Jude, Clem, Estabrook, Vanessa y los demás. ¿Qué estarían haciendo en una noche tan hermosa como aquella? ¿Se habrían dado cuenta de su partida? Lo dudaba.

—¿Te sientes mejor? —inquirió Pai—. Me parece ver algunas luces un poco más adelante. Tal vez se trate del último puesto antes adentrarnos en las montañas.

—Estoy bien —respondió Cortés, que volvió a subirse al coche.

Habían avanzado unos quinientos metros y ya tenían el pueblo a la vista, cuando se vieron obligados a detenerse por una muchacha que apareció de la nada para cruzar la carretera con su rebaño de doekis. Tenía la apariencia normal y corriente de una chiquilla de trece años, a excepción de una cosa: su cara y las partes de su cuerpo que no quedaban ocultas por el sencillo vestido estaban recubiertas por una pelusa amarillenta. En los codos y las sienes, donde se hacía más larga, la llevaba trenzada, mientras que en la nuca la llevaba sujeta con varios lazos.

—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó Pai cuando el último doeki se demoró en la carretera.

—Beatrix —respondió la joven y, sin necesidad de que la animaran, añadió—: No encontraréis ningún lugar mejor en cualquiera de los cielos. —Y, después de instar a todas las bestias a que siguieran su camino, se desvaneció en el crepúsculo.

2

Las calles de Beatrix no eran tan estrechas como las de Vanaeph, aunque tampoco estaban diseñadas para el tráfico de vehículos a motor. Pai aparcó el coche en las afueras, y ambos pasearon hasta el pueblo desde allí. Las casas eran construcciones humildes, levantadas con piedras ocres y rodeadas por macizos de un tipo de vegetación que era una mezcla entre abedul y bambú. Las luces que Pai había visto a lo lejos no provenían de las ventanas, sino de los farolillos que colgaban de estos árboles y arrojaban su tenue luz sobre las calles. Casi todos los setos tenían su propio farolero: niños de rostros vellosos como la pastora; algunos se agazapaban bajo los árboles y otros se sostenían precariamente en las ramas. La mayoría de las puertas de las casas permanecían abiertas, y salía música de algunas, melodías que los faroleros repetían y bailaban bajo las luces y sombras que creaban. Puestos a suponer, Cortés habría dicho que la vida en ese lugar resultaba agradable. Tal vez tranquila, pero agradable.

—No podemos estafar a estas personas —dijo Cortés—. No sería justo.

—Estoy de acuerdo —contestó Pai.

—En ese caso, ¿qué hacemos para conseguir dinero?

—Tal vez podamos acordar el trueque de las piezas del vehículo por una buena comida y uno o dos caballos.

—No veo caballos por aquí. Un doeki servirá. Parecen lentos.

A instancias de Pai, Cortés dirigió la mirada hacia las alturas de la cordillera del Jokalaylau. Los últimos vestigios del día sobrevolaban los campos nevados, pero a pesar de toda su belleza, las montañas se antojaban vastas e inhóspitas.

—Allá arriba, lo mejor es ser lento y fiable —fue la respuesta de Pai. Cortés captó el sentido—. Voy a ver si encuentro a alguien que esté al mando —prosiguió el místico a la par que se apartaba de Cortés para interrogar a uno de los faroleros.

Atraído por el sonido de unas clamorosas carcajadas, Cortés se alejó un poco y dobló una esquina para toparse con una docena de aldeanos, la mayoría hombres y niños, sentados delante de un teatro de marionetas que se había instalado en el porche de una de las casas. El espectáculo que contemplaban contrastaba enormemente con el ambiente afable del pueblo. A juzgar por los chapiteles pintados en el telón de fondo, la historia se desarrollaba en Patashoqua; en el momento en que Cortés se unió a los espectadores, dos de los personajes (una mujer más que oronda y un hombre del tamaño de un feto con los atributos de un burro) se encontraban en mitad de una trifulca doméstica tan alocada que los chapiteles temblaban. Los titiriteros, tres jóvenes escuálidos con bigotes idénticos, se veían claramente por encima de la caseta y se encargaban de proporcionar tanto el diálogo como los efectos de sonido. Estos últimos quedaban reforzados por extrañas obscenidades. En aquel instante apareció otro personaje, un pariente jorobado de Polichinela, y le cortó la cabeza al portador de aquella monstruosidad de pene. La cabeza cayó al suelo, donde se arrodilló la gorda para sollozar sobre ella. Mientras la mujer se postraba, a la cabeza le salieron unas alas angelicales por detrás de las orejas y alzó el vuelo, acompañada por el grito en
falsetto
de los titiriteros. Los espectadores recompensaron la escena con una ovación, momento en el que Cortés avistó a Pai en la calle. Al lado del místico se encontraba un muchacho con orejas de soplillo y el cabello largo hasta media espalda. Cortés se acercó a ellos.

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