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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (4 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Tarzán estaba desconcertado. Allí había algo que no encajaba. Dejó caer el brazo de encima del hombro de la mona. Despacio, muy despacio, se fue apartado de ella. Teeka le miró, inclinada lateralmente la cabeza. Tarzán se puso en pie y, erguido en toda su estatura, se golpeó el pecho con los puños. Levantó la cabeza hacia el cielo y abrió la boca. De la profundidad de sus pulmones se elevó el feroz y extraño grito desafiante del mono macho victorioso. Todos los miembros de la tribu volvieron la cabeza y lo contemplaron impelidos por la curiosidad. No sólo no había matado a nadie, sino que ni siquiera tenía adversario alguno al que sublevar hasta enloquecerlo de rabia con aquel alarido salvaje. No, no tenía la menor excusa, de forma que todos volvieron a sus afanes alimenticios, aunque sin dejar de espiarle con disimulo, no fuera caso que le entrase de pronto la ventolera asesina.

Como seguían observándole de reojo, al cabo de un momento le vieron saltar a la rama de un árbol próximo y perderse de vista engullido por la fronda. Casi instantáneamente, todos se olvidaron de él, incluida Teeka.

Los guerreros de Mbonga avanzaban lentamente hacia su poblado, sudorosos a causa del tremendo esfuerzo que exigía el traslado a rastras de la tosca jaula en que iba Taug. Se detenían con frecuencia a descansar. A cada movimiento el salvaje cuadrumano que habían atrapado reiteraba sus rugidos y amenazas, al tiempo que sacudía con incesante furia los barrotes de aquella celda móvil. Armaba una escandalera espantosa.

Los indígenas estaban a punto de concluir su trayecto y se tomaban el último descanso antes de emprender la etapa final que los llevaría al claro de la selva en que se alzaba su poblado. Unos pocos minutos más los hubieran llevado fuera de la arboleda, en cuyo caso no habría ocurrido lo que ocurrió.

Una figura silenciosa se trasladó a través de la enramada, por encima de los indígenas. Unos ojos agudos examinaron la jaula y contaron el número de guerreros. Y un cerebro inteligente, sagaz y osado calculó las probabilidades de éxito que tendría el plan que iba a poner en práctica.

Tarzán observó a los negros, tumbados a la sombra. Estaban exhaustos. Varios se habían quedado dormidos. Se les fue acercando sigilosamente y se detuvo inmediatamente encima de ellos. Ni una hoja se había agitado durante su avance. Esperó con la paciencia infinita del animal de presa. Sólo dos guerreros permanecían despiertos y uno de ellos empezaba ya a dar cabezadas.

Tarzán de los Monos se aprestó a entrar en acción y, mientras se preparaba, el indígena que aún no dormía echó a andar en dirección a la parte trasera de la jaula. El hombre mono lo siguió casi rozándole la cabeza. Taug miraba al guerrero y emitía sordos gruñidos. Tarzán temió que el antropoide despertase a los durmientes.

Mediante un susurro inaudible para el indígena, Tarzán pronunció el nombre de Taug y advirtió al simio que guardara silencio. Cesaron los gruñidos de Taug.

El negro se llegó a la parte posterior de la jaula y procedió a examinar los cierres de la puerta. No había terminado de hacerlo cuando la fiera que se encontraba encima de él abandonó la rama del árbol y cayó sobre su espalda. Unos dedos de acero rodearon la garganta del negro, sofocando el grito que iba a aflorar en los labios del aterrado indígena. Unos dientes implacables se hundieron en el hombro del hombre y unas piernas dotadas de enorme fuerza se ciñeron alrededor de su torso.

Frenéticamente empavorecido, el guerrero bregó para zafarse de aquel ser silencioso que se le había venido encima. Se tiró al suelo y rodó sobre sí mismo; pero los dedos seguían apretándole la garganta, cada vez con más fuerza, inflexibles en su presa mortal.

Por la abierta boca del hombre salia una lengua hinchadísima, mientras los ojos amenazaban con escapársele de las órbitas. Pero los implacables dedos continuaron aumentando la presión.

Taug era testigo mudo de la contienda. En su diminuto y salvaje cerebro sin duda se estaría preguntando qué motivo impulsaba a Tarzán a atacar al negro. Taug no había olvidado su reciente combate con el hombre mono ni la causa que lo motivara. De pronto, vio que el cuerpo del gomangani caía inerte. Un estremecimiento convulsivo lo agitó y luego se quedó inmóvil.

Tarzán se apartó de un salto de su víctima y corrió hacia la puerta de la jaula. Sus ágiles dedos actuaron rápidamente sobre las tiras de cuero que mantenían sujeta y cerrada la puerta. Taug no pudo hacer otra cosa que observar, no le era posible prestar la menor ayuda.

Por fin, Tarzán consiguió levantar la trampilla de la jaula cosa de sesenta centímetros y Taug salió arrastrándose de la prisión. De muy buena gana, el simio se habría precipitado sobre los negros dormidos para dar rienda suelta a su venganza, pero Tarzán se negó a permitírselo.

Lo que sí hizo el hombre mono fue introducir en la jaula el cuerpo del indígena y dejarlo apoyado contra los barrotes laterales. A continuación bajó la puerta y ligó de nuevo las correas, dejándolas tal como estaban antes.

Una sonrisa de felicidad iluminó su rostro mientras llevaba a cabo aquella tarea, porque una de las principales diversiones de Tarzán era amargar la vida a los negros de la aldea de Mbonga. Se imaginaba su terror cuando, al despertarse, encontraran el cadáver de su compañero dentro de la jaula en la que apenas hacía unos minutos dejaron al gran mono encerrado y con la puerta bien asegurada.

Tarzán y Taug treparon juntos a los árboles, con la peluda piel del simio rozando la tersa epidermis del lord inglés mientras se desplazaban hombro con hombro a través de la selva primitiva.

—Vuelve junto a Teeka dijo Tarzán. —Es tuya. Tarzán no la quiere.

—¿Tarzán ha encontrado otra hembra? —preguntó Taug.

El muchacho se encogió de hombros.

—Para el gomangani hay otra gomangani —dijo—. Numa, el león, tiene a Sabor, la leona; Sheeta tiene una hembra de su propia especie; lo mismo que Bara, el ciervo, y Manu, el mico… Todos los animales y todas las aves de la jungla tienen su pareja. Todos, menos Tarzán de los Monos. Taug es un mono. Teeka es una mona. Vuelve junto a Teeka. Tarzán es un hombre. Seguirá solo.

CAPÍTULO II

TARZÁN CAE EN UNA TRAMPA

L
OS GUERREROS guerreros indígenas trabajaban a la sombra, agobiados por el húmedo y asfixiante calor de la selva virgen. Utilizaban los venablos de guerra para remover el negro mantillo y las densas capas de vegetación putrefacta que cubrían el suelo. Con las manos, cuyos dedos estaban dotados de uñas largas y fuertes, extraían la tierra suelta del centro de aquel antiguo sendero de caza. Interrumpían de vez en cuando la tarea y se sentaban en cuclillas, para descansar, cotillear y reír en el borde del hoyo que estaban excavando.

Apoyados en los troncos de los árboles cercanos se encontraban los largos y ovalados escudos de gruesa piel de búfalo, así como las lanzas de los que no participaban en la tarea. Relucía el sudor sobre la tersa piel de ébano, bajo la que se hinchaban y agitaban los músculos, con toda la flexibilidad y saludable perfección propias de la naturaleza no contaminada.

Un ciervo salió cautelosamente al sendero, camino del agua, pero se detuvo en seco cuando una risotada llegó a sus sobresaltados oídos. Permaneció unos segundos inmóvil como una estatua en la que únicamente se alteraban los sensibles ollares. Luego, dio media vuelta y huyó en silencio, alejándose de la aterradora presencia del hombre.

A unos cien metros de allí, en la profundidad de la enmarañada selva impenetrable, Numa, el león, levantó su imponente cabeza. Numa se había regalado con un banquete que prolongó hasta casi el amanecer y para despertarle fue preciso armar un buen alboroto. Ahora, ya despierto, alzó el hocico, olfateó el aire y percibió simultáneamente las emanaciones del ciervo y del hombre. Pero Numa tenía el estómago bastante colmado. Dejó escapar un gruñido sordo, rebosante de fastidio, se puso en pie y se alejó de allí.

Aves de llamativo plumaje y voz ronca volaban raudas de un árbol a otro. Los micos parloteaban y rezongaban, al tiempo que se columpiaban en las ramas, encima de los guerreros negros. Sin embargo, toda aquella fauna estaba sola, porque la selva, con sus múltiples minadas de seres es, como las hormigueantes calles de una gran metrópoli, uno de los lugares más solitarios del infinito universo de Dios.

Pero ¿estaban los indígenas realmente solos?

Por encima de ellos, balanceándose en una rama frondosa, un joven de ojos grises observaba atentamente todos sus movimientos. El fuego del odio, aunque controlado, ardía bajo el evidente deseo de conocer el objetivo que pretendían alcanzar aquellos afanosos trabajadores negros. El individuo que había matado a su adorada Kala era igual a cualquiera de ellos. Por los indígenas no podía sentir más que enemistad y, no obstante, le encantaba observarlos, porque Tarzán se perecía por aprender cuanto le fuera posible acerca de las costumbres y estilos de vida del hombre.

Vio que la profundidad del hoyo iba aumentando y que su boca se ensanchó hasta bostezar a todo lo ancho del sendero… El foso alcanzó tales proporciones que en él cabían seis excavadores. Tarzán no lograba adivinar el propósito de tan ingente labor. Y cuando los indígenas cortaron una serie de largas estacas, las aguzaron por su extremo superior y las plantaron a intervalos regulares en el fondo del hoyo, el asombro de Tarzán no hizo más que aumentar. Y, desde luego, no contribuyó a satisfacer su perpleja curiosidad el que los negros colocasen unas cuantas tablas ligeras, cruzadas sobre la boca del hoyo, encima de las cuales dispusieron cuidadosamente una cubierta de hojas y tierra que ocultaba por completo el foso que acababan de excavar.

Cuando dieron por concluida la tarea, los indígenas examinaron su obra con evidente satisfacción. Tarzán también la contempló. Ni siquiera sus expertos ojos pudieron detectar el más leve vestigio revelador de que se había alterado el sendero.

Tan absorto estaba el hombre mono en sus especulaciones acerca de la finalidad de aquel foso disimulado que permitió que los negros partiesen rumbo a su aldea sin zaherirles con las acostumbradas pullas que, no sólo sembraban el terror entre los súbditos de Mbonga, sino que constituían un vehículo de venganza y le procuraban una fuente inagotable de diversión.

Sin embargo, por más vueltas que le daba en la cabeza, no lograba resolver aquel misterio del hoyo oculto, porque la forma de comportarse de los negros aún le resultaba extraña a Tarzán. Habían llegado a la selva poco tiempo atrás: los primeros de su especie que la invadían y desafiaban la ancestral supremacía de las fieras que la habitaban. Para Numa, el león; para Tantor, el elefante; para gorilas, orangutanes y micos, para la infinidad de criaturas que pululaban por aquella jungla salvaje, las costumbres de los hombres eran algo nuevo. Los animales tenían mucho que aprender de aquellos seres de piel negra, sin pelo, que caminaban erguidos sobre las extremidades inferiores… y lo iban aprendiendo poco a poco y siempre con dolor.

Al poco de la marcha de los indígenas, Tarzán se dejó caer ágilmente en el sendero. A la vez que olfateaba el aire, receloso, rodeó el foso por el borde. Se puso en cuclillas y retiró la tierra que cubría una de las tablas cruzadas. La olió, la palpó, inclinó a un lado la cabeza y la contempló con aire grave durante unos minutos. Luego la volvió a cubrir cuidadosamente y arregló la capa de tierra hasta que quedó tal como la habían dejado los negros. Hecho lo cual, regresó a las ramas de los árboles y se fue en busca de su peludos camaradas, los grandes simios de la tribu de Kerchak.

Se cruzó una vez con Numa, el león, e hizo una pausa momentánea para darse el gusto de arrojarle una pieza de fruta blanda y dedicarle unas cuantas burlas e insultos: devorador de carroña o hermano de Dango, la hiena, por ejemplo. Con los ojos verde amarillos muy abiertos y rebosantes de ardiente y reconcentrado odio, Numa fulminó a la figura que bailoteaba por encima de su cabeza. Entre sus robustas mandíbulas vibraron unos gruñidos sordos y su cola sinuosa transmitió la furia inmensa que sentía en forma de latigazos que flagelaron el aire con cortantes sacudidas. No obstante, conocedor por pasadas experiencias de lo inútil que era enzarzarse con el hombre en una disputa a distancia, Numa dio media vuelta y se adentró por la enmarañada espesura, que al instante le ocultó a la vista del sujeto que lo atormentaba. Tras dirigir al enemigo en retirada una nutrida descarga final de insultos, acompañados de una mueca simiesca, Tarzán reanudó su marcha de árbol en árbol.

Kilómetro y medio más adelante, el viento llevó a su agudo olfato una emanación acre y familiar, cuyo origen estaba bastante cerca. Al cabo de un momento, el hombre mono vio una voluminosa mole de color gris oscuro que avanzaba pesadamente, pero con paso firme, por el sendero de la jungla. Tarzán cogió y partió una ramita y el repentino chasquido hizo que se detuviera automáticamente aquella ingente masa. Unas orejas enormes se adelantaron, una trompa larga y flexible se levantó, veloz y ondulante, para ventear el olor de un posible enemigo, mientras dos ojos miopes escudriñaban suspicaz e infructuosamente en torno, tratando de localizar al autor de aquel ruido que había alterado su pacífico paseo.

Tarzán soltó una carcajada y se acercó al proboscidio, hasta situarse encima de su cabeza.

—¡Tantor! ¡Tantor! —exclamó—. Bara, el ciervo, es mucho menos miedica que tú… que tú, Tantor, el elefante, el mayor de todos los animales de la selva, con la fuerza de tantos Numa como dedos tengo yo en los pies y en las manos. Tú, Tantor, que puedes arrancar de cuajo árboles gigantescos, tiemblas de miedo al oír el crujido de una ramita que se rompe.

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