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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (13 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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No hubo tal. No hubo batalla de Clavijo. Y ese Santiago Matamoros tan repetido luego, iconográficamente, en los altares e iglesias de España e Hispanoamérica no contiene más verdad que el Guerrero del Antifaz. En la bien urdida patraña de la batalla de Clavijo se apoyaba la Iglesia para exigir el «privilegio de los votos» que obligaba a los cristianos españoles a entregar a la iglesia de Santiago una medida de trigo y otra de vino por cada yugada de tierra. El documento del compromiso que exhibía la Iglesia era una falsificación, claro.

Entonces, ¿qué pagaban los cristianos? Lo corriente, hombre de Dios: cabras, alguna que otra oveja, pieles, grano, leguminosas y otros flatulentos productos de la tierra.

Es cierto, sin embargo, que, como apóstol de España, Santiago era invocado al entrar en combate: «¡Santiago y cierra España!»
Cierra España
, es decir, guarda a España, pero
cerrar
también significa «acometer con denuedo». Era una versión cristiana del alarido o grito de guerra musulmán: «¡Mahoma!» La palabra árabe
alarido
, hoy perfectamente naturalizada castellana, es un buen ejemplo de la gran cantidad de vocablos árabes de uso militar que pasaron al castellano:
enacido
(espía);
almirante, alférez, zaga
(reserva que sigue al ejército);
alarde
(revista de tropas);
alcaide
(jefe militar de un castillo);
algarada
(incursión en territorio enemigo);
almenara
(señal de fuego sobre una torre vigía o atalaya);
alcazaba, almudena, alcázar,
todas referentes, con pequeñas variantes, a fortificaciones ciudadanas;
adalid
(guía y especialista en agüeros). Los agüeros eran muy importantes. Tanto cristianos como musulmanes, antes de entrar en batalla,
cataban
las aves, es decir, hacían pronósticos sobre el vuelo de las que iban encontrando, especialmente si eran cuervos o cornejas, muy abundantes entonces. Unos y otros eran gente crédula y supersticiosa, ya se ve.

Es de suponer que los escépticos de entonces descreían de agüeros e incluso del divino auxilio de Santiago o de Mahoma. De alguno de ellos debe proceder aquella honda reflexión:

Vinieron los sarracenos

y nos molieron a palos

que Dios protege a los malos

cuando son más que los buenos.

Nunca se estaba seguro. Incluso cuando las cifras cuadraban y la superioridad numérica estaba a favor de uno, la picajosa divinidad podía castigar pretéritos pecadillos ayudando al enemigo. Ya lo dice el poema de Fernán González:

Bien vemos que Dios quiere a moros ayudar.

No sería muy distinta la guerra, con sus menudos lances y trabajos y cuidados, a la que se describe en una carta de la frontera de Granada fechada en 1509: «Los moros son astutos en la guerra y diligentes en ella, los que han sido en los guerrear los conoscen bien y saben armalles. Conoscen a qué tiempo y en qué lugar se ha de poner la guarda, do conviene el escucha, a dónde es necesario el atalaya, a qué parte el escusaña; por do se fará el atajo más seguro e que más descubra. Conosce el espía; sabrála ser. Tiene conoscimiento de los poluos, si son de gente de a pie, e qual de a caballo, o de ganado, e qual es toruellino. Y quál humo de carboneros y quál ahumada; y la diferencia que ay de almenara a la candela de los ganaderos. Tiene conoscimiento de los padrones de la tierra, y a qué parte los toma, y a qué mano los dexa. Sabe poner la celada, y do irán los corredores, e ceuallos sy le es menester. Tiene conoscimiento del rebato fechizo, y quál es verdadero. Dan avisos. Su pensar continuo es ardiles, engaños e guardarse de aquéllos. Saben tomar rastro, y conocen de qué gente, y aquél seguir. Tentarán pasos e vados, e dañallos o adoballos según fuere menester. Y guían la hueste. Buscan pastos y aguas para ella, y montañas o llanos para aposentallos. Conocen la disposición de asentar más seguro el real; tentarán el de los enemigos...»

CAPÍTULO 26
Parias y chantajes

Tuvo suerte Abd al-Rahman III. El contacto con las gentes de Persia y Bizancio había elevado el nivel cultural de los árabes de Oriente muy por encima del europeo, lo que indirectamente lo benefició, pues, en el mundo islámico, las ideas y las mercancías circulaban con cierta fluidez. Esto explica también que las tácticas militares allá aprendidas resultaran superiores a las que empleaban los cristianos de tradición goda. Córdoba contaba con un ejército mejor organizado que el cristiano, lo que le permitía conservar la iniciativa. Las expediciones militares se hacían en verano, de manera que el ejército invasor encontrara los campos sin segar y pudiera alimentarse de lo que iba requisando. En invierno —días cortos y lluviosos, caminos embarrados que dificultan la marcha y sin cosechas—, los militares permanecían acuartelados.

Esto en lo tocante a los moros. Entre los cristianos, la precaria economía de sus reinos no permitía el mantenimiento de grandes ejércitos y, para formarlos, se recurría al sistema feudal. Cada vasallo prestaba a su señor una cantidad de jinetes y peones proporcional a la importancia y recursos del señorío. Estas tropas servían al rey durante un determinado período de tiempo, por lo general los meses de verano. Eran una arma de doble filo, porque si los nobles o las ciudades que las aportaban se enemistaban con el rey, se despedían en cuanto se cumplía el plazo legal y regresaban a sus señoríos y burgos dejando al monarca en la estacada, en plena campaña, a lo mejor obligándolo a levantar el cerco de una ciudad que estaba a punto de capitular.

Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía no están los cristianos en condiciones de invadir tierra islámica ni de cercar ciudades. Bastante hacen con defenderse de las embestidas de Abd al-Rahman.

A Córdoba le sobraba todavía energía; robusteció sus fronteras del norte y del sur, el vientre blando de al-Andalus abierto al Estrecho, y hasta erigió plazas fuertes en Marruecos, que cumplieron una doble función: frenar la influencia fatimí y servir de centros de acogida de las caravanas que hacían la ruta Sidjilmasa-Ceuta trayendo el oro del África Negra a través del desierto del Sáhara.

Ya hemos visto que el rearme islámico superó las limitadas posibilidades de los reinos cristianos y los obligó a satisfacer tributos. Esto de los tributos medievales no deja de ser curioso. En cuanto un rey es más fuerte que el vecino, lo chantajea y lo obliga a satisfacer un tributo anual si quiere que respete su territorio. Abd al-Rahman ni siquiera se planteó la conquista de los reinos cristianos. Le resultaba más productivo cobrar de ellos cada año. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta y al-Andalus se desmembró en un mosaico de pequeños estados de taifas, la situación se invirtió. Los cristianos también preferían percibir tributos del moro en lugar de arrebatarle sus tierras. No había prisa por continuar la Reconquista. Por supuesto, los cristianos no ignoraban que las tierras musulmanas eran más fértiles que las suyas, pero preferían explotarlas indirectamente, a través de los impuestos o parias. Era la gallina de los huevos de oro. Las parias se convirtieron en un ingreso regular, con el que contaban las haciendas reales. Algunos reyes hasta las incluyen en sus testamentos. Por ejemplo, Fernando I (1037-1065) dejaba a su hijo Sancho II el reino de Castilla y las parias del rey moro de Zaragoza; a su segundo hijo, Alfonso VI, le dejaba León y las parias de Toledo, y al hijo tercero, García, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. La explotación de las parias explica, más adelante, que los cristianos dispongan de los fondos necesarios para acometer las grandes construcciones románicas y hasta para acuñar moneda propia en lugar de trocar ovejas, cerdos y bueyes como hacían sus abuelos.

CAPÍTULO 27
Culta Córdoba

Los hispanogodos eran más cultos que los musulmanes. Dos siglos después, esa relación se había invertido porque la cultura mozárabe se había estancado y el Occidente cristiano había decaído, mientras que el mundo islámico se había enriquecido con las aportaciones de Persia y Bizancio. El fluido intercambio cultural existente en el mundo islámico permitió que muchos andalusíes visitaran Oriente, como peregrinos a La Meca o como estudiantes en Bagdad. Bagdad era, entonces, el centro cultural más prestigioso del islam, el lugar al que acudían estudiosos de todas partes a cursar sus
masters.
Bagdad competía en esplendor con Bizancio, e irradiaba cultura y civilización a todo el mundo islámico. Aquellos viajeros y aquellos estudiantes se convirtieron en eficaces inseminadores de ideas. Por otra parte, la grandeza de un emir o de un califa se medía por las mezquitas, palacios, escuelas, hospitales, obras públicas y fiestas que costeaba, y por los artistas, los músicos y los poetas que amparaba con su mecenazgo. Eran inversiones propagandísticas, pero, al fin y al cabo, favorecían la cultura. El caso más claro es el del famoso músico bagdadí Ziryab, el árbitro de la elegancia que al-Hakam trajo de Bagdad. Desde que se estableció en Córdoba, la vida cultural y social de la capital de los califas se tornó más rica y cosmopolita. Ziryab, como un misionero del buen gusto, contribuyó poderosamente a divulgar la música, la poesía y la etiqueta social de Oriente. También a iraquizar la cultura y aficionar a los esnobs (que siempre los ha habido) a refinamientos exóticos, a lo sofisticado, a las sedas, los perfumes, los versos, la música.

Córdoba, en el siglo X, era la joya rutilante de Occidente. Mientras la vida material de los reinos cristianos experimentaba un retroceso considerable y sus condes chapoteaban en el barro de calles malolientes y se resignaban a habitar en chozas que compartían con los animales y en húmedos castillos desprovistos de las más elementales comodidades y recorridos por corrientes de aire, la capital de al-Andalus, como una pequeña Bagdad implantada en Occidente, creció y se hermoseó con bellos edificios, largos acueductos que suministraban agua a los palacios, mezquitas y fuentes públicas; se rodeó de lujosas mansiones, de huertas y paseos públicos, de jardines botánicos, de baños, de fondas, de hospitales y de zocos, cuyos tenderetes exhibían exóticos productos llegados de todo el mundo a través del activo comercio mediterráneo y africano. La robusta economía de Córdoba se apoyaba, además, en una inteligente explotación agrícola y minera y en una floreciente industria especializada en objetos fáciles de transportar y caros: tejidos de seda o algodón, perfumes, medicinas, repujados, cordobanes, piezas de marfil. Algunas cajitas del precioso material, diseñadas para guardar los cosméticos de las favoritas de los harenes cordobeses, serían utilizadas como relicarios o vasos sagrados en las iglesias y abadías cristianas, lo que da idea del diferente grado de desarrollo del norte cristiano y el sur musulmán.

La moneda cordobesa era tan fuerte que circulaba en el mundo cristiano con el prestigio que hoy tiene el dólar en los países subdesarrollados. Incluso se falsificaba en Cataluña (y, para que se vea lo que es la mudanza de los tiempos, cuatro siglos después, serán los árabes granadinos los que falsifiquen la prestigiosa moneda catalana).

Fuentes de mercurio, arrayanes, mirtos

Los califas de Córdoba imitaron a los de Bagdad, que, a su vez, imitaban a los emperadores bizantinos y a los monarcas sasánidas. El califa se sacralizó, se convirtió en un autócrata inaccesible, rodeado de un recargado ceremonial, ante una corte numerosa, en la cual ocupaba destacado lugar el espléndido harén. No es que los califas fueran especialmente lascivos, que, muchas veces, el ejercicio del poder mata las ganas y deja poco espacio a estas expansiones, sino más bien que el harén se había convertido en símbolo de posición y poder. También constituía un grupo de presión nada despreciable. En él convivían varias generaciones de mujeres de sangre real y una cohorte de eunucos amujerados que las custodiaban y servían, y que, a falta de mejor pasatiempo, se consagraban a intrigar y espiar. A menudo las más altas decisiones políticas se fraguaban en el harén, entre ambiciones personales, odios infinitos, venganzas y pasiones desatadas.

Un Estado tan poderoso como el cordobés precisaba de una compleja burocracia que generaba ingentes gastos, pero el califato vivía tiempos de gran prosperidad económica, con un comercio mediterráneo tan intenso como en los mejores tiempos del Imperio romano, lo que redundaba también en un notable desarrollo de la agricultura. Los que más tributaban eran los judíos, naturalmente, y los cristianos, aunque ya hemos visto que éstos disminuían constantemente debido a las conversiones al islam, quizá propiciadas por las ventajas fiscales y por el prestigio de una cultura superior más que por la doctrina de Mahoma.

Abd al-Rahman III, como los grandes soberanos de Oriente, se construyó un gran palacio en las afueras de Córdoba, el famoso Medinat al-Zahra, una ciudad palatina, rodeada de jardines recorridos por arroyuelos, de huertos con árboles de las más variadas especies, de estanques, lagos, residencias para los cortesanos, cuarteles, escuelas, baños, caballerizas, almacenes, mercados y calles por las que circulaban pajes y esclavos lujosamente ataviados. En aquella ciudad administrativa, residían unos trece mil funcionarios y cuatro mil servidores.

La magnitud del palacio califal se manifiesta en la lista de los materiales empleados en su edificación: mil quinientas puertas, cuatro mil columnas de mármol de diversos colores, muchas importadas de Francia, de Constantinopla, de Túnez y de distintos lugares de África. Solamente los peces de los estanques consumían diariamente doce mil hogazas de pan y seis cargas de legumbres negras (aquí ya el escéptico escritor se permite la sombra de alguna duda: ¿qué clase de ballenas insaciables criaba el moro en su jardín?).

La sala del trono, calculada para reflejar la magnificencia del califa y asombrar a los embajadores de potencias extranjeras, era una maravilla que parece sacada de
Las mil y una noches:
el techo estaba forrado de láminas de oro, y las paredes y suelos, de mármoles de colores. Cuando el sol penetraba por las ocho puertas de la estancia, los reflejos de muros y adornos cegaban la vista. En el centro, había una fuente de mercurio, que al agitarse reflejaba las luces como si la habitación se moviera.

Medinat al-Zahra tardó casi medio siglo en construirse. Tanto esplendor tuvo una vida corta, apenas cincuenta años, porque en 1011 fue saqueada e incendiada por los bereberes amotinados. Las ruinas de Medinat al-Zahra sirvieron durante siglos de cantera, de la que se surtieron de mármoles y columnas los constructores cordobeses. Lo único que despreciaron fue los yesos hermosamente labrados que cubrían las paredes. Desde hace medio siglo, se reconstruye el palacio, pero conjuntar el tremendo rompecabezas de sus restos es una labor de mucha paciencia y robusto presupuesto, que seguramente abarcará varias generaciones.

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