Guerra y paz (8 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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—Me resulta gracioso que
usted
se considere un incapaz y que piense que su vida está echada a perder. Usted lo tiene todo, todo, por delante. Y usted...

No terminó la frase, pero su mismo tono de voz traslucía en qué alta estima tenía a su amigo y cuánto esperaba de su futuro.

Hasta en las mejores, más amistosas y sinceras relaciones de amistad son necesarios el elogio y la alabanza como la grasa a las ruedas, para que sigan su marcha.

—Soy un hombre acabado —dijo el príncipe Andréi pero por el alto y orgulloso alzamiento de su bella cabeza y por el deslumbrante brillo de su mirada era evidente que en gran medida no sentía lo que decía—. ¿Qué se puede decir de mí? Vamos a hablar de ti —dijo él guardando silencio y sonriéndose de sus consoladores pensamientos. Esta misma sonrisa se reflejó instantáneamente en el rostro de Pierre.

—¿Y qué se puede decir de mí? —dijo Pierre ensanchando la boca en una despreocupada y alegre sonrisa—. ¿Quién soy yo? Soy un bastardo.

de pronto, por primera vez en toda la tarde, enrojeció violentamente. Era evidente que había hecho un gran esfuerzo para decir aquello.

—Sin nombre, sin fortuna. Y que, verdaderamente...

Pero no acabó la frase.

—De momento soy libre y estoy bien. Solo que no sé por dónde empezar. Quisiera seriamente que me aconsejara.

El príncipe le miró con ojos bondadosos. Pero en su mirada amistosa y afectuosa estaba también la conciencia de su propia superioridad.

—Me eres muy querido, especialmente porque eres la única persona viva que conozco en nuestra sociedad. Te irá bien. Elige lo que quieras, da igual lo que sea. Estarás bien en cualquier lado, pero escucha: deja de ir con ese Kuraguin, deja esa vida. Eso no es para ti: todas esas francachelas y bravuconerías, todo eso...

—Sabe que —dijo Pierre como si de pronto hubiera tenido una feliz idea inesperada—, en serio, hace tiempo que llevo pensando esto. Llevando esta vida ni puedo decidir nada ni reflexionar acerca de nada. Me duele la cabeza y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

—¿Me das tu palabra, tu palabra de honor, de que no vas a ir?

—Mi palabra de honor.

—Cúmplela.

XII

—P
OR
supuesto.

Ya era después de la una de la madrugada cuando Pierre salió de casa de su amigo. Era una de esas noches blancas de junio en San Petersburgo. Pierre se sentó en el coche con la intención de irse a casa. Pero cuanto más se acercaba a ella más se daba cuenta de que le iba a resultar imposible conciliar el sueño con una noche tal, más parecida a una tarde o a una mañana. Se podía ver a lo lejos por las calles desiertas. Se le apareció el animado y hermoso rostro del príncipe Andréi y escuchó sus palabras —no las relativas a la relación con su esposa (cosa que no interesaba a Pierre)— sino sus palabras acerca de la guerra y sobre el futuro que podía esperar a su amigo. Pierre quería tan incondicionalmente a su amigo y le admiraba tanto, que no podía admitir que el príncipe Andréi, como pronto él mismo desearía, no fuera reconocido por todos como un admirable y gran hombre, que debiera mandar y no someterse. Pierre no podía imaginarse cómo podría, por ejemplo Kutúzov, tener la voluntad de darle órdenes a tal hombre, que era evidente que había nacido para dirigirlos a todos, así era como veía a su amigo. Se lo imaginaba al frente de ejércitos, sobre un caballo blanco, con un corto y fuerte discurso en los labios, se imaginaba su valentía, su éxito, su heroísmo y todo lo que se imaginan la mayoría de los jóvenes para sí mismos. Pierre recordó que ese día había prometido devolverle una pequeña deuda de naipes a Anatole, en cuya casa esa noche estarían reunidos los habituales compañeros de juego.

—Vamos donde Kuraguin —le dijo al cochero pensando solamente en donde pasar el resto de la noche y habiendo olvidado la palabra dada al príncipe Andréi de no ir a casa de Kuraguin.

Al llegar al soportal de la gran casa junto al cuartel de la guardia montada, en la que vivía el príncipe Anatole Kuraguin, recordó su promesa, pero he aquí que, como les ocurre a las personas llamadas sin carácter, le entraron tales ganas de echar un vistazo a la conocida mesa y a la vida libertina que ya le cansaba, que rápidamente le vino a la cabeza la idea de que la palabra dada no tenía significado alguno, dado que antes de al príncipe Andréi también le había dado su palabra a Anatole de devolverle lo que le debía; finalmente pensó que todas esas palabras de honor eran cosas convencionales, sin ningún sentido concreto, sobre todo teniendo en cuenta que es posible que uno muera mañana o que le suceda cualquier cosa tan inesperada que anule por completo el honor y el deshonor.

Subió hacia el iluminado soportal por la escalera y atravesó la puerta abierta. En el lujoso vestíbulo no había nadie, solo botellas vacías rodando por el suelo, en el rincón había un montón de naipes doblados, capas, chanclos; olía a vino y se oían conversaciones y gritos lejanos.

Era evidente que la cena y la partida ya habían terminado, pero los invitados aún no se habían ido. Pierre se quitó la capa y entró en la primera habitación en el medio de la cual había una estatua de un caballo de carreras de tamaño natural. De la tercera habitación llegaba claramente el alboroto y las familiares carcajadas y gritos de seis u ocho hombres. Entró en la tercera habitación en la que todavía estaban los restos de la cena. Ocho jóvenes, todos sin levita y la mayoría de ellos con pantalones militares de montar, se agolpaban junto a una ventana abierta y gritaban todos a un tiempo en un ruso y un francés ininteligible.

—¡Apuesto cien por Chaplin! —gritaba uno.

—¡Vigila que no se agarre! —gritaba otro.

—¡Yo por Dólojov! —gritaba un tercero—. Sepáralos, Kuraguin.

—¡De un trago, de lo contrario pierde! —gritó el cuarto.

—¡Yakov, trae una botella, Yakov! —dijo el propio anfitrión, un joven apuesto y de buena planta que se encontraba en medio del tumulto—. Un momento, señores. ¡Aquí está Pierre!

—¡Oh! ¡Piotr! ¡Petrushka! ¡El Gran Piotr!

—¡Piotr el gordo! —se pusieron a gritar desde todos los rincones, rodeándole.

En todos los jóvenes rostros encendidos y con manchas rojas se reflejó la alegría al ver a Pierre, el cual habiéndose quitado las gafas y limpiándolas contemplaba a toda esta muchedumbre.

—No entiendo nada. ¿De qué se trata? —dijo él sonriendo bondadosamente.

—Esperad, no está borracho. Dame una botella —dijo Anatole y tomando un vaso de la mesa se acercó a Pierre.

—Antes de nada, bebe.

Pierre comenzó a beber vaso tras vaso en silencio mirando a través de las gafas a los beodos invitados, que de nuevo se agolpaban junto a la ventana discutiendo de algo que él no comprendía. Se bebió un vaso de un solo trago y Anatole, adoptando una significativa expresión, se lo llenó de nuevo. Pierre se lo bebió dócilmente aunque más despacio que el primero. Anatole le sirvió un tercero. Pierre también se bebió este aunque se detuvo un par de veces para tomar aire. Anatole no se apartaba de su lado, mirando con sus bellos y grandes ojos, seriamente y de forma alternativa, al vaso, a la botella y a Pierre. Anatole era guapo: alto, corpulento, de tez clara pero sonrosada; su pecho estaba tan desarrollado que la cabeza se echaba para atrás, lo que le daba una apariencia altiva. Tenía una hermosísima y fresca boca, una espesa cabellera color castaño claro, los ojos saltones y negros y en esencia expresaba la fuerza, salud y bondad de su lozana juventud. Pero sus preciosos ojos, con las encantadoras, rectas y negras cejas, era como si estuvieran hechos no solo para mirar sino para ser mirados. Sus ojos hacían gala de una total imposibilidad para cambiar de expresión. Se percibía que estaba borracho en el rubor de su rostro, pero aún más en la artificial hinchazón de su pecho y por lo abiertos que tenía los ojos. Sin tener en cuenta que estaba borracho y que en la parte superior de su poderoso cuerpo solo llevaba una camisa abierta sobre el pecho, por el suave aroma a jabón y a perfume que se mezclaba alrededor de él con el olor del vino ingerido, por el cuidado con el que le habían peinado con pomada aquella mañana, la elegante pulcritud de sus rollizas manos y la finura de su ropa, por esa ropa y la brillante suavidad de la piel, incluso en su estado actual tenía aspecto de aristócrata, en el sentido de tener el hábito aprendido desde la infancia de mantener un cuidado escrupuloso y lujoso de su persona.

—¡Bueno, bébetelo todo!, ¿eh? —dijo él con seriedad dándole el último vaso a Pierre.

—No, no quiero —dijo Pierre bebiendo hasta la mitad del vaso—. Bueno, ¿de qué se trata? —añadió con la actitud de una persona que ha cumplido con la obligación de prepararse y que ahora se considera con el derecho de participar en otra cosa.

—Bébetelo todo, ¿eh? —repitió Anatole abriendo los ojos ampliamente y levantando en sus blancos brazos, desnudos hasta el codo, el vaso sin terminar de beber. Tenía aspecto de estar realizando una labor muy importante, porque toda su energía en este momento la estaba dedicando en sostener derecho el vaso y en decir exactamente lo que quería decir.

—He dicho que no quiero —contestó Pierre, poniéndose las gafas y alejándose—. ¿Por qué gritáis? —preguntó en el tumulto que se reunía junto a la ventana.

Anatole permaneció de pie, se lo pensó, le dio el vaso a un sirviente y sonriendo levemente con su hermosa boca fue también a la ventana.

Los viernes Anatole Kuraguin recibía a todos en su casa, allí jugaban, cenaban y después pasaban gran parte de la noche en ella. Por entonces la partida de faraón se había convertido en algo enorme y continuado. Anatole perdía en pocas ocasiones a pesar de que no jugaba por interés, sino por costumbre, con lo que se levantaba pronto de la mesa. Un leib-húsar
[1]
muy rico perdía mucho y un oficial de la división Semiónov, Dólojov, les ganaba a todos. Después de la partida se sentaban tarde a cenar. Un inglés bastante serio, que se las daba de viajero, dijo que pensaba, por la información que tenía, que los rusos beben más que él, lo que pudo constatar en la realidad. Pero decía que en Rusia bebían solo champán y que si bebían ron se apostaba a que bebería más que cualquiera de los presentes. Dólojov, el oficial que más había ganado aquella noche, dijo que solo por una botella de ron no merecía la pena apostar y que él se arriesgaba a bebérsela sin quitársela de la boca y sentado en la ventana del tercer piso con las piernas colgando por fuera. El inglés aceptó la apuesta. Anatole apostó por Dólojov, es decir, porque se bebía la botella de ron en la ventana. Justo en el momento en el que había entrado Pierre, un criado quitaba las dobles ventanas para que fuera posible sentarse en el alféizar. La ventana del tercer piso se encontraba lo suficientemente alta para que si alguien se caía de ella, se matara. Desde todas las esquinas rostros bebidos y amistosos se lo contaban a Pierre como si pensaran que el hecho de que Pierre lo conociera fuera de una vital trascendencia. Dólojov era un oficial del regimiento de infantería, de estatura media, musculoso, como si fuera completamente macizo, con un ancho y henchido pecho, el pelo extraordinariamente rizado y los ojos azul claro. Tenía unos veinticinco años. No llevaba bigote como ningún oficial de infantería, y su boca, el rasgo más característico de su rostro, era totalmente visible. Su boca era sumamente agradable, a pesar de que casi nunca sonriera. La línea de sus labios estaba finamente curvada. En el centro, su labio superior descendía enérgicamente sobre el inferior, firme; por este triángulo agudo se formaban una especie de dos sonrisas constantes, una sonrisa a cada lado, y todo en conjunto con la mirada directa, un poco atrevida, pero fulminante e inteligente, componía una imagen tal. que al pasar al lado de ese rostro era imposible no reparar en él y no preguntar quién era el dueño de esa cara tan bella y tan extraña.

Gustaba a las mujeres y estaba sinceramente persuadido de que no existían mujeres de reputación intachable. Dólojov era el hijo pequeño de una buena familia, pero no era rico; a pesar de eso vivía lujosamente y jugaba con asiduidad. Ganaba casi siempre, pero nadie, incluso en su ausencia, se permitía atribuir su constante éxito a otra causa que no fuera la suerte, la claridad mental y la inquebrantable fuerza de voluntad. En el espíritu de todos los que con él jugaban había la suposición de que era un tahúr, aunque nadie se atreviera a decirlo. Ahora, cuando había emprendido su extraña apuesta, el grupo de borrachos había aceptado con una felicidad especialmente viva su intención. Y precisamente porque los que le conocían sabían que iba a cumplir con lo que había dicho. Pierre también lo sabía y por ello lo único que hacía era saludarse con Dólojov sin esforzarse en hacerle cambiar de idea.

El resto del grupo estaba compuesto por tres oficiales, el inglés al que se podía ver en San Petersburgo en las más variadas compañías, un jugador moscovita, un casado bastante gordo que era mucho mayor que los demás, pero al que sin embargo todos estos jóvenes llamaban de tú.

Se trajo la botella de ron; dos criados, con botas y caftán, arrancaban el marco de la ventana que impedía sentarse en el alféizar. Estaban visiblemente aturdidos y apremiados por las órdenes y los gritos de los señores que les rodeaban.

Anatole, con su hinchado pecho, sin cambiar de expresión, sin rodear y sin pedir que le dejaran sitio, dirigió su fornido cuerpo hacia la ventana, llegó al marco y enrollando sus dos blancas manos en la levita que estaba tirada en el diván golpeó el cristal y lo rompió.

—Pero, su merced —dijo un criado—, así solo molesta y además se cortará las manos.

—Lárgate, estúpido, ¿eh...? —dijo Anatole, se agarró al marco fijo y comenzó a tirar de él. Muchas manos se pusieron también a la tarea, estiraron y el marco se desencajó de la ventana con estruendo, de forma que los que tiraban de él por poco se caen.

—Quitadlo todo, que si no pensarán que me estoy sujetando —dijo Dólojov.

—Escucha —dijo Anatole a Pierre—. ¿Comprendes? El inglés se vanagloria... ¿eh?... nacionalismo... ¿eh? ¿De acuerdo?...

—De acuerdo —dijo Pierre mirando con el alma en vilo a Dólojov que, llevando en la mano la botella de ron, se dirigía a la ventana por la que se veía la luz del cielo en el que se habían fundido el crepúsculo matutino y vespertino. Dólojov, habiéndose remangado las mangas de la camisa, subió con habilidad a la ventana, con la botella de ron en la mano.

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