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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (72 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Las rabietas temperamentales de Sila eran terribles; horas sin fin de gritos y voces en las que no cesaba de hacer daño a quien se interpusiera en su camino, desde los niños que servían de juguete a sus amistades hasta las ancianas sirvientas; como tenía en la villa una compañía de su guardia personal, los que le cuidaban eran bien conscientes del peligro que corrían.

—¡No se le puede dejar que mate a alguien! —exclamó Metrobio.

—¡Oh, cómo desearía que se resignara con lo que le está pasando! —dijo Valeria entre sollozos.

—Tú tampoco te encuentras bien.

Una observación imprudente, aunque la dijese con todo afecto, porque Metrobio recordaba las circunstancias del embarazo.

—¿Quién sabe? —añadió, riendo complacido—. ¡A lo mejor soy el padre! Hay una posibilidad entre cuatro.

—Cinco.

—Cuatro, Valeria. El niño no puede ser de Sila.

—¡Me matará!

—Vive cada día que pasa y no le digas a él nada —dijo el actor muy decidido—. Nadie sabe lo que nos depara el futuro.

Poco después Sila comenzó a sentir en la región del hígado un dolor que no le daba reposo; paseaba de arriba a abajo por el atrium arrastrando los pies, sin poder sentarse y sin poder tumbarse. Su único consuelo era el baño de mármol blanco junto a su habitación, en el que se dejaba flotar hasta que volvía a pasear sin fin por el atrium. Se quejaba y gimoteaba, acercándose a las paredes, y había que disuadirle de que se diera cabezazos desesperado por aquel tormento.

—El estúpido que vacía su orinal ha difundido el rumor de que a Lucio Cornelio le devoran los gusanos —dijo el físico Tucio a Metrobio y a Valeria, con gesto de profundo desprecio—. ¡Francamente, ante la ignorancia de la mayoría de la gente respecto a lo que es el organismo humano y lo que es la enfermedad casi me dan ganas de dedicarme a la bebida! Antes de iniciarse el mal, Lucio Cornelio usaba normalmente la letrina, pero ahora se ve obligado a hacerlo en un orinal, y los excrementos aparecen llenos de gusanos. ¿Creéis que puedo convencer a los criados de que los gusanos son algo natural que tenemos todos y que viven en el intestino durante toda la vida? ¡No!

—¿Los gusanos no comen? —preguntó Valeria lívida.

—Sólo los alimentos que hemos ingerido nosotros —respondió Tucio —. Seguro que cuando vaya a Roma escucharé allí la misma historia. Los criados son los difusores más eficaces de mentiras.

—Me habéis quitado un peso de encima —comentó Metrobio.

—No pretendía eso, sino prevenirte contra la falsedad de los comentarios de los criados. La realidad es grave —prosiguió Lucio Tucio—. Su orina sabe más dulce que la miel, y su piel huele a manzanas maduras.

—¿Es que habéis probado su orina? —inquirió Metrobio con gesto de asco.

—Sí, recurriendo a un truco que me enseñó una comadrona cuando era niño. Dejé una pequeña cantidad al aire libre en un plato al que acudieron toda clase de insectos. Lucio Cornelio mea miel concentrada.

—Y pierde peso a ojos vista —añadió Metrobio.

—¿Va a… morir? —balbució Valeria consternada.

—Desde luego —respondió Lucio Tucio—. Además de ese mal de la miel, cuya naturaleza ignoro salvo que es mortal, tiene enfermo el hígado por el exceso de vino.

Los ojos oscuros de Metrobio se empañaron de lágrimas contenidas, y sus labios temblaron.

—No es de extrañar —dijo con un suspiro.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la esposa.

—Esperar, señora.

Y sin más, se alejó para ver al enfermo.

Fue Metrobio quien dijo con voz suave unas palabras en las que no había la menor tristeza:

—Le amo desde hace tantos años… En cierta ocasión le pedí que me dejara vivir con él, a pesar de que ello habría supuesto cambiar una vida agradable por otra muy difícil; pero él no quiso.

—Te quería mucho —dijo Valeria pensativa.

—¡No! Él estaba enamorado de la idea de su cuna patricia. Sabía a dónde iba y eso era lo que contaba para él por encima de todo —replicó Metrobio, volviéndose a mirarla con las cejas enarcadas—. ¿No has advertido que el concepto del amor es distinto en cada persona, y que el amor que se da nunca es correspondido en igual medida? Yo nunca se lo he reprochado. ¿Cómo podría hacerlo si no estoy en su lugar? Al final, después de haberme distanciado tantas veces, me reconoce públicamente ante sus iguales. «¡Mi muchacho!» Volvería a sufrirlo todo por oírle decir esas palabras a hombres como Vatia y Lépido.

—No conocerá al niño.

—Dudo mucho que llegue a ver crecer tu vientre.

El atroz dolor cedió y sobrevino un absurdo incidente en virtud de una queja económica de la ciudad de Puteoli, una localidad próxima a Misenum dominada por la familia Granio, que durante generaciones habían sido banqueros y magnates del comercio y que se consideraban dueños de la ciudad. Ignorante de los excesos de Sila —y más aún de sus enfermedades —, uno de los funcionarios de la ciudad solicitó una audiencia; su queja, según dijo al mayordomo, era que Quinto Granio debía al erario de la ciudad una gran suma y se negaba a pagar, por lo que solicitaban la intervención de Sila.

Sila no hubiera podido oír peor nombre que el de Granio; exceptuando el de Cayo Mario. De hecho existían fuertes vínculos matrimoniales entre los Marios, los Gratidios y los Tulios de Arpino y los Granios de Puteoli; la primera mujer de Cayo Mario era una Grania. Por ello varios Granios habían sido proscritos, y los que no lo habían sido se mantenían muy quietos para que Sila no se acordara de su existencia. Entre los afortunados que se habían salvado de la proscripción se contaba Quinto Granio. Y ahora se veía arrestado por una patrulla de guardias de Sila para ser conducido a presencia del ex dictador en su villa de Misenum.

—No debo tales sumas —alegó Quinto Granio tenaz, con actitud irreductible.

Sentado en una silla curul y con toga praetexta, en plena majestad romana, Sila le dirigió una mirada fulminante.

—¡Harás lo que ordenen los magistrados de Puteoli y pagarás! —replicó.

—¡No, no pagaré! Que Puteoli me lleve ante un tribunal y que se juzgue el caso como es debido —alegó Quinto Granio.

—¡Paga, Granio!

—¡No!

El imprevisible carácter de Sila aquellos días se descomponía con la misma facilidad que un vilano. Se puso en pie temblando de rabia y con los puños cerrados.

—¡Paga, Granio, o te haré estrangular aquí mismo!

—Habrás sido dictador de Roma —replicó Quinto Granio despectivo —, pero ahora no tienes autoridad para ordenarme hacer nada, como yo no la tengo para ordenártelo a ti. Dedícate a tus orgías y deja que Puteoli arregle sus propios asuntos.

La boca de Sila se abrió para ordenar a voces que estrangularan a Granio, pero no profirió sonido alguno. Sintió una náusea indescriptible y un fuerte vahído que le hizo tambalearse, pero pudo sobreponerse con gran esfuerzo y dirigió la vista al capitán de su guardia.

—¡Estranguladle! —musitó.

Pero antes de que el capitán hubiese podido hacer un solo movimiento, un borbotón de sangre surgió de la boca de Sila, salpicando a su alrededor, mientras profería horribles ruidos ahogados, manchándose la toga. Un segundo borbotón acompañado de un repugnante eructo le hizo caer de rodillas, mientras sus hombres echaban a correr en todas direcciones espantados y dando gritos, sin osar acercarse a él por estar convencidos de que le devoraban los gusanos.

En cuestión de segundos apareció Lucio Tucio, acompañado de Metrobio y de una Valeria demudada. Sila seguía vomitando sangre con la cabeza apoyada en las manos de su amante, y su esposa temblaba encogida sin saber qué hacer. Tucio pidió a gritos toallas, que en seguida trajeron los criados, espantados por el estado del cuarto y el no menos horrible estado de su amo que se ahogaba entre eructos, tratando de hablar, y aferrado con ambas manos al brazo manchado de sangre de Metrobio.

Al ver que se olvidaban de él, Quinto Granio salió del cuarto aprovechando que el capitán de la guardia intentaba imponer serenidad a sus hombres; dejó la casa, tomó por el camino hacia donde estaba su caballo, montó en él, volvió la cabeza y se alejó.

Transcurrió mucho tiempo hasta que cesó el atroz ataque de Sila y pudieron levantarle del suelo para trasladarle en los brazos ensangrentados de Metrobio. La guardia también había abandonado la sala, dejando a los criados la tarea de arreglar aquel caos.

Lo peor —como constató Sila, que estaba consciente— era que la sangre seguía manando con riesgo de ahogarle, aunque ya no eructase. ¡Horroroso! ¡Aterrador! En su profunda desesperación y desamparo, se aferraba a Metrobio como a una tabla de salvación, clavando los ojos en el rostro amado con una intensidad y una angustia indescriptibles, al ser su único medio de comunicación mientras no cesara la hemorragia. Con el rabillo del ojo veía el rostro lívido de Valeria, en el que destacaban poderosamente los ojos azules, y la cara seria del físico.

¿Me estoy muriendo?, pensaba, consciente de que así era. ¡No quiero morir así, vomitando y ahogándome, sucio e incapaz de dominar mi cuerpo rebelde para cruzar el negro umbral con entereza y dignidad romana! He sido rey de Roma sin corona, pero me coronaron en Nola. He sido el hombre más grande entre los ríos del Océano y el Indo. ¡Quiero morir como es debido, no entre atroces vómitos de sangre, sin poder hablar y empavorecido!

Pensó en Julilla, que había muerto sola en un inmenso charco de sangre. En Nicópolis, muerta con menos sangre pero mayor agonía. En Clitumna, muerta con la cerviz tronchada y los huesos rotos. En Metelo el Numídico, con el rostro congestionado y ahogándose. ¡No me imaginaba lo horroroso que es! En Dalmática, gritando su nombre en el templo de Juno Sospita. En su hijo, en la flor de la vida; el hijo de Julilla, que había significado para él más que nadie, nadie, nadie… Él también había muerto asfixiado.

Tengo miedo. ¡Mucho miedo! Nunca lo imaginé. Es inevitable y nada puede hacerse; pronto habrá acabado todo y ya no oiré, sentiré ni pensaré. Habré acabado. No seré nada. Eso no da dolor. Es el sueño eterno. Yo, Lucio Cornelio Sila, que fui rey de Roma sin corona pero ceñí la de Nola, dejaré de ser y sólo quedaré en el recuerdo. Porque sólo eso es la inmortalidad: ser recordado en el mundo de los vivos. Casi había concluido mis memorias; sólo me quedaba una parte por escribir. Una obra para que me juzguen los futuros historiadores, y más que suficiente para borrar la sombra de Cayo Mario. Él no pudo escribir sus memorias. Yo si. Y seré el vencedor. ¡He vencido! Y de todas mis victorias la victoria sobre Cayo Mario es la más preciada.

La hemorragia continuó casi una hora, causándole horribles sufrimientos; luego cesó y pudo descansar algo. No había perdido el conocimiento y veía perfectamente a Metrobio, a Valeria y a Lucio Tucio, con una claridad de visión que hacía tiempo que no tenía, como si en la fase final se le devolviera aquel gran sentido para contemplar su partida en el rostro de sus íntimos. Y luego pudo hablar.

—El testamento. Que venga Lúculo; él debe leerlo cuando yo muera. Es mi albacea y el tutor de mis hijos.

—Ya he mandado llamarle, Lucio Cornelio —dijo el actor griego con voz pausada.

—¿Te he dado bastante, Metrobio?

—Siempre, Lucio Cornelio.

—No sé lo que es el amor. Aurelia solía decir que sí lo sabía pero que no lo profundizaba mi conocimiento. No sé. La otra noche soñé con Julilla y nuestro hijo. Él se me acercó y me rogó que fuese con su madre. Debí de imaginarme el significado; pero no lo pensé y me eché a llorar. A él si que le quería. Más que a mí mismo. ¡Cómo le he echado en falta!

—Eso ya va a solucionarse, querido Lucio Cornelio.

—Motivo de más para desear la muerte.

—¿Tienes algún otro deseo?

—Sólo paz. Sentirme… satisfecho.

—Has tenido satisfacciones.

—Mi cadáver.

—Di, Lucio Cornelio.

—Los Cornelios siempre han sido sepultados. Pero yo no quiero, Metrobio. Lo digo en el testamento, pero debes asegurarte de que Lúculo lo haga. Si entierran mi cuerpo en una sepultura, puede caer sobre ella alguna partícula de las cenizas de Cayo Mario, porque las esparcí; no debía haberlo hecho. A saber si no andan flotando por ahí para mancillarme. Las arrastró la corriente del Anio y las vi deshacerse en los remolinos como telarañas rotas, pero se levantó viento y algunas aún secas volaron lejos. Por eso desconfío. Que me incineren. Dile a Lúculo que así lo quiero; que me quemen y guarden mis cenizas en un ánfora sellada para que no entre el aire ni ninguna partícula de Cayo Mario. Seré el único Cornelio incinerado.

—Se hará; te lo prometo.

—¡Quémame, Metrobio! ¡Encárgate de que Lúculo lo cumpla!

—Lo haré, Lucio Cornelio, descuida.

—¡Ojalá hubiera sabido lo que es el amor!

—Lo sabes, claro que lo sabes. El amor te hizo renunciar a tus gustos y consagrarte a Roma.

—¿Eso es amor? No puede ser. Seco como el polvo. Seco como mis cenizas. El único Cornelio incinerado; no enterrado.

Los vasos sanguíneos obstruidos y reventados de la garganta produjeron un nuevo vómito de sangre, que duró casi intermitentemente varias horas. Se hundía, casi reducido a la mitad de sus fuerzas vitales, y los intervalos de lucidez disminuían. Una y otra vez, cuando las fuerzas se lo permitían, pidió a Metrobio que ni un solo átomo de Cayo Mario pudiera tocar sus restos, y repetía que no sabía lo que era el amor.

Lúculo llegó a tiempo de verle morir, aunque no pudo oir una palabra de su boca ni constatar que le reconociera. Los extraños ojos exánimes en las oscuras cuencas con las negras pupilas habían perdido su poder amenazador y sólo eran dos borrones abatidos. Casi no se le notaba la respiración y sólo la comprobaban con un espejo que le acercaban a los labios; su piel era de una palidez extrema por la pérdida de sangre, pero las cicatrices moradas resaltaban como ascuas, y el cráneo calvo había perdido tersura y era como una bola arrugada. La boca colgaba yerta entre las rígidas mandíbulas. Y de pronto advirtieron un extraño fenómeno en los ojos: las pupilas se agrandaron inundando el iris y llenando las órbitas, y la luz de Sila se apagó. Vieron cómo le abandonaba y permanecieron pasmados contemplando como una especie de fulgor de oro cubría aquellos ojos abiertos.

Lucio Tucio se inclinó a cerrarle los párpados, y Metrobio les puso encima dos monedas para que no se abrieran, mientras Lúculo le introducía un denario en la boca para el pago de la barca de Caronte.

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