Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (109 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
13.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como las ciudades mayores del serpenteante río estaban situadas en la orilla sur, Eumaco avanzó por la norte, siguiendo una ruta pavimentada que comenzaba en la ciudad de Tripolis. Prometiendo a los soldados el pillaje cuando hubiesen conquistado la provincia de Asia, Eumaco dejó atrás Nisa, primera gran ciudad a su paso, y siguió aguas abajo hacia Tralles. Era imposible mantener a los hombres juntos durante el avance, pues continuamente había que buscar alimentos y a veces un rebaño de suculentos carneros o una bandada de gruesas ocas requería para su captura unos centenares de soldados dispersos por el paisaje. Ya por entonces había comenzado a manifestarse descontento en las filas.

De hecho, aquella marcha tranquila por tierras ricas había sido como un paseo. Los exploradores que Eumaco envió en avanzadilla, informaban dos veces al día y siempre lo mismo: ni señales del enemigo. Eso, pensó Eumaco con menosprecio, era porque no había focos de resistencia al sur de Pérgamo. Todas las legiones romanas (incluso las de Cilicia) estaban acantonadas en las inmediaciones de Pérgamo para proteger a la preciosa persona del gobernador; era un dato que conocían hacía tiempo los generales pónticos y que se confirmó enviando exploradores al Caico.

Tan tranquilo y seguro estaba Eumaco, que no se inquietó cuando una tarde los exploradores no regresaron a informar, una hora antes de la puesta de sol, como de costumbre. La ciudad de Tralles ya estaba más cerca y Nisa había quedado atrás a mayor distancia; el sol doraba las suaves ondulaciones del valle que obligaban al río a discurrir con tal profusión de curvas. Eumaco dio orden de detenerse para pasar la noche. No se levantaron fortificaciones ni se organizó campamento alguno; todo se improvisó y los hombres fueron colocándose a su buen criterio, charlando, discutiendo y yendo de un sitio para otro.

Aún había luz suficiente cuando de la penumbra surgieron cuatro legiones de la milicia asiática en perfecta formación romana que cayeron sobre el desprevenido ejército póntico haciéndolo picadillo. Aunque superaban en fuerza a los asiáticos en una proporción mayor de dos a uno, las tropas pónticas no pudieron oponer resistencia alguna.

Al tener a mano el caballo y hallarse por pura casualidad al extremo contrario del que atacó César, Eumaco y sus legados pudieron huir y cabalgaron sin preocuparse de la suerte del ejército hacia el río Tembris en busca de Marco Mario.

Pero aquel año no acompañaba la suerte al rey Mitrídates. Eumaco llegó al Tembris a tiempo de ver cómo Deiotaro y los tolistobogos gálatas atacaban a las fuerzas de Marco Mario. Fue fundamentalmente una batalla de caballería, aunque no muy encarnizada; los jinetes sármatas y escitas que constituían el grueso de las fuerzas pónticas estaban acostumbrados a luchar en la estepa y no sabían maniobrar en las laderas del valle alto del Tembris, por lo que sucumbieron a miles.

En diciembre, los restos del ejército de invasión de Frigia regresaban con dificultad a Zela al mando de Eumaco; Marco Mario había preferido ir en busca del rey Mitrídates para decirle lo que había sucedido en vez de informarle por escrito.

La milicia de Asia estaba eufórica y con la población del valle del Meandro se entregó durante varios días a festejar la victoria.

En su arenga a las huestes antes de la batalla, César había insistido en el hecho de que la provincia de Asia se defendía por sí misma, que Roma estaba lejos y no podía ayudarles, y que por una vez el destino de la provincia dependía exclusivamente de su población autóctona de origen griego. Hablándoles en el dialecto griego de la región, apeló a sus sentimientos de patriotismo y solidaridad con tal entusiasmo, que los veinte mil hombres de Lidia y Caria a quien dirigió para caer sobre Eumaco acampado, estaban tan sobreexcitados que la batalla casi les decepcionó. Durante cuatro nundinae los había entrenado y disciplinado, durante cuatro nundinae les había imbuido la moral de su propia valía, y no podía haberse esperado mejor resultado.

—Este año no vendrán más ejércitos pónticos —dijo a Memnon en la fiesta que dieron en Tralles para celebrar la victoria dos días después de la derrota de Eumaco—, pero el año que viene vendrán en mayor número. Os he enseñado lo que debéis hacer y ahora sois vosotros quienes tendréis que defenderos. Te prevengo de que Roma se verá tan enredada en otros frentes que no tendrá legiones ni generales disponibles para la provincia de Asia. Ahora ya sabéis cómo combatir.

—Sí, César, y a ti te lo debemos —dijo Memnon.

—¡Bah!, lo único que necesitabais era alguien que os pusiera en marcha, y la buena suerte quiso que yo estuviera cerca.

Memnon se inclinó hacia él.

—Tenemos la intención de levantar un templo a la Victoria lo más próximo al campo de batalla que permitan las crecidas del río, y se ha hablado de una colina en las inmediaciones de Tralles. ¿Nos autorizas a erigir una estatua tuya en el templo para que la gente no olvide quien mandó las tropas?

Ni aunque Lúculo hubiese estado presente para vetar el ofrecimiento habría César renunciado a tan singular honor. Tralles estaba muy lejos de Roma y de las grandes ciudades de la provincia de Asia, y sería raro que algún romano fuese a visitar un templo de la Victoria sin tradición de antigüedad ni (lo más probable) artística. Pero para él aquel honor significaba mucho. A los veintiséis años de edad tendría una estatua de tamaño natural con atavío de general dentro de un templo dedicado a la Victoria. A sus veintiséis años había llevado un ejército a la victoria.

—Con mucho gusto —contestó muy serio.

—Pues mañana te enviaré a Glauco a que te tome medidas. Es un buen escultor que trabaja en el taller de Afrodisios, pero como pertenece a la milicia está aquí. Le diré que traiga al pintor para que haga bocetos en color, y así no tendrás que posar si tienes cosas que hacer en otro sitio.

Si que tenía cosas que hacer en otro sitio. La más importante era un viaje para ver a Lúculo en Pérgamo antes de que le llegara por otros medios la noticia de la victoria de Tralles. Como Burgundus había regresado de Galacia siete días antes de la batalla, envió al gigante germano a Rodas escoltando a los dos escribas y a su precioso Pezuñas. Él iría solo a Pérgamo.

Cabalgó los ciento sesenta kilómetros sin detenerse más que a cambiar caballos, lo que hizo con bastante frecuencia para cubrir dieciséis kilómetros por hora de día y trece de noche. Era una buena carretera romana y, aunque había poca luna, el cielo estaba despejado. La suerte seguía acompañándole. Salió de Tralles al amanecer, dos días después de la victoria, y llegó a Pérgamo al día siguiente antes de ponerse el sol. Era mediados de octubre.

Lúculo le recibió en seguida. A César le pareció significativo que lo hiciese a solas, sin estar acompañado por su tío Marco Cotta, que se hallaba también en el palacio. Además, tampoco había el menor rastro de Junco.

—¿Qué ha motivado el alejamiento de tus estudios, César? ¿Te has tropezado con otros piratas? —inquirió Lúculo con voz fría.

—Con piratas no —replicó César muy serio—, pero si con un ejército de Mitrídates de cincuenta mil hombres que descendía por el Meandro. Me enteré de la invasión antes de que llegases a Oriente, pero estimé inútil comunicárselo al gobernador, que supuse tendría mejor información que yo, aunque nada había hecho por defender el valle del Meandro. Así que hice que Memnon de Priena pusiese en pie de guerra a la milicia de Asia, cosa que, como sabes, está autorizado a hacer si se lo dice Roma. Y él no podía imaginar que yo no representara a Roma. A mediados de septiembre los dirigentes de Lidia y Caria habían reunido una fuerza de veinte mil hombres a los que entrené y ejercité para prepararlos para el combate. El ejército póntico entró en la provincia en la segunda mitad de septiembre, y la milicia de Asia mandada por mí derrotó al príncipe Eumaco cerca de la ciudad de Tralles hace cuatro días. Casi todas las tropas pónticas perecieron o fueron capturadas, aunque el príncipe Eumaco logró escapar. Tengo entendido que a otro ejército póntico al mando del hispano Marco Mario se enfrentará el tetrarca Deiotaro de los tolistobogos. Ya recibirás noticia dentro de unos días de si logra la victoria. Y eso es todo.

El rostro alargado de Lúculo y sus ojos grises fríos no se conmovieron.

—¡Y creo que ya está bien! ¿Por qué no avisaste al gobernador? No podías conocer sus planes.

—El gobernador es un tonto incompetente y venal. He tenido ocasión de comprobarlo. Aunque hubiese tenido intención de dominar la situación, cosa que dudo, no habría actuado con suficiente rapidez. Eso lo sé seguro. Por eso no le comuniqué nada. No quería que entorpeciese lo que yo sabía que podía hacer mucho mejor que él.

—Te has excedido en tu autoridad, César. En realidad, no tenías ni autoridad para excederte.

—Cierto. Por lo tanto, no me he excedido en nada.

—¡No estamos en un concurso de sofismas!

—Ojalá lo estuviésemos. ¿Qué quieres que diga? No tengo muchos años, Lúculo, pero ya estoy harto de ver a esos hombres que envía Roma a las provincias dotados de imperium, y no creo que Roma esté mejor servida obedeciendo ciegamente a los de la ralea de Junco, los Dolabela o los Verres, sino por hombres como yo, con imperium o sin él. Vilo que había que hacer y lo hice. Y debo añadir que lo hice a sabiendas de que no me lo agradecerían, a sabiendas de que recibiría una reprimenda o que se me instruiría proceso por traición menor.

—Según la legislación de Sila, no hay traición menor.

—Bien, pues alta traición.

—¿Por qué has venido a verme? ¿Para pedir clemencia?

—¡Antes preferiría morir!

—No cambias.

—A peor, no, desde luego.

—No puedo aprobar lo que has hecho.

—Ni lo esperaba.

—Pero has venido a verme. ¿Por qué?

—Para informar al magistrado que ostenta el mando, como es mi deber.

—Supongo que te refieres al deber como miembro del Senado —replicó Lúculo—, aunque lo tenías para con el gobernador, no conmigo. De todos modos, no soy injusto, y entiendo que Roma debe estarte agradecida por tu rápida intervención. Yo habría actuado igual en las mismas circunstancias, siempre que hubiese tenido la seguridad de no usurpar el imperium del gobernador. Para mí, el imperium de un hombre es más importante que su valía. A mí se me ha reprochado que el rey Mitrídates esté en libertad para iniciar esta tercera guerra contra Roma porque me negué a ayudar a Fimbria a capturarle en Pitane, y suele decirse que con ello permití que escapara. Tú habrías estado de acuerdo con Fimbria en que el fin justifica los medios, pero yo no vi nada claro el hecho de reconocer a un representante del gobierno ilegal de Roma y me negué a prestarle ayuda. Sigo apoyando a los romanos que tengan imperium. Y para concluir, veo que eres demasiado partidario de esas grandes ideas de los jóvenes como Cneo Pompeyo que se llama Magnus; pero tú, César, eres infinitamente más peligroso que cualquier Pompeyo. Has nacido para revestir la púrpura.

—Es curioso; eso mismo me digo yo —replicó César.

Lúculo le dirigió una mirada fulminante.

—No te instruiré proceso, César, pero tampoco elogiaré tu acción, y la batalla de Tralles ocupará breves párrafos en mi informe a Roma; diré que la libró una milicia asiática al mando de un jefe local. Ni voy a incorporarte a mi estado mayor, ni permitiré que otro gobernador te incorpore al suyo.

César le había escuchado con cara de palo y mirada distante, pero cuando Lúculo indicó con brusco ademán que la entrevista había concluido, su expresión cambió, dispuesto a no dar su brazo a torcer.

—No pretendo que me menciones en los informes como comandante de la milicia asiática, pero no puedo renunciar a que me nombres en los despachos diciendo que serví en toda la campaña del Meandro. Si no figura mi nombre no podré probar que ha sido mi cuarta campaña, y estoy decidido a servir en diez campañas para poder presentarme a las elecciones de cuestor.

—¡No tienes por qué aspirar a ser cuestor! —replicó Lúculo, con fiera mirada—. Ya estás en el Senado.

—Según la legislación de Sila, tengo que ser cuestor para poder ser pretor o cónsul. Y para ser cuestor quiero tener diez campañas servidas.

—Muchos que han sido elegidos cuestores ni siquiera tenían las seis campañas obligatorias. ¡No estamos en tiempos de Escipión el Áfricano y Catón el Censor! Nadie se va a molestar en contar las campañas en que has servido cuando salga tu nombre entre los candidatos al cuestorado.

—En mi caso —replicó terco César—, si que habrá quien se ponga a contarlas. Tengo pensado mi plan de vida y no quiero obtener nada por favor, aunque sea en contra de fuerte oposición. Estoy por encima de los demás y haré las cosas mejor que ellos. Pero no de forma anticonstitucional; eso lo juro. Recorreré el cursus honorum estrictamente como prescribe la ley. Y si figuro habiendo servido en diez campañas, en la primera de las cuales gané la corona cívica, seré el que más votos obtenga. Y es el único cargo que me parece aceptable después de tantos años como senador.

Lúculo dirigió una mirada implacable a aquel rostro bien parecido con ojos de Sila y comprendió que ya no iba a decir más.

—¡Por los dioses que tu arrogancia no tiene límites! Muy bien, te incluiré en los despachos haciendo constar tu presencia en la campaña y durante la batalla.

—Tengo derecho.

—César, algún día te excederás.

—¡Imposible! —replicó César, riendo.

—Son esa clase de respuestas las que te hacen tan detestable.

—No sé por qué, si digo la verdad.

—Otra cosa.

—¿Cuál? —inquirió César, que estaba a punto de marchar.

—Este invierno el procónsul Marco Antonio va a trasladar el escenario bélico de la lucha contra los piratas del extremo occidental del Mediterráneo al extremo oriental. Y creo que quiere concentrarse en Creta. Tendrá el cuartel general en Giteo, en donde ya hay legados suyos preparándolo todo. Marco Antonio quiere reunir una flota, y tú eres, desde luego, quien mejor sabe acopiar barcos, como bien sé por tu empresa en Bitinia y sabe Vatia Isaúrico por lo que hiciste en Chipre. Y Rodas te está doblemente agradecido. Si quieres añadir otra campaña a tu hoja de servicios, preséntate inmediatamente en Giteo. Informaré a Marco Antonio de que sirves con rango de tribuno militar y te alojarás en una posada de algún residente romano. Si me entero de que te alojas por tu cuenta o excedes de algún modo tu propio rango, te juro, Cayo Julio César, que haré que te juzgue el tribunal militar de Marco Antonio. ¡Y no pienses que no podré convencerle! Después de que tú, pariente suyo, acusaste a su hermano, no te tiene mucho afecto. Naturalmente, puedes rehusar este servicio en virtud de tu derech o como romano, pero será el único servicio militar que obtengas si escribo unas cuantas cartas. Soy el cónsul y eso significa que mi imperium está por encima de cualquier otro, incluido el del segundo cónsul. ¡Así que no busques influencias por ese lado, César!

BOOK: Favoritos de la fortuna
13.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Man of Parts by David Lodge
Sunshine by Nikki Rae
Chained by Lynne Kelly
The Duke's Dilemma by Fenella J Miller
Burning Skies by Caris Roane
The Right Mistake by Mosley, Walter
Blood Of Angels by Michael Marshall
Secret Desires by Crystal Cierlak