Fabulosas narraciones por historias (38 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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»AJF preguntó si había alguien que deseara añadir algo antes de la votación. JOYG comentó lo extraño que le resultaba que LKB por una parte se opusiera de ese modo tan tajante a la publicación de Cordero y que por otra le invitara a sus cacerías y a cenar en noche-vieja. LKB repuso que estaba haciendo lo que ellos no eran capaces de conseguir, es decir, desactivando con tacto una bomba de relojería. Aclarado este punto, LKB se mostró vivamente irritado por lo que consideró una intromisión intolerable en su vida privada del miembro JOYG, a quien preguntó si le había pedido él alguna vez explicaciones acerca de la mujer con quien se acostaba desde hacía cinco años todas las noches. JOYG no contestó.

»AJF anunció que se votaba a mano alzada la publicación de la novela
Los Beatles
de Patricio Cordero. A favor: dos. En contra: cuatro. La publicación fue rechazada.

«Transcrito fidedignamente en Madrid, a 4 de marzo de 1924.»

Estaban comentando la adaptación que Sánchez Almendralejo acababa de hacer del
Don Juan
, cuyo protagonista, según el incansable, siempre había tenido mala prensa. La excelencia de las personas y los personajes, dijo, guarda una relación proporcional con el rencor que provoca en el vulgo. Don Juan había sufrido el resentimiento de los malogrados. Para el incansable no había ningún hombre que en el fondo no envidiara a Donjuán. Las mujeres por su parte no se habían atrevido a defenderle porque ello hubiera equivalido a revelar el secreto profesional de la feminidad. Estas palabras provocaron cierto alboroto entre las damas presentes. Zambrano dijo que protestaba y que la figura de Donjuán sólo despertaba en ella repugnancia y compasión; creía ella que Don Juan era la frescura personificada. Fernando Vela opinaba que la joven pensadora simplificaba la misteriosa figura de Don Juan; él, Vela, estaba de acuerdo con él, Pepe, en que el rechazo a la figura de Don Juan por parte de la chusma revelaba el funcionamiento del alma resentida. El incansable tomó nota del apoyo que recibía de Vela y afirmó que el hombre inepto y fracasado rezumaba desestima de sí propio, generaba un mecanismo de defensa que consistía en cegarse para todo lo valioso que hubiera en torno. Al incansable le gustaron sus propias palabras y las repitió de varios modos. He aquí una cuidada selección: 1) El resentido desprestigia a los que sabe mejores que él porque sus presencias equivalen a una humillación constante. 2) El resentido espía al héroe y se complace en subrayar su abandono. 3) Si alguien renuncia a rebasar su propia vulgaridad, no se le piden explicaciones; se le exigen, en cambio, a quien se esfuerza por superarla. 4) Irrita más un hombre con pretensiones que una persona vulgar. 5) Pocas cosas odia tanto el plebeyo como al ambicioso.

Por un momento Patricio tuvo el delirio paranoico de que Ortega estaba hablando de él. Tal vez María Luisa pensó lo mismo porque aseguró que el hombre egregio también tenía sus abandonos y sus descuidos; recordó asimismo que omitir las miserias del héroe era tan mezquino como vocearlas. Patricio, que estaba algo alterado todavía y que quería intervenir como fuera, aprovechó su oportunidad y, para no comprometerse mucho, soltó un refrán; dicen que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, dijo. El incansable se volvió hacia él y, displicente, le explicó, llamándole jovencito, que lo que ocurría era que España estaba plagada de ayudas de cámara, de rencorosos, de ruines, de miopes que se acercaban demasiado a las cosas excelsas y que sólo veían lo que había de pequeño en lo grande. El incansable puso un ejemplo muy didáctico: para ver bien una catedral, explicó, hemos de renunciar a ver los poros de sus sillares, alejarnos debidamente. Todos entendieron el símil o comparación. El señor Basto observó que no por diminutos los poros de los sillares dejaban de existir, que todo lo que se veía era real y que además los poros de los sillares anticipaban la ruina de la catedral. Esto último no lo oyó, o no quiso oírlo, el incansable. Para él, decir que sólo lo que se veía era lo real constituía una falacia nihilista para oídos plebeyos. La verdad de las cosas sólo se sorprendía desde un cierto punto de vista, y quien fuera incapaz de alcanzarlo no debía suplantar la realidad con su turbia visión. Y dijo más, dijo que las realidades más sustantivas eran atisbadas solamente por unos cuantos hombres, y que eso era lo que no se acababa de comprender en España, coño. Yo les diría, dijo, a la turba de ayudas de cámara que devasta España: si no soportáis la existencia de seres privilegiados, ahorcadlos en la plaza pública, pero no digáis que la verdadera realidad es la vuestra y que todos somos iguales; que todos seamos iguales es una pretensión intolerable; ahorcad a los mejores honestamente, instó, previa declaración, eso sí, de que los estranguláis por ser mejores que vosotros. Ahorcadlos. Ahorcadlos. La esposa del incansable le hizo saber a gritos desde la cocina que ella le estaba oyendo gritar a él, y que él debía recordar lo que le había dicho el médico. Todos se interesaron por su salud, pero el incansable despachó el tema diciendo que algunas veces se sentía muy fatigado, y que eso era todo. Enseguida volvió al tema que le interesaba. Lo que acontecía en España, aseguró, era que el hombre vulgar, sabiéndose vulgar, tenía la desfachatez de afirmar su derecho a la vulgaridad.

Zubiri dijo que él acababa de regresar de Estados Unidos. Nadie entendió la conexión, por lo que se vio obligado a añadir, con visible malestar, que allí había un refrán que decía que ser diferente era ser indecente. El incansable tomó nota del apoyo de Zubiri y advirtió que toda democracia conllevaba inevitablemente un proceso de vulgarización social y cultural. María Luisa le advirtió que sabía por dónde iba él y que ella rechazaba, se lo había dicho muchas veces, sus ideas sobre la minoría dirigente; sin ser una acérrima defensora de la democracia, dijo María Luisa textualmente, y puestos a elegir y a dirigir, consideraba más razonable que la minoría fuera dirigida por la mayoría, que a la inversa. Patricio creía que todo el mundo tenía sus derechos. Como usted sabe, jovencito, le replicó el fatigado incansable a Patricio, que no sabía qué decir ni dónde meterse, ese «todo el mundo» no es todo el mundo, sino sólo la masa. María Luisa, al quite, le recomendó al incansable que echara un vistazo a la historia, y que entonces se percataría de que los intentos de las minorías por dirigir a las mayorías habían derivado siempre hacia el absolutismo y el despotismo. Al incansable le molestó que una mujer de linda cabecita rubia le recomendara echar un vistazo a la historia cuando él se sabía de memoria la historia pasada, presente y futura. Y para demostrarlo predijo ante todos los presentes que Europa volvería a organizarse según era debido, en dos rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares; y que todos los males de Europa se curarían con esta escisión porque el origen de todas las calamidades era el falso supuesto de la igualdad entre los hombres. Entonces Patricio lo intentó de nuevo e intervino para decirle al incansable que todo lo que él decía era verdad, pero que se preguntaba cómo podía distinguirse a un hombre egregio de otro que no lo fuera y que lo pareciese: ¿por la estatura?, ¿por su salud inquebrantable?, ¿por su facilidad de expresión?, ¿por el poderío de sus músculos? Patricio detectó algunas risas y una mirada severa de María Luisa. Llamaron al timbre de la puerta, pero el incansable no se levantó. Abre tú, mujer, le dijo a su esposa; y respondió a Patricio con crueldad: era la obra de arte joven, es decir, la que se oponía radicalmente al realismo del siglo XIX, el único poder social capaz de seleccionar a los mejores entre el montón informe de la muchedumbre.

El joven novelista Benjamín Jarnés asintió y dijo que la novela decimonónica era intrínsecamente lenta, y se quedó tan ancho. Entonces Patricio, ofendido como si le hubieran mentado a la madre, expuso, igual que si amenazara, sus ideas literarias y rabiosas:

—Cuanto más poderosa, cuanto más devastadora y formidable es una novela, más le cuesta ponerse en marcha. Es una máquina tan pesada que necesita su tiempo para llegar al pleno rendimiento. Ahora bien, cuando todos los engranajes están funcionando, cuando las bielas se ponen en movimiento, esta máquina es un monstruo y ya no se puede detener; arrasa con todo. Y con todos.

Un grito desgarrador rompió el profundo silencio en el que les había hundido la patética intervención de Patricio. Los presentes levantaron sus cabezas y se miraron. El incansable reconoció por el grito a su mujer y así lo dijo. Es mi mujer, dijo. Pero para entonces los tertuliantes ya habían oído el sonido de un cuerpo al desplomarse y unos chillidos animalescos que sólo podían provenir del mismo infierno. Pero no era el diablo quien gritaba, sino un hermoso cerdo ibérico que alguien había introducido en la sagrada casa del incansable y que corría enloquecido por los salones de la inteligencia española con un ajo metido en el culo. Si Patricio no hubiera perdido la perspectiva tan rápidamente, se hubiera reído mucho contemplando los esfuerzos de aquellos hombres tan egregios intentando capturar al puerco. María Luisa miró a Patricio con fastidio. El joven novelista se puso en pie e intentó echar una mano en la caza del gorrino. Maldito Santos y maldito Martini. Con semejante alboroto, nadie percibió la sonrisita de Ortega, que ya tenía una excusa excelente para cantarle a Patricio su bonita canción. Querido tararí, dos puntos, aparte.

«… la épica de los libros de texto y de las historias de la literatura ante la que estas memorias, que confundirán a muchos, serán leídas como novela. Denuncio aquí la tragedia de la HISTORIA contra la que intento luchar, consciente de que mi obra será despreciada como comedia. Pero un amor desmesurado a la verdad me obliga.»

Eligió Simientes Figo,
Nunca nadie,
Huelva, Tuniba, 1976, pág. 45.

En la penumbra de la biblioteca Patricio agitaba la carta de Ortega hecho un basilisco:

—¡Dile que yo no tengo nada que ver con el cerdo! —exigió.

Y María Luisa, que le daba la espalda, se volvió airada hecha una baronesa:

—¿Qué crees? ¿Que no he hablado con él? Te dije que tuvieras cuidado con tus amiguitos. Ahora, gracias a ellos Pepe tiene la excusa perfecta para mandarte a paseo.

Acto seguido, bajó la voz temiendo la aparición de Leo en cualquier momento y con un vehemente susurro le dijo como si le escupiera:

—No me acuses de no haber hecho lo suficiente. La culpa es de tus amigos y de su maldita manía de creerse surrealistas. Y si te refieres a otro asunto, la respuesta es sí, hemos roto; puedes estar tranquilo. No volveré a acostarme con él. ¿Te parece suficiente haber plantado por ti al más grande pensador que ha tenido España desde Feijoo?

Patricio sintió que su estatura menguaba, y María Luisa apareció ante él inmensa como una montaña. ¡Qué ridículo se sintió! Bajo, bajo como un pigmeo, quiso subirse a ella, abrazarla para parecer más alto, pero María Luisa había oído pasos y se retiró.

—¿Sucede algo? —preguntó alguien a sus espaldas.

Patricio dio un respingo. Otra imponente figura, esta vez la del barón, se recortaba en el umbral de entrada a la biblioteca. A Patricio le asustó la súbita aparición de Babenberg, su gesto disgustado, que él no conocía, y la mirada inquisidora, cruel y un punto despectiva que le clavó entre ceja y ceja.

—No sabía que estuviera aquí, Patricio —le dijo, y a Patricio aquella simple frase le sacudió como un insulto o una bofetada. Tuvo reflejos sin embargo el jovencito y le tendió la nota que colgaba de su mano:

—He venido a mostrarles esto.

Babenberg alcanzó la carta con las cejas arqueadas, nihilistas; extrajo unos lentes del bolsillo de su batín y leyó sin inmutarse la canción del incansable. Patricio se tensó todito, esperó en vano la hora del regocijo, el estallido del barón; pero no hubo nada. Cuando terminó de leer, Babenberg se quitó las gafas y las volvió a guardar con pulcritud:

—Bueno, ¿y qué esperaba usted después de lo de los cerdos? —preguntó con hiriente laconismo tendiéndole la carta con las yemas de los dedos. Y entonces la tensión que estalló fue la suya; y la compostura que se perdió también fue la suya.

—¿Cómo que qué esperaba? ¡No esperaba nada! ¡Como usted comprenderá, yo no soy responsable de lo que hagan esos dos imbéciles!

Babenberg y María Luisa callaron como si estuvieran dando tiempo a que alguien tomara al dictado aquellas palabras tan necias. Y el silencio subrayó la bellaquería de Patricio y su mezquindad.

—Cálmese, Patricio —le recomendó la baronesa.

—Desde el principio le dije que Pepe no prologaría jamás su novela. No sé por qué se hizo usted tantas ilusiones —le recordó el barón con una suave severidad que a Patricio le sonó brutal porque la comparaba con la cordialidad que hasta entonces había envuelto siempre todas sus palabras.

—Culpa mía —terció María Luisa. Pero Babenberg no la oyó:

—Después de los ruegos de mi mujer, lo único que ha estado esperando Pepe ha sido una buena excusa para negarse a escribir el prólogo. Y sus amigos, o esos dos imbéciles, como los ha llamado, se la han puesto en bandeja. No importa que usted estuviera o no en el ajo; Pepe no va a entrar en esas sutilezas. El hecho real es que usted no va a publicar jamás en España; vaya haciéndose a la idea. Y vaya pensando también que publicar en Lisboa no es tan malo como usted cree. Mi oferta, la oferta que le hice cuando lo conocí, convencido de que sucedería lo que acaba de suceder, sigue en pie: Patricio Cordero,
Los Beatles,
Lisboa, Paul Ollendorff, editor de libros, 1924. Usted tiene la última palabra. ¿Quiere o no quiere?

—Sí, quiero.

Patricio llevaba varias noches corrigiendo frenético galeradas a la tenue luz de una lámpara portátil, aislado del mundo exterior por un aura nebulosa producida por el consumo de rubios americanos y rubios americanos y venga rubios americanos. Cerré mi compartimento de primera y me quedé un instante de pie, fatigado, con la frente desmayada contra el cristal y las manos agarrando con fuerza los tiradores de las puertas correderas. Si alguien me hubiera sorprendido en ese intervalo de fugaz inmovilidad, que es muy parecido a ese otro que aprovechan los acróbatas para girar sobre sí mismos y cambiar de trapecio, no habría sabido decir si acababa de encerrarme o si me disponía a salir del tren como salí la primera vez que llegué a Madrid con aquella vieja maleta. Recuperé la compostura y quise acercarme a la ventana. Al dar el primer paso sentí un agudo pinchazo en el costado. Debía de tener alguna costilla rota. Me asomé a la ventanilla y vi que la muchedumbre se había apoderado del mismo andén en el que hacía diez años me habían esperado los tíos y el primo Pedrito. Podía recordar su mirada despectiva y su aspecto deportivo y elegante, que contrastaba violentamente con el desmesurado terno de pana marrón, arreglado por la abuela, en el que yo iba enfundado aquella calurosa mañana de agosto. Mientras la tía Pili y el tío Pedro se interesaban por la salud de toda la familia, el primo Pedrito caminaba delante, ligeramente inclinado hacia la izquierda para contrarrestar el peso de mi maleta, que gentilmente se había ofrecido a llevar. No sabía por qué me estaba acordando de todas esas tonterías cuando habían estado a punto de matarme. De improviso, alguien entró en mi compartimento, y sin pensar en el terrible dolor que iba a sentir, tiré del Astra y me giré dispuesto a vaciar el peine en la cabeza de quien fuera.

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